Visible e invisible

          Visible o invisible, de eso va el libro que acabo de terminar. Es corto, se lee en una tarde. Lo escribe un periodista conocido en los medios de comunicación. El objetivo del «ensayo» es, según mi entendimiento, decir a los autores o creadores de contenidos que quienes mandan en este mundo son los periodistas. Este objetivo parte de una razón y una premisa: la razón es que ellos son los que mandan, la premisa que si no te sabes dirigir a ellos eres un ceporro. Por ejemplo, si envías un email y te permites unas líneas iniciales de saludo cortés es porque eres gilipollas y les haces perder el tiempo. 

         Yo a menudo pienso lo mismo de mi vecina del quinto. Algunas mañanas se sube al ascensor y me saluda con simpatía, me sonríe y me desea los buenos días. Estoy seguro de que es un tiempo perdido utilizado innecesariamente en los preliminares, y que por ello nunca se consuma la aventura durante el trayecto que, de eso no estoy muy seguro, ella piensa cada día.

          Desde que me dio por escribir e intentar hacerme hueco en el mundo de las letras, solo he encontrado gente que manda. Me refiero a individuos que no escriben ni crean contenidos, pero son los que mandan en el business. Tenemos a los editores, por supuesto, sin ellos nada que hacer. Pero hay que añadir a los libreros, correctores, diseñadores, marquetinianos, distribuidores y, por si fuera poco, los periodistas. Ellos deciden, antes eran los críticos a sueldo, quién es bueno, malo, o qué se da a conocer y qué no.  

          Esto no es nuevo. En el mundo de la música, por ejemplo, ha ocurrido siempre. Cuando el autor llega al plato de lentejas es porque ya ha dado de comer jamón de bellota y langostinos a un número de «gente necesaria» equivalente a cinco legiones romanas. Y si el creador de contenidos quiere jamón y langostinos tendrá que pescar 1 por cada 10 o cortar 10 lonchas para comer 1 y repartir las otras 9. Esto, antes de que Hacienda se arrime al pastel.

          Crear cosas: novelas, poemas, pinturas, estas cosas tradicionales que se comen una parte de nuestras vidas muy considerable, es de tontos y tontas. Por lo general lo hacemos palmando pasta, y cuando en alguna ocasión suena la flauta se sienta a la mesa hasta el Sursuncorda y ya, para colmo, que se llegue el periodista y te diga que además de tonto, te toca pagar la cuenta. 

                   

El globo chino

          El globo chino ha sido esta semana otra de esas novedades con las que nuestra capacidad de sorpresa, ya anestesiada por saturación, ha lidiado en cada telediario. Hemos oído de todo: desde que se ha desviado por los vientos del sol naciente hasta Carolina del Norte en USA, a otras razones más pintorescas y descabelladas. Aunque no tanto como la que voy a aventurarles en este breve artículo, o quizá sea más probable de lo que parece.

          Nos quieren hacer creer que los ingenios y artificios del este se sienten atraídos por el olor de las hamburguesas y el pollo frito del oeste. Cosa que no es de extrañar según lo que venden en los mercados chinos como alimentos. ¿Quién no se montaría, como Willy Fox, en un globo para cambiar el pangolín con tomate, que se yo, por un simple Big Mac? Por otro lado, la teoría del globo meteorológico era de cajón una de las candidatas. La hemos oído desde que se avistaron los primeros platillos volantes a mediados del siglo pasado (OVNI o UFO), supuestamente cargados de hombrecillos verdes.

          Sea como fuere a los americanos ese globo blanco tamaño edifico de cinco plantas, cargado de ingenios electrónicos y placas energéticas no les gustó desde el principio. Además, el empecinamiento en situarlo sobre instalaciones militares estratégicas, con la que está cayendo, tampoco les debió parecer un sitio apropiado para aparcar. Por lo que después de unir un par de hilos y sacar entre Harvard y West Point alguna sesuda conclusión, le soltaron un pepinazo y lo estropearon para que se cayera al suelo.

          Aparte del cableado, lo que realmente huele a chamusquina es la comprensiva respuesta china. Que ha sido una especie de «arrieritos somos y en el camino nos encontraremos». Que suele ser la versión amenazante de pelillos a la mar. Yo tengo razones de peso para no fiarme de los chinos, sé bien lo que digo, pero no es materia de esta breve nota. Un cosa que tengo clara es que el mundo está entrando en una fase de guerra híbrida, en la que lo que está en juego es un nuevo orden mundial y geopolítico. Es, por otra parte, una teoría cada vez más extendida.

          Y los chinos, por su parte, ahora saben que cuando quieran soltar una inmensa cantidad de esos bichitos respiratorios en cualquiera de sus variedades, solo tienen que montarlos en un bonito globo blanco y soplar en la dirección adecuada. No es una idea nueva, ya la pusieron en práctica los japoneses contra los Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial, sin demasiado éxito. Pero no desestimemos la habilidad china para copiar maldades y mejorarlas. 

Libertad con impunidad

          En los tiempos que corren la libertad con impunidad es el combinado más apreciado para las noches de fiestas de los más cools, los guapos de la tele y la gente chic, para entendernos. Sorprendentemente, también es el combinado preferido de las bandas latinas, que campan a sus anchas con machetes para desbrozar la selva urbanita de competidores en los negocios del hampa. Es lo único que tienen en común estas dos faunas de la madrugada: libertad con impunidad.

          Los primeros suelen ser pacíficos, se desenvuelven en las zonas privadas de las salas de lujo o de moda, con baños aseados y privados en los que no ser sorprendidos por molestas interrupciones, y con porteros bien trajeados y convenientemente untados con generosas propinas. Los segundos son más de perreo y papelina sobre la barra si hace falta, mientras manosean la entrepierna de una morena que hace gestos de gatita, remoloneando al macho alfa para ganarse su atención.

          Todos ellos tienen sus hábitos y costumbres a la hora de recogerse, ya cuando el sol comienza a amarillear por el este. Unos, quizá porque sus costumbres son más expeditivas, terminan matándose por las calles a machetazo limpio o, en el peor de los casos, a puro plomo. Haciendo retroceder las calles de las grandes ciudades de este siglo XXI a aquellos puertos piratas, donde rufianes y fulanas ajustaban cuentas y se daban muerte por unas monedas o una botella.

          Otros, quizá por la calidad de los condimentos consumidos y la seguridad de ser conocidos y tener la cuenta llena, toman la calle con aire de amos. Sintiendo la falsa potestad de intervenir en aquellos asuntos que el azar les ponga por delante; salvo machetes o pistolas que eso hace pupa y no tiene ninguna gracia. Sin embargo, increpar a la policía si se tercia es una acción que reivindica la fortaleza de la libertad que la química del momento les hace sentir.

          Hemos construido una sociedad de mequetrefes y golfas y la hemos aderezado con lo peorcito de cada casa. Le hemos quitado a la policía la potestad de ejercer el control, e incluso se ha creado el relato de que la autoridad es presuntamente culpable, abusadora, y que sale por las noches a incomodar a la ciudadanía. Y lo peor es que los jueces con leyes desquiciadas, y los medios de comunicación con sus altavoces mediáticos, lo avalan. Pues nada, muy bien: ¡Que arda, Troya! Y al que le toque, que se joda. Luego, no se quejen.     

ELE (Evento ligado a la extinción)

          Hace la friolera de 65 millones de años ocurrió, según dicen los que conocen las técnicas de los viajes en el tiempo tomando y analizando huellas arqueológicas, un evento ligado a la extinción. Lo que se conoce por las siglas ELE (en español y en inglés). Durante el período que hoy llamamos cretácico-terciario o paleógeno, los sufridores del meteorito fueron los simpáticos dinosaurios, esos que tanto dinero han hecho ganar recientemente a la industria del entretenimiento. Desde entonces, han caído en la Tierra muchos peñascos de diferentes tamaños, como si Dios, de vez en cuando, tuviera la necesidad de meternos una pedrada. Cosa que no sería de extrañar.   

          Una de las características de estos ELE es que afectan a toda planta y bicho viviente sobre el planeta; ya sea terrestre, marítimo o volador. Y dejan, tras su paso, el mundo en un letargo de eones; en una noche de mutaciones y combinaciones de restos remotos e invisibles que luchan por volver a producir eso que un flower power como Allen Ginsberg llamaría «el milagro de la vida». Y ya se sabe, de recortes sacados del cajón de sastre, a veces, se obtienen inverosímiles obras maestras pero, otras veces, el resultado es una estrambótica combinación al azar. 

          Es obvio, que el ser humano sobrevive como especie por pura suerte y a pesar de su vehemente estupidez. De otro modo, no sería fácil encontrar una explicación plausible salvo la mano protectora de alguna deidad. Algún ente que al mirar para abajo a ver cómo nos va nuestra descerebrada gestión de la pandemia, descubre algo que le hace perder la confianza en los humanos: una mascarilla de ganchillo. Imagino el sobresalto, y el monumental cabreo por tener que levantarse e improvisar un nuevo remedio que nos salve de la extinción.

          Recuerdo que de adolescente hacíamos chistes malos cuando se producía en nuestro entorno cercano algún embarazo presumiblemente no deseado, y lo atribuíamos entre ocurrencias picantes a los condones fabricados a base de encajes de bolillos. Después de todo, el mal ya estaba hecho y las consecuencias no pasaban, unos meses más tarde, de la aparición de otro futuro lumbreras. 

          Hemos desviado el instinto de supervivencia hacia lo social e inmediato y, quizá por eso, el enfoque de muchos está en la negación de todo salvo del pensamiento único: todo es fake salvo la verdad oficial. No es cierto lo que se dice de la gestión de la pandemia, como no lo es que el número de fallecidos sea el doble del oficial, ni que se hayan quedado los ERTE de muchos sin cobrar, ni que se pacte con quien se dijo por ahí jamás, ni que la justicia esté tomada al asalto ni, por supuesto, que haya una amenaza de radicalización socialcomunista. Nada de eso es cierto, salvo para los conspiranoicos. Quizá por eso, y es solo una hipótesis, los defensores del pensamiento único acabarán poniendo de moda las mascarillas de ganchillo.