El cerdo agridulce

           Hace unos días me contaba un allegado una situación distópica que le ha ocurrido. Resulta que a este amigo, al que llamaré X como era costumbre en cierta literatura, y propietario de una vivienda unifamiliar en Sevilla que, por razones de trabajo, tiene normalmente alquilada ya que él vive en Madrid, se la han liado parda: «Vaya el alquiler de lo uno para el pago de lo otro». Solía decir.

          Hace tres años una inmobiliaria de la zona le propuso alquilar la vivienda a una familia de nacionalidad china, cosa a la que accedió no sin dificultades, dado que los citados chinos precisaban de intérprete para poder comunicarse. Se revisaron los papeles por parte de mi amigo y de la inmobiliaria; la solvencia de la familia; incluso hizo una pequeña consulta sobre posibles antecedentes judiciales (no había nada), y se pasó por el seguro de impagos que dio el okey. Todo correcto. Así que, como para mi amigo lo de ser chinos no era un impedimento, alquiló.

          Me contaba con ojos de incredulidad, como una tarde dos años después, al bajar del gimnasio y ver una llamada perdida en el móvil (un número de Sevilla), la devolvió de inmediato: era la Guardia Civil. Quienes con el poco tacto que les caracteriza para dar malas noticias le dijeron: su vivienda ha sido objeto de una organización de narcotraficantes y hemos tenido que reventarla (literal) para detenerlos. El resto ya se lo pueden imaginar. 

          Lo distópico del asunto es que mi amigo se encontró con lo típico en un país como el nuestro: el seguro de entrada se desentiende (en sus pólizas hay más salidas que en el metro), como se habían enganchado a la luz ENDESA se desentiende y cortó los cables, el ayuntamiento no quiso saber nada, ni la diputación… ni nadie. Solo estaban mi amigo y su casa reventada. Eso es todo. La broma le ha salido por unos cuarenta mil euros más abogados.

          Pero lo realmente alucinante me relataba, es que cada vez que vengo a la casa y miro en el buzón de Correos hay una notificación oficial dirigida al chino narcotraficante ofreciéndole ayuda legal, asistencia psicológica; que si la oficina del inmigrante; que si no se deje acusar de nada, en fin, ayudándole a que se declare vulnerable o insolvente etcétera con recursos que pagamos entre todos. ¿Y a ti que te han dicho? le pregunté. A mi no me han llamado ni siquiera por teléfono para ver cómo estoy o si necesito un vaso de agua. Y yo, no pude contestarle otra cosa que: «pues no digas que no te gusta el cerdo agridulce porque encima te acusarán por racista».    

Lo inevitable y lo evitable

          Recuerdo una asignatura de sociología, creo recordar que de tercer curso, que se llamaba «conflicto social y conducta desviada» que me llamó la atención por algunos de los conceptos y paradigmas que se manejaban. Entre ellos, uno relacionado con la criminología que defendía que, en cada sociedad y en cada momento de la historia hay, de forma inevitable, un número determinado de crímenes. Aquello me sonó como una condena, pero también como una toma de conciencia acerca de qué somos y qué podemos esperar de nosotros –los humanos– como organismo social o tribu organizada. 

          Recuerdo que se debatía sobre la historia del crimen conocido, algo tan tempranero como el leñazo que según las Santas Escrituras le metió Caín a su hermano Abel por pura envidia. Un sentimiento, por cierto, que hoy en el año 2021 d.C sigue siendo el más común entre los mortales. Después, si uno lee no solo la Biblia, sino que repasa el elenco de manifestaciones artísticas e históricas, encontrará una gigantesca derrama de sangre, odios, venganzas, crímenes abyectos y todo tipo de violencia que ninguna otra especie es capaz de superar. Por un simple motivo: porque solo los humanos sentimos envidia, odio y sentimientos similares, y solo nuestra especie mata sin necesidad de hacerlo para subsistir, sino por pura maldad.

          Esta última semana hemos asistido a varios acontecimientos de sevicia extrema, de crueldad y horrores inimaginables para una mente socializada y humanizada; para ningún ser humano que haya sentido una mínima llama de amor alguna vez. Sin embargo, y por mucho que haya que seguir esforzándose en la prevención y la mitigación de las consecuencias, debemos ser conscientes de que seguiremos asistiendo a los tremendos horrores de nuestra naturaleza humana.

          Es inevitable que, desde la perspectiva y el dogma sociológico, se produzca un cierto número de crímenes en cada sociedad, como lo es que haya un cierto número de accidentes de tráfico o de víctimas de enfermedades como el cáncer u otras patologías. Lo único que podemos hacer es luchar: tratar de minimizar los casos mediante el estudio, la prevención, la investigación, la generosidad y el esfuerzo común. Aunque sea para luchar contra lo inevitable, eso nos convierte en dioses de carne y hueso.

          Eso sí, podemos evitar lo evitable que es, además, lo más sencillo. Me refiero a evitar usar la tragedia para hacer propaganda, el dolor para generar más odio y confrontación. Evitar inventar conceptos vicarios y maniqueos para tapar una tragedia mayor no porque sea parte del remedio, sino porque es parte de la sucia solución de quienes pretenden sacar provecho del dolor ajeno. Evitar, en definitiva, que ese instinto de hiena carroñera salga a relucir de forma tan repugnante.        

El temazo

           El tema de la semana es que nada es caro, y mucho menos el recibo de la luz aunque a veces lo parezca y que, llenar la factura de tasas y recargos e incluso meterle el IVA a esos impuestos es, por así decirlo, algo normal. El temazo, por otro lado, no es el precio de la energía sino quién pone la lavadora en horario de imaginaria. A esta nueva filfa que con mano metódica nos van administrando; se han sumado los recordatorios a modo de descarga eléctrica, en las redes sociales, a quienes hacían bandera de la bajada del puntual puyazo. Sin el menor efecto en la dignidad, la vergüenza y, mucho menos, en los cargos de los interpelados.

          Desde la ventana de mi cocina se ven los lavaderos de los pisos del edificio de enfrente y, cada dia, a horas variables, veo a alguna persona sacando la ropa de la lavadora o tendiendo con alfileres la colada chorreante; a la antigua usanza. Es una visión inevitable, pues si quiero saborear un café tomando un poco de aire es como si me sentara en el cine en la tercera fila dispuesto a ver reiteradamente la misma película. La fauna vecinal que se dedica a estas labores es variopinta y variable: dependiendo de la hora a veces son unas personas y otras veces son otras. Y en las familias más extensas incluso se hace el trabajo en equipo.

           En mi casa, que no expone el lavadero públicamente, todos los que la habitamos metemos nuestras prendas necesitadas de lavado en una cesta de mimbre que, una vez llena, introducimos en la lavadora segregadas por colores para no enturbiar lo blanco. Yo soy el encargado de esperar hasta las diez de la noche para dar comienzo al festival de consumo eléctrico: a diario el lavavajillas y casi a diario, la lavadora. También me encargo habitualmente de retirar el material limpio y colocarlo en su sitio. Y una persona profesional, que viene una vez a la semana, hace la plancha.

          Me quedé sorprendido con las risitas tontunas de la ministra cuando sacó lo del temazo, para desviar la atención de aquello por lo que se le estaba preguntando –cosa que hace siempre–. Sorprendido por la chulería y la displicencia con la que tiraba de comodín para no responder al asunto del precio de la luz y de la salvajada de impuestos que incluye cada factura que nos vemos obligados a pagar. Sorprendido de que esta gente que son, en teoría, los progres del pueblo, casi lo único que han venido a hacer es enriquecerse y reírse de todos nosotros. 

          Me costó entender lo del temazo, y a pesar de que me produce bastante desazón escuchar a esta señora, acabé por entender lo que quería usar para evadirse. Por eso, esa misma tarde cuando me crucé en la escalera con la pareja del 6H, no pude resistir  la tentación de preguntarles por el temazo y para mi sorpresa se echaron a reír. Resulta que según me dijeron, tanto Teresa como Elena, ponen la una o la otra la lavadora cuando les da la gana.              

Qué ganen los buenos, que pierdan los malos

          Vaya por delante que he tomado prestado para el título de este post, el estribillo de una estupenda canción de El Arrebato, un tío simpático y flamencón que canta de maravilla. Desde que escuché por primera vez este tema le he dado muchas vueltas, a pesar de que la letra es directa y fácil de entender, al asunto de los buenos y los malos y a la cuestión de la perspectiva ética según a quién se mire o se juzgue en un momento determinado.

          Esto nos lleva de cabeza a la construcción del relato. Hasta no hace mucho los buenos eran los que ganaban una guerra. Cosa obvia, porque el relato lo construían los vencedores y, conforme se iba transmitiendo de boca en boca y de oreja en oreja, la idea quedaba fijada en el subconsciente colectivo. Por ejemplo, después de la II Guerra Mundial los aliados fueron indiscutiblemente los buenos y los nazis los malos –esto era muy obvio, además de cierto–. Lo que quizá necesitó un poco más de elaboración es que los comunistas también fueran los buenos, pero se hizo, y aún hoy en España sigue siendo incomprensiblemente legal el partido comunista. Al margen de que la UE los condenara junto con los nazis por crímenes de lesa humanidad en el S. XX hace apenas año y medio.

           Esto las izquierdas lo han manejado siempre con maestría, desde luego a un nivel muy superior a las derechas, que en este sentido parecen siempre más acomplejadas o reticentes a construir una versión de parte. Viene este asunto a colación de lo fácil que les resulta a algunos hacer un relato bipolar, cosa que consiste en arrojar a la cara del contrario la merecida basura cuando le toca, al tiempo que se consigue ocultar y soslayar la misma basura en la casa propia.

          En España uno de los partidos mayoritarios es el que acumula más casos de corrupción y de condenados de toda la historia, sin embargo si usted pregunta a cualquiera por la calle por ese partido le dirá, casi con toda seguridad, que es el otro partido el más corrupto. Sin saberlo, sin datos, a bote pronto. No crea que haber robado 800 millones de euros de los parados para drogas o prostitución afecta mucho al relato popular. Los malos son los otros.

           Este modus operandi de la construcción de la idea del bien y del mal y la ocultación llega a extremos inverosímiles en Valencia en estos días. Donde una de esas buenas buenísimas personas de la izquierda ética, moral, y poco menos que celestial, ocultó los abusos sexuales de su marido a una menor. Y lo hace además, sin haber defendido la justicia y la dignidad de todas esas niñas abusadas durante la gestión del buenismo en Baleares. En fin, uno ya no sabe si entre los malos hay alguno bueno, pero entre los buenos hay mucho malo y mucha mala y mucho hijo de puta y mucha hija de puta.    

El odio, el negro y el abrazo de la Cruz Roja

          Personalmente no me cabe duda de que los niveles de desquicie del personal ibérico están alcanzando cotas antes nunca vistas y, tocando de largo, lo que ya se encuentra a caballo entre la neurosis y la paranoia desde una perspectiva de diagnóstico sanitario. No han hecho falta chips en las vacunas ni otras artimañas de brujería, para que una gran cantidad de peña haya sucumbido a los eslóganes de la charlatanería de la peor calaña política que hemos padecido desde Fernando VII. Y que, ya puestos, hayan dado rienda suelta a esa parte majara que por genética todos y todas llevamos dentro; unos y unas mejor pastoreada que otros y otras. 

          El odio fue el instrumento reciente, y antes recurrente, de los psicópatas y las psicópatas que vaya usted a saber porqué suelen llegar al poder. Así ha sido desde donde la memoria alcanza. Un odio que a veces funciona en su finalidad aniquiladora y otras no. Como demuestra la actualidad hispana. Nos hemos sacudido una parte de los creadores y creadoras de ese odio en las urnas madrileñas hace bien poco, pero no por ello, dejamos de oír cada día la palabrita odio de forma maniquea a quienes desde posiciones democráticas no aceptan, en modo alguno, que no sean ellos y ellas los y las elegidos y elegidas. Si no son ellos o ellas, es por culpa del odio: esa es su versión de la democracia, que en ocasiones incluye a elles también. 

          Cuando yo era pequeño, a long time ago, nunca se me pasó por la cabeza que podía ser tachado de racista por llamar negro a un negro, entre otras cosas, porque haberle llamado coloreado, a todas luces, me habría situado en el lado de la estupidez. Defender que se es racista por decir negro a un negro, amarillo a un chino, o pardo a un asiático es, simplemente, una expresión típica de la gilipollez menos ilustrada. Un atributo de ceporros y ceporras incapaces de hacer, siquiera, una mínima consulta en internet sobre el signifcado de raza, cuáles son, cuántas existen y qué significan. 

          En la otra parte contratante tenemos lo más casposo y baboso de la piel de toro, algo que además de vomitivo, es la expresión de una España caduca, rancia y llena de verrugas inflamadas, de pelos de guarro en las fosas nasales y de cuernos mal llevados. Adornos regalados por algunas santas en casa, más prestas que las gallinas en cuanto salen a sacudirse los complejos para adornar las cabezas de sus ilustres maridos puteros: esos de mesa camilla, misa y crucifijos, de lavativas previas al abuso de las puteadas y de olor a naftalina.

          Solo desde una España tan extrema y fuera de sí y, sobre todo, gracias a la maldad y la sevicia de una clase política tan enferma, cara e inútil, se pueden hacer críticas febriles y filo patológicas de un gesto humanitario como el de la voluntaria de la Cruz Roja. ¡Criticar!, en vez de agradecer ese soplo de aire que nos recuerda que todos somos personas, sea cual sea el color de la piel, la raza, o el dolor y el miedo que nos atrapa en una playa a la que la corriente de la vida nos ha arrastrado en las peores condiciones imaginables. Criticar un simple gesto humanitario: dar un abrazo a un ser humano que se encuentra en una situación desesperada. Hasta ahí hemos llegado mudando nuestras pieles de serpientes.  

Conspiranoicos

          La conspiración ha formado parte de la historia de la humanidad desde que se tienen registros, ya sean históricos, levíticos o fantasiosos; formatos que a veces coinciden y otras veces no. Por ello, parece que al margen de lo muy solidarios y empáticos que las personas seamos y que, de hecho a menudo demostramos ser como conjunto o manada, también tenemos ese viejo regusto por la traición, la paranoia y las salidas de pata de banco. 

          Los nombres particulares, incluso los que son de «demonio» público no son lo más importante en este momento. Hemos asistido a dislates de todo tipo con el tema de las vacunas: desde chips insertados para dominar el mundo, a combinaciones de sustancias acarajotantes –como si hiciera falta–, pasando por presidentas de comunidades autónomas que según sus desafectos eran la encarnación de todo mal, habido y por haber. Un relato pastoreado con estrepitoso fracaso por los titiriteros de unos muñecos rotos, enfermos o socialmente liquidados. Que ahora son legión y se debaten entre la ocultación o la fuga.

          Hemos asistido a enervadas soflamas contra conspiradores de todo pelaje: de repente, una mañana nos levantamos inundados de balas amenazantes enviadas por Correos pero indetectables, de cuchillos ensangrentados y, en fin, de una sensación envuelta en la aureola Goebbeliana de las noches de los cuchillos largos. El fascismo, gritaba un lastre de un partido, nos invadía y la amenaza inminente de una vuelta a los tiempos de «arbeit macht frei», parecía inevitable.

           Pero como en otras ocasiones, la democracia se impuso de nuevo como el mejor antídoto contra los conspiranoicos y las conspiraciones de manual de hace un par de siglos. De un plumazo, y de la noche a la mañana, desaparecieron las amenazas al gobierno, las balas, los cuchillos e incluso desaparecieron los fascistas. Se fueron todos. Y el primero en hacerlo, con la cartera llena, la sonrisita en la boca y la chulería intacta, fue el que montó el teatrillo: «ahí sus quedáis.»     

          286 huérfanos deja con firma ante notario como hijos legítimos de la mamandurria ochentera a quienes la teta ya vacía no les da lo suficiente para mantener sus chalés de lujo, su vida de super talentos y sus cositas para sostener el puño en alto lleno de golosinas pagadas por todos. Quizá, ya veremos, hayamos llegado a un primer puerto en el que a los conspiranoicos ya, como siempre fue, no se les deba nada, ni siquiera la atención de escuchar o leer lo que dicen o escriben.   

Sacar la patita

          Las elecciones madrileñas ya se han celebrado, menos mal, y además la amenaza de que un cohete chino descontrolado caiga sobre la sede de Podemos en Madrid impulsado por los fascistas, por suerte, ha llegado tarde. Y el ridículo inédito de los argumentos esgrimidos por quien luego se ha visto obligado a dimitir ha quedado claro. Hasta aquí todo, más o menos, correcto y cada uno de vuelta a lo suyo. Eso pensábamos el común de los humildes votantes de esta comunidad autónoma. ¡Pero qué va!

          La izquierda de este país, tocada por esa creencia casi divina de que ellos son los buenos, hagan lo que hagan, no tiene buen perder. Nunca lo ha tenido. Y no hace falta remontarse al siglo pasado ni a las artimañas frente populistas. Basta con recordar un par de detalles. Por ejemplo, dar una rueda de prensa con tono afectado y lleno de greñas para decir una gilipollez: «alerta antifascista.» Y quedarse tan ancho. O perder el gobierno de Andalucía después de décadas de putiferios y satrapías y llamar a rodear el Congreso durante la investidura del nuevo presidente. 

          Son esos tics, esos movimientos de vientre incontrolados por los reflujos de la bilis los que delatan al rojeras de pura cepa cuando la ciudadanía, en un país libre y democrático ejerciendo su derecho al voto, le da la espalda. Es entonces cuando sacan la patita y asoman la pezuñita por debajo de la puerta. Esa garra de pollo sectaria y totalitaria que, con escaso éxito, tratan de ocultar antes de las elecciones con el calcetín de las mentiras. 

          En estos comicios lo han intentado todo: la fusilería mediática sin descanso, el acoso a las candidatas de derechas, el insulto, la falacia, las mentiras, los bulos, las balas, Correos, el mamporrero de Tezanos haciendo el ridículo más espantoso que se ha visto en el ámbito de la demoscopia. Todo. Pero Madrid les ha dado una bofetada electoral cuya onda expansiva ha llegado a Japón. Y mira que está lejos Japón, como decían los inolvidables «No me pises que llevo chanclas».

          Algo así es inaudito para un socialista o un comunista de pata negra. Y no encuentran otra explicación posible que las lindezas que nos han dedicado. Al margen de que todos somos fascistas, cosa que ya habíamos asumido, ahora sabemos más sobre nosotros mismos. A saber: que si eres mileurista y no les votas a ellos eres gilipollas dice Monedero Einstein, que además poco se puede esperar de los tabernarios come berberechos, y que según la lumbreras Calvo hemos entonado la palabra libertad por una simple razón: estamos preparando los hornos crematorios modelo nazi a las afueras de Coslada. 

          Sería para echarse unas carcajadas con los desvaríos y desvarías de ese lenguaje inclusivo que los franceses acaban de prohibir en los colegios si, claro está, no fuera por el hecho de que estos desatinos propiciados por los bocadillos de Diazepam, la mala baba y el escaso espíritu deportivo ante las derrotas, no viniera de quienes nos gobiernan y manejan nuestros recursos decidiendo, de momento y por poco tiempo, nuestro futuro.    

            

Ensayo sobre la ceguera

           José Saramago publicó en 1995 la novela «Ensayo sobre la ceguera»; para mí una de sus mejores obras. No les daré detalles de la trama, por si piensan leerla, más allá de que transcurre durante una supuesta pandemia. Pero sí diré que muchos de los efectos colaterales, tanto en lo personal como en lo social, que se describen en la obra son observables también en nuestros días.

           Con cierta frecuencia, como supongo les ocurre a ustedes, hablo con personas que piensan distinto a mí en relación con la situación de la pandemia, la gestión que se está realizando y, como algo inevitable, se habla también de la situación política que atraviesa el país. De la crispación, la polarización o el desvío no sé si irrecuperable de la manipulación en los medios de comunicación y, en particular, de la televisión.   

          Y la conclusión a la que llego a menudo es que tenemos razones para ser pesimistas. Es complicado mantener una conversación cuando la otra persona tiene fijadas apriorísticamente todas las defensas posibles, los contraargumentos y contraataques y, por alguna razón que no termino de entender, presenta una ceguera casi absoluta frente a los desmanes de quienes militan en el partido por el que se declaran seguidores o votantes.

          Los más cafeteros me dirán que la ideología es lo primero. Y que da lo mismo si el tipo que gobierna tiene tendencia al pucherazo, a montar urnas detrás de las cortinas y cosas por el estilo. A enchufar a ejércitos de amiguetes, a meterle la mano en el bolsillo para pagarles. O si lo sostiene quien asegura querer pegar a una periodista hasta sangrar, roba tarjetas de móviles de las queridas o envía a sus escoltas como matones infiltrados a reventar manifestaciones de los opositores. Nada de eso se ve, o si se ve, es mentira o hay una explicación que casi siempre es la misma: es un bulo. 

          No es fácil comprender la mecánica por la que una mente, en principio, racional y sin trastorno aparente, puede obcecarse hasta el suicidio como si una enfermedad autoinmune le afectara solo a la capacidad de discernimiento. Supongo, que debe tratarse de la sobreexposición a una realidad que a uno no le gusta y lo fácil que es aferrarse a los argumentos populistas, sean del signo que sean.

La no feria

          El año pasado, poco antes del verano y después de que terminaran los primeros estados de alarma que limitaban todo movimiento, tuve la oportunidad de ir a Sevilla. La ciudad había visto pasar una primavera sin fiestas mayores: la Semana Santa y la Feria de abril, y se preparaba para un verano de sequía en todos los sentidos. El económico, en lo laboral y en el emocional. Y por si fuera poco, asistía cada día a un nuevo recuento de víctimas de la pandemia, de la inoperancia y de la pésima gestión del gobierno. 

          Ya por entonces, había muchas persianas bajadas de tiendas y pequeños comercios de todo tipo y condición, hostelería cerrada, calles medio vacías y taxistas vagando por las esquinas en busca, al menos, de un par de carreras para llenar el depósito de gasoil y no volver a casa sin unos euros para poder hacer la cola en el Mercadona. Todos no lo consiguieron, y fueron otras las filas que se vieron obligados a soportar para poder comer. 

          La gente se daba ánimos con ese mantra de la factoría del engaño: cuando llegue «la nueva normalidad», se escuchaba decir a muchos que lo usaban sin saber muy bien qué significado podía tener ese eslogan huérfano de contenido. Incluidos unos cientos de miles en ERTE que el SEPE no era capaz de atender y que aún siguen sin cobrar, ciudadanos que veían como los responsables políticos se la pegaban gorda en verano y se sacudían las responsabilidades por las muertes. Gente absolutamente indignada que tenía que escuchar en las noticias que el gobierno todo lo hacía bien y que nunca se equivocaba. Y que lo importante era mudar a Franco de sepultura, acabar con el fascismo en España –estamos en el S. XXI, así que es como de coña–, expropiar la riqueza nacional y ponerla al servicio de los sátrapas, ocupar las viviendas de tu vecino y otras lindezas. Desatinos vertidos por un tipo que dejaba morir a miles de ancianos en las residencias de toda España; sin empatía, sin importarle nada, sin piedad.

           Esta semana he vuelto por Sevilla y la situación es muy parecida un año después. Este año también ha llegado la primavera sin fiestas mayores, y ese quizá sea un síntoma de que el mantra de la «nueva normalidad», en realidad, se refería a una vida diferente a la que habíamos conocido hasta ahora. Es cierto que en algunos países parecen haber logrado retroceder dos años y vivir sin mascarillas, sin distancias y disfrutando de actos masivos en deportes o actividades culturales. Algo han hecho bien, eso parece claro.

           No dudo que seamos capaces de hacer lo mismo, pero no con esta gente: los creadores de odio, de la mentira, de la manipulación, de la construcción del relato guerracivilista apestoso y antiguo. Con estos revolucionarios de pacotilla de patio de colegio, de alborotadores de calles que luego corren como ratas a esconderse, a afeitarse la cabeza o a parapetarse detrás de los guardias civiles. No con esta gente. El 4 de mayo hay que dar el primer paso para hacerlos desaparecer de nuestra política e instituciones. En las urnas, y olvidarnos de esta pandemia política también, por mucha correspondencia que se envíen a sí mismos para seguir provocado odio entre los españoles.      

1800 supervivientes

          Imaginen una mañana cualquiera en un pequeño pueblo de León, de Galicia o de Burgos por citar algunas localizaciones reales de esta historia. Nuestro personaje abre los ojos poco a poco, con el alba. El gallo empezó a saludar un poco antes, al clarear. Su preaviso lo acompaña cada día como una premonición de la luz que asoma por el horizonte. Poco después, son los pájaros con su alboroto de gorjeos quienes saludan y, como si la naturaleza prendiera un horno de esencias, se esparcen los aromas a tierra mojada; a pinares; a lavanda; a romero y a tomillo ayudando a devolver a la vida a nuestro amigo.

          Abre el viejo postigo de madera de la habitación y respira hondo. Mira a derecha e izquierda; conoce cada casa de la calle como la palma de su mano. Y las que hay en la calle de atrás y en la pequeña plaza del pueblo; en total unas veinte viviendas. Casi todas con muros de piedra de un metro de grosor y vigas de maderas cansadas pero resistentes, que soportan la soledad y el paso del tiempo con mucha dignidad. 

          La ducha con el agua del riachuelo que acompaña uno de los márgenes del pueblo: en verano fresquita y en invierno calentando el cubo de aluminio junto a la lumbre de leña. Aún queda algo de pan del amasado hace un par de días, y un trozo de chorizo, por suerte la provisión de aceitunas aliñadas también sigue aguantando. Mientras repone fuerzas no hay televisión que ver, nadie lo llama porque tampoco hay cobertura de redes digitales pero, eso sí, de vez en cuando aparece ese gato moteado que ha decidido merodear por el pueblo en busca de quién sabe qué.

          Allí no hay nada y hay de todo, solo es una cuestión de perspectiva, de enfoque de vida. No es fácil imaginar las dotes y habilidades de superviviente que tiene nuestro protagonista. Pero no dudo que ganaría cualquier programa enlatado de la tele donde unos famosillos salen bronceados y muy atareados con hacer fuego en la playa.

         En España hay 1800 pueblos y zonas rurales en los que solo hay un habitante, un último superviviente. En total, 1800 robinsones resistiendo para que, al menos, haya un testigo de esos maravillosos amaneceres que un día decidimos olvidar.