El odio, el negro y el abrazo de la Cruz Roja

          Personalmente no me cabe duda de que los niveles de desquicie del personal ibérico están alcanzando cotas antes nunca vistas y, tocando de largo, lo que ya se encuentra a caballo entre la neurosis y la paranoia desde una perspectiva de diagnóstico sanitario. No han hecho falta chips en las vacunas ni otras artimañas de brujería, para que una gran cantidad de peña haya sucumbido a los eslóganes de la charlatanería de la peor calaña política que hemos padecido desde Fernando VII. Y que, ya puestos, hayan dado rienda suelta a esa parte majara que por genética todos y todas llevamos dentro; unos y unas mejor pastoreada que otros y otras. 

          El odio fue el instrumento reciente, y antes recurrente, de los psicópatas y las psicópatas que vaya usted a saber porqué suelen llegar al poder. Así ha sido desde donde la memoria alcanza. Un odio que a veces funciona en su finalidad aniquiladora y otras no. Como demuestra la actualidad hispana. Nos hemos sacudido una parte de los creadores y creadoras de ese odio en las urnas madrileñas hace bien poco, pero no por ello, dejamos de oír cada día la palabrita odio de forma maniquea a quienes desde posiciones democráticas no aceptan, en modo alguno, que no sean ellos y ellas los y las elegidos y elegidas. Si no son ellos o ellas, es por culpa del odio: esa es su versión de la democracia, que en ocasiones incluye a elles también. 

          Cuando yo era pequeño, a long time ago, nunca se me pasó por la cabeza que podía ser tachado de racista por llamar negro a un negro, entre otras cosas, porque haberle llamado coloreado, a todas luces, me habría situado en el lado de la estupidez. Defender que se es racista por decir negro a un negro, amarillo a un chino, o pardo a un asiático es, simplemente, una expresión típica de la gilipollez menos ilustrada. Un atributo de ceporros y ceporras incapaces de hacer, siquiera, una mínima consulta en internet sobre el signifcado de raza, cuáles son, cuántas existen y qué significan. 

          En la otra parte contratante tenemos lo más casposo y baboso de la piel de toro, algo que además de vomitivo, es la expresión de una España caduca, rancia y llena de verrugas inflamadas, de pelos de guarro en las fosas nasales y de cuernos mal llevados. Adornos regalados por algunas santas en casa, más prestas que las gallinas en cuanto salen a sacudirse los complejos para adornar las cabezas de sus ilustres maridos puteros: esos de mesa camilla, misa y crucifijos, de lavativas previas al abuso de las puteadas y de olor a naftalina.

          Solo desde una España tan extrema y fuera de sí y, sobre todo, gracias a la maldad y la sevicia de una clase política tan enferma, cara e inútil, se pueden hacer críticas febriles y filo patológicas de un gesto humanitario como el de la voluntaria de la Cruz Roja. ¡Criticar!, en vez de agradecer ese soplo de aire que nos recuerda que todos somos personas, sea cual sea el color de la piel, la raza, o el dolor y el miedo que nos atrapa en una playa a la que la corriente de la vida nos ha arrastrado en las peores condiciones imaginables. Criticar un simple gesto humanitario: dar un abrazo a un ser humano que se encuentra en una situación desesperada. Hasta ahí hemos llegado mudando nuestras pieles de serpientes.  

Conspiranoicos

          La conspiración ha formado parte de la historia de la humanidad desde que se tienen registros, ya sean históricos, levíticos o fantasiosos; formatos que a veces coinciden y otras veces no. Por ello, parece que al margen de lo muy solidarios y empáticos que las personas seamos y que, de hecho a menudo demostramos ser como conjunto o manada, también tenemos ese viejo regusto por la traición, la paranoia y las salidas de pata de banco. 

          Los nombres particulares, incluso los que son de «demonio» público no son lo más importante en este momento. Hemos asistido a dislates de todo tipo con el tema de las vacunas: desde chips insertados para dominar el mundo, a combinaciones de sustancias acarajotantes –como si hiciera falta–, pasando por presidentas de comunidades autónomas que según sus desafectos eran la encarnación de todo mal, habido y por haber. Un relato pastoreado con estrepitoso fracaso por los titiriteros de unos muñecos rotos, enfermos o socialmente liquidados. Que ahora son legión y se debaten entre la ocultación o la fuga.

          Hemos asistido a enervadas soflamas contra conspiradores de todo pelaje: de repente, una mañana nos levantamos inundados de balas amenazantes enviadas por Correos pero indetectables, de cuchillos ensangrentados y, en fin, de una sensación envuelta en la aureola Goebbeliana de las noches de los cuchillos largos. El fascismo, gritaba un lastre de un partido, nos invadía y la amenaza inminente de una vuelta a los tiempos de «arbeit macht frei», parecía inevitable.

           Pero como en otras ocasiones, la democracia se impuso de nuevo como el mejor antídoto contra los conspiranoicos y las conspiraciones de manual de hace un par de siglos. De un plumazo, y de la noche a la mañana, desaparecieron las amenazas al gobierno, las balas, los cuchillos e incluso desaparecieron los fascistas. Se fueron todos. Y el primero en hacerlo, con la cartera llena, la sonrisita en la boca y la chulería intacta, fue el que montó el teatrillo: «ahí sus quedáis.»     

          286 huérfanos deja con firma ante notario como hijos legítimos de la mamandurria ochentera a quienes la teta ya vacía no les da lo suficiente para mantener sus chalés de lujo, su vida de super talentos y sus cositas para sostener el puño en alto lleno de golosinas pagadas por todos. Quizá, ya veremos, hayamos llegado a un primer puerto en el que a los conspiranoicos ya, como siempre fue, no se les deba nada, ni siquiera la atención de escuchar o leer lo que dicen o escriben.   

Sacar la patita

          Las elecciones madrileñas ya se han celebrado, menos mal, y además la amenaza de que un cohete chino descontrolado caiga sobre la sede de Podemos en Madrid impulsado por los fascistas, por suerte, ha llegado tarde. Y el ridículo inédito de los argumentos esgrimidos por quien luego se ha visto obligado a dimitir ha quedado claro. Hasta aquí todo, más o menos, correcto y cada uno de vuelta a lo suyo. Eso pensábamos el común de los humildes votantes de esta comunidad autónoma. ¡Pero qué va!

          La izquierda de este país, tocada por esa creencia casi divina de que ellos son los buenos, hagan lo que hagan, no tiene buen perder. Nunca lo ha tenido. Y no hace falta remontarse al siglo pasado ni a las artimañas frente populistas. Basta con recordar un par de detalles. Por ejemplo, dar una rueda de prensa con tono afectado y lleno de greñas para decir una gilipollez: «alerta antifascista.» Y quedarse tan ancho. O perder el gobierno de Andalucía después de décadas de putiferios y satrapías y llamar a rodear el Congreso durante la investidura del nuevo presidente. 

          Son esos tics, esos movimientos de vientre incontrolados por los reflujos de la bilis los que delatan al rojeras de pura cepa cuando la ciudadanía, en un país libre y democrático ejerciendo su derecho al voto, le da la espalda. Es entonces cuando sacan la patita y asoman la pezuñita por debajo de la puerta. Esa garra de pollo sectaria y totalitaria que, con escaso éxito, tratan de ocultar antes de las elecciones con el calcetín de las mentiras. 

          En estos comicios lo han intentado todo: la fusilería mediática sin descanso, el acoso a las candidatas de derechas, el insulto, la falacia, las mentiras, los bulos, las balas, Correos, el mamporrero de Tezanos haciendo el ridículo más espantoso que se ha visto en el ámbito de la demoscopia. Todo. Pero Madrid les ha dado una bofetada electoral cuya onda expansiva ha llegado a Japón. Y mira que está lejos Japón, como decían los inolvidables «No me pises que llevo chanclas».

          Algo así es inaudito para un socialista o un comunista de pata negra. Y no encuentran otra explicación posible que las lindezas que nos han dedicado. Al margen de que todos somos fascistas, cosa que ya habíamos asumido, ahora sabemos más sobre nosotros mismos. A saber: que si eres mileurista y no les votas a ellos eres gilipollas dice Monedero Einstein, que además poco se puede esperar de los tabernarios come berberechos, y que según la lumbreras Calvo hemos entonado la palabra libertad por una simple razón: estamos preparando los hornos crematorios modelo nazi a las afueras de Coslada. 

          Sería para echarse unas carcajadas con los desvaríos y desvarías de ese lenguaje inclusivo que los franceses acaban de prohibir en los colegios si, claro está, no fuera por el hecho de que estos desatinos propiciados por los bocadillos de Diazepam, la mala baba y el escaso espíritu deportivo ante las derrotas, no viniera de quienes nos gobiernan y manejan nuestros recursos decidiendo, de momento y por poco tiempo, nuestro futuro.    

            

Ensayo sobre la ceguera

           José Saramago publicó en 1995 la novela «Ensayo sobre la ceguera»; para mí una de sus mejores obras. No les daré detalles de la trama, por si piensan leerla, más allá de que transcurre durante una supuesta pandemia. Pero sí diré que muchos de los efectos colaterales, tanto en lo personal como en lo social, que se describen en la obra son observables también en nuestros días.

           Con cierta frecuencia, como supongo les ocurre a ustedes, hablo con personas que piensan distinto a mí en relación con la situación de la pandemia, la gestión que se está realizando y, como algo inevitable, se habla también de la situación política que atraviesa el país. De la crispación, la polarización o el desvío no sé si irrecuperable de la manipulación en los medios de comunicación y, en particular, de la televisión.   

          Y la conclusión a la que llego a menudo es que tenemos razones para ser pesimistas. Es complicado mantener una conversación cuando la otra persona tiene fijadas apriorísticamente todas las defensas posibles, los contraargumentos y contraataques y, por alguna razón que no termino de entender, presenta una ceguera casi absoluta frente a los desmanes de quienes militan en el partido por el que se declaran seguidores o votantes.

          Los más cafeteros me dirán que la ideología es lo primero. Y que da lo mismo si el tipo que gobierna tiene tendencia al pucherazo, a montar urnas detrás de las cortinas y cosas por el estilo. A enchufar a ejércitos de amiguetes, a meterle la mano en el bolsillo para pagarles. O si lo sostiene quien asegura querer pegar a una periodista hasta sangrar, roba tarjetas de móviles de las queridas o envía a sus escoltas como matones infiltrados a reventar manifestaciones de los opositores. Nada de eso se ve, o si se ve, es mentira o hay una explicación que casi siempre es la misma: es un bulo. 

          No es fácil comprender la mecánica por la que una mente, en principio, racional y sin trastorno aparente, puede obcecarse hasta el suicidio como si una enfermedad autoinmune le afectara solo a la capacidad de discernimiento. Supongo, que debe tratarse de la sobreexposición a una realidad que a uno no le gusta y lo fácil que es aferrarse a los argumentos populistas, sean del signo que sean.

La no feria

          El año pasado, poco antes del verano y después de que terminaran los primeros estados de alarma que limitaban todo movimiento, tuve la oportunidad de ir a Sevilla. La ciudad había visto pasar una primavera sin fiestas mayores: la Semana Santa y la Feria de abril, y se preparaba para un verano de sequía en todos los sentidos. El económico, en lo laboral y en el emocional. Y por si fuera poco, asistía cada día a un nuevo recuento de víctimas de la pandemia, de la inoperancia y de la pésima gestión del gobierno. 

          Ya por entonces, había muchas persianas bajadas de tiendas y pequeños comercios de todo tipo y condición, hostelería cerrada, calles medio vacías y taxistas vagando por las esquinas en busca, al menos, de un par de carreras para llenar el depósito de gasoil y no volver a casa sin unos euros para poder hacer la cola en el Mercadona. Todos no lo consiguieron, y fueron otras las filas que se vieron obligados a soportar para poder comer. 

          La gente se daba ánimos con ese mantra de la factoría del engaño: cuando llegue «la nueva normalidad», se escuchaba decir a muchos que lo usaban sin saber muy bien qué significado podía tener ese eslogan huérfano de contenido. Incluidos unos cientos de miles en ERTE que el SEPE no era capaz de atender y que aún siguen sin cobrar, ciudadanos que veían como los responsables políticos se la pegaban gorda en verano y se sacudían las responsabilidades por las muertes. Gente absolutamente indignada que tenía que escuchar en las noticias que el gobierno todo lo hacía bien y que nunca se equivocaba. Y que lo importante era mudar a Franco de sepultura, acabar con el fascismo en España –estamos en el S. XXI, así que es como de coña–, expropiar la riqueza nacional y ponerla al servicio de los sátrapas, ocupar las viviendas de tu vecino y otras lindezas. Desatinos vertidos por un tipo que dejaba morir a miles de ancianos en las residencias de toda España; sin empatía, sin importarle nada, sin piedad.

           Esta semana he vuelto por Sevilla y la situación es muy parecida un año después. Este año también ha llegado la primavera sin fiestas mayores, y ese quizá sea un síntoma de que el mantra de la «nueva normalidad», en realidad, se refería a una vida diferente a la que habíamos conocido hasta ahora. Es cierto que en algunos países parecen haber logrado retroceder dos años y vivir sin mascarillas, sin distancias y disfrutando de actos masivos en deportes o actividades culturales. Algo han hecho bien, eso parece claro.

           No dudo que seamos capaces de hacer lo mismo, pero no con esta gente: los creadores de odio, de la mentira, de la manipulación, de la construcción del relato guerracivilista apestoso y antiguo. Con estos revolucionarios de pacotilla de patio de colegio, de alborotadores de calles que luego corren como ratas a esconderse, a afeitarse la cabeza o a parapetarse detrás de los guardias civiles. No con esta gente. El 4 de mayo hay que dar el primer paso para hacerlos desaparecer de nuestra política e instituciones. En las urnas, y olvidarnos de esta pandemia política también, por mucha correspondencia que se envíen a sí mismos para seguir provocado odio entre los españoles.      

1800 supervivientes

          Imaginen una mañana cualquiera en un pequeño pueblo de León, de Galicia o de Burgos por citar algunas localizaciones reales de esta historia. Nuestro personaje abre los ojos poco a poco, con el alba. El gallo empezó a saludar un poco antes, al clarear. Su preaviso lo acompaña cada día como una premonición de la luz que asoma por el horizonte. Poco después, son los pájaros con su alboroto de gorjeos quienes saludan y, como si la naturaleza prendiera un horno de esencias, se esparcen los aromas a tierra mojada; a pinares; a lavanda; a romero y a tomillo ayudando a devolver a la vida a nuestro amigo.

          Abre el viejo postigo de madera de la habitación y respira hondo. Mira a derecha e izquierda; conoce cada casa de la calle como la palma de su mano. Y las que hay en la calle de atrás y en la pequeña plaza del pueblo; en total unas veinte viviendas. Casi todas con muros de piedra de un metro de grosor y vigas de maderas cansadas pero resistentes, que soportan la soledad y el paso del tiempo con mucha dignidad. 

          La ducha con el agua del riachuelo que acompaña uno de los márgenes del pueblo: en verano fresquita y en invierno calentando el cubo de aluminio junto a la lumbre de leña. Aún queda algo de pan del amasado hace un par de días, y un trozo de chorizo, por suerte la provisión de aceitunas aliñadas también sigue aguantando. Mientras repone fuerzas no hay televisión que ver, nadie lo llama porque tampoco hay cobertura de redes digitales pero, eso sí, de vez en cuando aparece ese gato moteado que ha decidido merodear por el pueblo en busca de quién sabe qué.

          Allí no hay nada y hay de todo, solo es una cuestión de perspectiva, de enfoque de vida. No es fácil imaginar las dotes y habilidades de superviviente que tiene nuestro protagonista. Pero no dudo que ganaría cualquier programa enlatado de la tele donde unos famosillos salen bronceados y muy atareados con hacer fuego en la playa.

         En España hay 1800 pueblos y zonas rurales en los que solo hay un habitante, un último superviviente. En total, 1800 robinsones resistiendo para que, al menos, haya un testigo de esos maravillosos amaneceres que un día decidimos olvidar.           

Ignorantes e inhumanos

          Casi todo el mundo ha oído mencionar en alguna ocasión la siguiente frase: «La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento». Es el conocido artículo 6, apartado 1º, capítulo III del Código Civil español. Y esto es así, no porque cada persona deba leer o conocer las más de cien mil leyes escritas en un millón de folios que poseemos para regular nuestra convivencia, sino porque no saber no nos servirá de excusa para eludir la acción de la ley llegado el caso.

          Sin embargo, hay algunos recursos que nos liberan de la necesidad de conocer tantos códigos, apartados y normas como nos imponen sin que en la gran mayoría de los casos jamás lleguemos a conocer su existencia, entre ellas: el sentido común, que como también el lector habrá oído es el menos común de todos los sentidos, la educación y la empatía. 

          Hace unos días despertamos con la desgraciada noticia de que alguien circulando en un patinete con imprudencia por una acera había atropellado a Pilar, una señora de unos 70 años. Y que lejos de ayudarla la dejó allí tirada en el suelo. La mujer falleció unos días después a causa de los traumatismos sufridos. El presunto homicida se dio a la fuga. Sin importarle de quién era madre, abuela, o esposa. Algo que tantas veces hemos visto hacer a conductores después de matar a uno o a varios ciclistas en la carretera. 

          Hace meses, antes incluso de la pandemia. En un paso de peatones me vi obligado a frenar bruscamente ante la aparición de varias bicicletas: una mujer, dos niñas y un hombre. Alerté al hombre de que debían bajarse de la bicicleta por su seguridad, y para que las menores aprendieran seguridad vial y no se pusieran en riesgo. El energúmeno simplemente me insultó: hijo de puta, me dijo. Y siguieron todos en su cómodo paseo en bici.

          Supongo que aquel tipejo, que debe seguir viviendo tranquilamente en Paracuellos de Jarama, es el mismo desalmado capaz de dejar a un ciclista moribundo en la cuneta; sus hijas mañana dejarán morir a otra Pilar en la acera si la atropellan con un patín y, además, vivirán en su confortable ignorancia creyendo que la razón está de su parte. Y que si la próxima vez, por desgracia, el coche les pasa por encima en un paso de peatones querrán tener la razón.

          Son los peligros de vivir en la ignorancia siendo un patán y un desalmado.  

Ese día: el #8M

          Vuelve a ser mañana, pero mañana no será ese día que había sido en años anteriores desde el regreso de la democracia a nuestro país. Una fecha que, hasta el fatídico 2020, venía siendo incluso con sus manipulaciones partidistas, una ocasión para reclamar los derechos y la igualdad de las mujeres -todas las mujeres, y esto ya es raro tener que resaltarlo– en la sociedad internacional y, como es lógico, también en nuestro país.

          Como el lector informado sabe, los orígenes de este día se remontan a la primera década del siglo XX en Estados Unidos. Un fatídico 8 de marzo en el que más de un centenar de mujeres perdieron la vida por el simple hecho de manifestarse para pedir igualdad y derechos laborales. Mucho ha llovido desde entonces y, sin lugar a dudas, gracias a aquellas primeras mártires del movimiento #8M generaciones posteriores de trabajadoras vieron mejoradas sus condiciones de vida y trabajo.

          En España, las primeras manifestaciones del 8 de marzo se producen en 1936, tras la victoria en las elecciones del Frente Popular. Un contexto muy diferente al actual, tanto en nuestro país como en una Europa de fascismos y comunismos; los dos bloques totalitarios condenados en 2019 por la UE por haber cometidos crímenes contra la Humanidad. En aquel intento de sovietizar el país se perdieron muchas oportunidades, faltó visión en favor de la mujer, sobró ideología radical y sectarismo y se acabó en tragedia. 

          Uno repasa las declaraciones del año pasado de algunas ministras socialistas y comunistas, vuelve a ver las imágenes en las que se insultaba, escupía y humillaba a las mujeres de algunos partidos políticos, las declaraciones de los carroñeros mediáticos animando a asistir a la manifestación a pesar de lo que ya se sabía, e inevitablemente tiene ese inconfundible pálpito de rancio sectarismo frente populista.

          El 8M está manchado por quienes más dicen defenderlo. Seguirá siendo un día dedicado a la noble causa de la libertad y los derechos de las mujeres. Pero aquí, entre nosotros y nosotras, sabemos varias cosas más: que ese día se utiliza para enfrentar incluso a unas mujeres con otras, que lo que se defiende desde la ideología es el odio y el frentismo y que en el 2020, en un acto de locura radical quizá se provocaron 23.000 muertes más -según estimaciones–, de las que habría provocado la pandemia por sí sola. De esas muertes, 11.500 debieron ser mujeres: muchas más que las mártires de 1910. 

                  

California de Europa

          Cada 28 de febrero se celebra el día de Andalucía, la tierra que Alfonso Guerra pronosticaba que se convertiría en la California de Europa allá por la década de los ochenta. Ya sabemos que la política es una amalgama de eslóganes llamativos, intereses variopintos y más un desiderátum que un conjunto de hechos y realidades. Y no es menos cierto, que gozar de la confianza absolutamente mayoritaria de la población durante década y media abría todo un abanico de posibilidades.

          Es innegable el desarrollo que se ha conseguido en los últimos cuarenta años en esta tierra, como lo es el hecho de que Andalucía gozó de inversiones faraónicas durante la etapa socialista hasta la Exposición Universal de Sevilla de 1992. También se hicieron en Barcelona con motivo de las Olimpiadas de ese mismo verano; conviene recordarlo porque en ocasiones pasa desapercibida esta coincidencia.

          La llegada del Ave en abril de aquel año ayudó a vertebrar el país y puso en contacto directo la ciudad de Sevilla con la capital. Mucho se ha debatido si empezar por aquí o por allí habría sido mejor, más lógico etc. El hecho cierto es que, desde su inauguración, El Ave es un éxito incontestable. Hoy, 29 años después, la red de alta velocidad en toda España es de las más extensas de toda Europa.

          Para mí, el sueño de una California del sur de Europa debió haberse construido a través de un proyecto internacional de la mano de nuestros vecinos portugueses e incluyendo el sur de ese país. Una franja transversal desde el Cabo de Gata hasta Cabo San Vicente. Un proyecto de esas características, en un momento en el que la alegría de los fondos FEDER daba mucho juego, quizá habría gozado de las simpatías de la Comisión Europea. Puede que a la visión de Alfonso Guerra le faltara altura de miras.

          Pandemias aparte, las necesidades y carencias de Andalucía en materia de empleo o desarrollo industrial se parecen a aquellas de hace cuarenta años, quizá con un repaso de chapa y pintura, pero a todas luces insuficiente para lo que la mayoría habríamos deseado. Hay que seguir trabajando con generosidad, desde las instituciones públicas y los ámbitos privados. Somos los andaluces quienes debemos apostar por nuestra tierra, defenderla y hacerla crecer en este tiempo tan deshermanado en el conjunto del país.

          Y, sobre todo, hoy es día de celebrarlo. Feliz día de Andalucía.  

¿Plan, qué plan?

          Hace alrededor de tres décadas un político sevillano puso de moda aquella frase que decía: ¿Juez, qué juez?, aunque sonaba más o menos como «jué qué jué? Eran los tiempos de los despachos extraoficiales donde, al más puro estilo cacique de pueblo, el hermano del señorito recibía aduladores, medradores, conseguidores, buscavidas y, hay quién asegura, que no todas las profesiones eran ejercidas por hombres. 

          Unos años después, en el fondo norte, donde el tres por ciento se convirtió en un estilo de vida, o en una divisa y seña de identidad, otro político hizo célebre la frase: ¿Qué coño es eso de la UDEF? Y, ciertamente, el individuo vivía tan ajeno a la realidad que le parecía imposible que existiera alguien o algo que desafiara el lucrativo modus operandi. Una vida regalada para que unos hijos bien adiestrados se hicieran ricos a lo Rockfeller con dinero de los impuestos de todos. 

          Cada vez que oígo la monserga esa de «somos servidores públicos», siento una irreprimible náusea. Un asco que me viene de imaginar a ese malogrado botarate yendo a las cercanas Tres Mil Viviendas a comprar papelinas de cocaína para luego consumirlas con su jefe, su cubata y su paquete de Marlboro con las señoritas del Don Angelo. Allí, como un reyezuelo analfabeto, contemplando por la ventana el Benito Villamarín, mientras los parados de Andalucía caían en la desesperanza y la pobreza. A la misma hora, un tal Bárcenas, más fino y pulcro que el andaluz, amasaba millones robados a los españoles y los escondía en Suiza. La lista es interminable.

           El plan siempre ha sido el mismo: robar y enriquecerse. Punto. De los partidos que vinieron a regenerar España, lo mejor que puede decirse es que se acercan más al estatus de banda mafiosa que de partido. Que han llegado, tras engañar a unos y otros, con verdadera voracidad por colocar a los suyos, a sus familias, mujeres o amantes, amigos, y en apresurarse en vivir con todo lujo comunista de detalles: chaletazos, criadas, seguridad pública, aviones para ir a conciertos, repartir títulos de catedrática a la parienta, y eso sí: todos ellos con sueldazos de vértigo. Mientras amenazan con que no se podrán pagar las pensiones, hunden las esperanzas de las nuevas generaciones y demuestran su inoperancia durante la pandemia. 

          Dicen que las graves revueltas que se están produciendo estos días es porque han encerrado a un tipo con claros ramalazos de psicópata en lo que dice. Pero yo creo que no se trata de eso: se trata de que la gente se ha dado cuenta de que el plan para España es que no hay plan. Que ahora tenemos el riesgo de que, simplemente, una nueva banda de bucaneros alienten la violencia para mantener entretenida la rabia y la frustración; y ante el desastre económico fomentar las revueltas para que seamos cada vez más caribeños, mientras ellos continúan con sus orgías a costa de todos nosotros.