Doblando el lomo

          ¡Venga, no seas flojo y dobla el lomo! Recuerdo esa frase desde que tengo uso de razón y edad para realizar alguna tarea de provecho, por mínimo que fuera. Doblar el lomo no tenía nada que ver con el oficio de la charcutería o la carnicería, no se trataba de dar forma a piezas comestibles de animales para exponerlas cara al público o almacenarlas. En mi familia nunca hubo, que yo recuerde, una abacería o establecimiento de ultramarinos, ni yo serví en la de nadie.

          Pensaba en ello esta semana, ahora que se habla tanto de empleo y productividad, y de fijos y discontinuos como si el trabajo fuera una de esas líneas de carreteras nacionales en las que se puede o no adelantar a otro vehículo. Yo, personalmente, la palabra discontinua solo la he tenido en mente conduciendo por carretera. A modo de señal indicativa de que podía librarme del camión chimenea que estaba a punto de asfixiarme.  

          Esta semana el concepto de trabajo fijo discontinuo ha adquirido una nueva dimensión para mí, en una oficina de servicios municipales. No mencionaré cuál porque solo hago de testigo de la nueva realidad, sin señalamientos. El lector avispado sabrá qué hay en la rotonda de Tomares, y qué servicio presta a todo el Aljarafe para que fluya el agua. Yo tenía cita allí. Un logro que había conseguido desde Madrid tras varios intentos telemáticos, y cuyo resguardo indicaba que sería atendido en la mesa Nº 1 entre las 09:00 y las 09:20 de la mañana tal.

          Allí me presenté, ascendiendo por una zona accesible solo para montañistas. Unas escaleras con unos 10-12 tramos, que necesariamente te hacen pedir agua cuando llegas arriba aunque solo subas para ver el pueblo desde la cumbre. Me saludó con un gesto un segurata en la puerta, sin pedirme identificación alguna, y luego otra persona en una ventanilla que si se interesó por mi visita. «Su número y nombre saldrá en pantalla y entonces le atienden, mesa 1. Puede esperar ahí». En la zona de espera no había nadie, y nadie en ninguna de las 12 mesas numeradas previstas para los funcionarios.

          Al filo de las 09:20 apareció mi nombre en pantalla y, dos individuos, uno en la mesa 4 y otro en la 11, tomaron asiento frente a sus pantallas de ordenador. Mi gestión no tuvo mayor inconveniente, pero lo que me resultó sobrecogedor fue la actividad del tipo de la mesa 11. Durante los 20 minutos que duró mi visita, no separó la mirada de la pantalla. En ella se podía ver una fotografía de él y de una mujer joven —su mujer o hija, seguramente— en algún evento. La típica imagen de caras sonrientes. La mano izquierda abandonada sobre la mesa, inerte, y la derecha sobre el ratón, también inmóvil. Así, sin pestañear. Un funcionario de yeso.

          La compañera me atendió con diligencia, y el motivo de mi visita quedó resuelto. Durante largos minutos no pude evitar mirar de soslayo a la efigie sentada de la que comencé a dudar si se trataba de humano o ciber, uno de esos robots modernos que había entrado en modo standby. Al marcharme, no pude evitar ser un punto indiscreto y preguntarle a la persona que me había atendido: ¿Le ocurre algo a tu compañero? Y gracias a su respuesta hice mi descubrimiento: «No, nada. Es que es fijo discontinuo» —Me dijo.   

La sala de espera

          La sala de espera es el lugar idóneo para los experimentos de observación de los individuos. Son habitáculos a los que cada cual llega por un motivo, muchas veces compartido. Sin embargo, no es lo mismo la sala de espera de un hospital que la de un aeropuerto o una comisaria, y no digamos la de Hacienda. Son, eso sí, espacios adonde se llega por necesidad, lo cual ya dice algo importante a tener en cuenta: nadie va a una sala de espera por gusto o a pasar el rato. Y este, quizá sea el motivo por el que las personas se comportan de manera tan singular.

          Pensaba en esto en una de ellas esta semana. Un sala pequeña, de unos pocos metros cuadrados y diseñada para unas 8 o 10 personas a lo sumo, pero en la que no esperábamos más de 3 o 4 individuos. Yo tuve, como me suele pasar en la caja del supermercado, la mala suerte de estar en la cola de los torpes, por lo que durante mi media hora de confinamiento entraron y salieron varias personas más.

         Los que allí estábamos permanecíamos en silencio, todos pegados a la pantalla de sus móviles salvo un servidor-obervador, que se dedicaba a imaginar los motivos por los que aquellos esperaban turno. No nos habíamos dirigido la palabra en ningún momento. Cuando llegué había algo de concurrencia y saludé alto y claro: «buenos días». Recibí como respuesta varias miradas mudas e incrédulas, y la ignorancia absoluta del resto.

          El correturnos fue pasando, entraban y salían nuevos personajes que en el juego del Monopoly que es la vida, les había salido la casilla de la sala de espera. Entraban cabizbajos algunos, nerviosos otros, sin decir palabra. Nada. Miraban a un lado y a otro. Yo les sostenía la mirada como un perrillo a la espera del hueso en forma de saludo o, al menos, de la caricia de una sonrisa cómplice, pero nada. Nuestra nueva forma de relación social consiste en ignorarnos incluso en los espacios más reducidos.

          Hoy si das una opinión política te quedas sin la mitad de los contactos y acabas enfadado con media familia. Hay que militar en un bando o ignorarlo todo y mirar para otro lado, esa es la nueva realidad. El objetivo es la censura autoimpuesta, que todos seamos censores: Fulanito de Menganita, y Sutanita de  Catalino. Y como alternativa hacer de planta, como esos Potos lacios y alicaídos que cuelgan silenciosos y pacíficos en cualquier parte. Quizá por eso, en las salas de espera ya nadie saluda. Nadie dice: buenos días, temerosos que somos de que nos contesten: buenos serán para usted.   

Amistades líquidas

          Decía el desaparecido sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que la sociedad líquida devoraba los vínculos humanos debido a la incertidumbre creada por la vertiginosa rapidez de los cambios sociales. Idea que me hizo pensar en el concepto de amistades líquidas como una derivada del amplio pensamiento del eminente profesor. La mayoría de las características que aplican a la sociedad líquida: pérdida y rotura de la identidad colectiva, el desempleo, las verdades maleables, cuando no prescindibles, etcétera, aplican a las relaciones de amistad.

          Quizá sea necesario haber llegado a una cierta edad, digamos que por encima de los 40, para disponer de experiencia y perspectiva suficientes para echar la mirada atrás. Hacia aquellas personas que un día formaron parte de nuestro día a día, que participaron de nuestros anhelos y deseos, de nuestras ilusiones, así como nosotros correspondimos de igual manera. Hasta que en algún momento, aquellas relaciones se diluyeron como un azucarillo en el café.

          ¿Quién no ha tenido amigos de la niñez que un día dejó de ver y nunca más volvió a saber de ellos? ¿Qué fue de aquellos chavales del instituto con los que pasábamos los días entre risas, pateando balones, contándonos las primeras conquistas, o pasándonos los apuntes de alguna asignatura? ¿Cómo les fue en la vida? De algunos se tiene, muy de tarde en tarde, alguna noticia de segunda mano. A veces, malas noticias, peores mientras más años van pasando. De otros muchos, ni siquiera eso. Y quizá sean ellos los destinatarios de nuestra mala nueva en algún momento. ¿Te acuerdas de fulano…, pues…?

          Pensaba en ello porque ahora vuelvo a cambiar de ciudad, después de 14 años. Vuelvo a Sevilla por razones profesionales. La primera vez que abandoné mi barrio y entorno para ir a trabajar y vivir en Madrid fue allá por 1991, después regresé unos años más tarde, pero volví a salir en 2009. Me he mudado de vivienda, exactamente, en 15 ocasiones. Y he vivido en varias ciudades desde entonces, en todas ellas he dejado amigos y enemigos. Qué se le va a hacer, uno es como es. El balance creo, no obstante, queda más o menos equilibrado.

          Como yo, muchas personas de mi generación han llevado una vida líquida (cervezas incluidas), y nos hemos dejado casi todo el pelo en la gatera. Ahora tenemos otras amistades, nuevas relaciones profesionales con las que vivimos el día a día unidos por intereses que, a veces, se parecen a una amistad. El roce hace el cariño dice el viejo refrán. Puede ser. Sin embargo, aquella rapidez de los cambios sociales y la incertidumbre en la que vivimos y que identificó Bauman continuará creciendo. A nosotros nos queda la tarea de conservar las relaciones y amistades capaces de honrar las que ya perdimos.   

          

            

              

De la IA a la tiranía

          De la IA a la tiranía puede que exista un camino mucho más fácil del que podamos imaginar. No soy contrario a los avances, si es lo que usted ha pensado al leer  la primera frase o el titular de este artículo. Al contrario, creo que es a través de la tecnología, la ciencia y el ingenio humano para superarse como hemos conseguido los niveles actuales de bienestar, al menos, en los países desarrollados. 

          No dudo que la IA pueda aportar innumerables beneficios a unos cuantos. Es lo que suele ocurrir. Pero a mí, personalmente, me parece que existen una cantidad de riesgos que no podemos ni debemos obviar. Hace unos días, por poner un ejemplo, el coordinador de una universidad en la que imparto clases de posgrado me dijo: no hace falta que pongas exámenes, ahora usamos unas cuantas palabras clave y ya nos sale un cuestionario. Tampoco le vamos a pedir trabajos a los alumnos porque no seremos capaces de saber si los han hecho ellos o no, y la mayoría serán muy buenos. O sea, que tanto profesores como alumnado estamos condicionados por este nuevo invento.

          Esta semana en las noticias hemos visto como ya hay programas de IA que pueden no imitar, sino suplantar, la identidad de una persona. Es decir, que usted puede estar haciendo una videollamada con su jefe, con un amigo, o con un vendedor de coches, sin saber que le están engañando. Imagine las posibilidades que le ofrece esto a los delincuentes, por ejemplo para llevar a cabo el fraude del CEO que hasta ahora se hace por teléfono. Para el criminal no solo va a ser más fácil, sino también más divertido.

          Si usted no es experto en el análisis de metadatos, lo más probable es que no pueda identificar un deepfake y caiga como un corderillo en las garras de los abundantes depredadores que habitan la fauna social. Unos querrán su dinero, otros sus propiedades, otros su voto y algunos quizá solo vengarse o dañarlo por puro placer de hacer el mal. De todos ellos, el más peligroso es sin duda el aspirante a tirano o autócrata. A este último le viene de perlas que la sociedad se convierta en una locura de mentiras, falsedades y verdades a medias. Es su ecosistema ideal.

          Un mundo en el que, no solo el discurso sino también quién lo dice, sea objeto de duda cuando es verdad, y también cuando es mentira, elimina cualquier posibilidad de razonamiento y valoración ética de la población. El autócrata, al margen de lo que haga o diga, tendrá en su mano el argumento fácil: todo lo bueno será obra suya y todo lo malo obra de los demás que se dedican a suplantarlo y crear ficciones sobre su figura. Mucho me temo que la IA nos lleve de la posverdad a la posrealidad.    

         

Mundo bulo

          Los bulos no son nada nuevo, también conocidos de manera más finolis como fakes por mucha gente que no sabe inglés. Vivimos en un mundo bulo producto de la posverdad. Esa nueva realidad en la que la verdad no importa porque ha sido desterrada del espacio público de manera interesada. Es un paso adelante que se viene dando en los últimos años, y que deliberadamente persigue la fractura de la sociedad. 

          Los bulos son responsabilidad de quien publica la noticia, ya sea France Soir, El País o alguno de los portalitos de Belén (en palabras de Carlos Herrera), cuya línea editorial reciben de sus amos cada mañana a primera hora. Imagino algunas caras en esas oficinas diminutas donde media docena de becarios teclean al dictado auténticas barbaridades. Obvio decir que lo noticiable es lo de menos, y que la medio verdad manipulada, cuando no directamente la falsedad es la norma.

          Probablemente a usted, como a mí, en alguna ocasión le han colado un bulo vía wasap, o se lo ha tragado pasando por el estercolero de Twitter. Y lo ha pasado a sus colegas porque le pareció de interés. Normal, no es el ciudadano de a pie o virtual quien tiene que contrastar las noticias. Eso es cosa de los periodistas, y no lo hacen la mayoría de las veces por la simple razón de que lo que emiten no es una noticia sino otro cuento de quien llena el plato de los garbanzos.

         En esta España de hoy hay auténticos malabaristas de la mentira en posiciones muy poderosas. Conozco a un tipo que lleva mintiendo un lustro, mintiéndole a todo el mundo, y además todo el tiempo. Es como si le hubiera dado la vuelta al calcetín de la verdad y siempre se lo pusiera por el lado de las costuras. Sale por la pantalla sonríe y ya te ha mentido antes de abrir la boca. Su cerebro procesa el cuento antes de que articule palabra y lo delata.

         El objetivo de usar el bulo y la posverdad como sistema es romper la sociedad en dos mitades irreconciliables: ricos y pobres, progres y fachas, propietarios y okupas, trabajadores y hombres del puro y así hasta el infinito y más allá. Una sociedad cohesionada, sin fracturas graves, capaz de avanzar junta y progresar no le interesa a quien nada tiene que ofrecer de valor. A quien vive del postureo, la caga cuando gestiona o se esconde en los momentos difíciles detrás de las cortinas.     

La mudanza

          La mudanza es una de las situaciones más estresantes por las que pasa un individuo en la vida. Sé bien de lo que hablo, igual llevo 15 o 20 en mi historial, y en la última década he contado media docena. Las he tenido de todos los tipos: hecha por profesionales, con desperfectos de los que nadie se hace cargo, con desapariciones de pequeños enseres y hasta traumáticas y peligrosas. No recuerdo ninguna exenta de alguna anécdota o imprevisto.

          Cuando haces una mudanza te das cuenta de esa tendencia del espacio vacío a ser ocupado por «cosas» de toda índole y condición. La mayoría inútiles, que llegaron un día a un rincón y allí han permanecido en el olvido hasta el momento de su traslado al vertedero. Cantidad de trastos que ni querías cuando llegaron a la casa fruto de un impulso por acaparar, ni los quieres cuando te mudas. He oído de casos de cajas cerradas que han viajado de la vivienda A a la vivienda B después de 5 años sin ser abiertas. 

          Otro efecto típico es que aparecen algunos objetos que habías buscado en diferentes ocasiones. Habías usado el detector de metales, perros adiestrados y realizado batidas con los niños y la señora de la limpieza sin el menor resultado. Incluso habías colgado un cartel de se busca en la cocina, por aquello de que siempre hay un cuñado que tropieza con todo y no es cuestión de que lo pase por alto. Aparece cuando menos lo necesitas, o incluso después de que haya sido reemplazado por algo más moderno y molón.   

          Lo que dejas atrás una vez han pasado los de la mudanza se parece mucho a un campo de batalla, y lo que te encuentras en destino tiene el aspecto de un desembarco. Atrás cuando echas un vistazo ves las cicatrices de los años vividos: los arañazos en el suelo de madera y las manchas de humedad, los desconchones que ibas a reparar, las telarañas escondidas detrás del mueble grande y la fauna que habitaba debajo del frigorífico o el lavavajillas. Seres diminutos que vagan por el suelo deslumbrados por la claridad en busca de un sitio en el camión de la mudanza. 

          La parte positiva es que si se sobrevive a la mudanza, uno aprende que ni los objetos ni los metros cuadrados son flexibles. Lo que antes cabía ahora no cabe, o al revés, lo que antes ajustaba perfectamente ahora parece minúsculo y ridículo en su nueva ubicación. Una mudanza es peor que un dolor de muelas. Algo así como una visita al dentista para que te hagan una endodoncia con el agravante de tener que limpiar la consulta una vez terminada la intervención. Y encima pagando.  

Deshacer el entuerto

         Deshacer el entuerto será complicado. Y convencer a los engañados de que fueron víctimas de una cruel manipulación lo será aún más. En el sucio negocio de la cosa pública aparecen, en ocasiones, perfiles sociopáticos capaces de inocular toxicidad y conflicto a una velocidad asombrosa. Siempre hay quien compra confusión, quien cree que se podrá aprovechar o incluso triunfar con lo que le cuentan, quien da por hecho que es de justicia lo que oye aunque se trate de un dislate.

          Todo el mundo no puede leer de todo, y aunque leer cosas fundamentales como la Constitución Española es fácil y rápido, entenderla quizá no lo es tanto. Lo más habitual es que el ciudadano confunda derechos constitucionales con derechos fundamentales. Además, lo más probable es que tampoco conozca a quién debe reclamar, cuando proceda, que se les provea de lo necesario para disfrutar de esos derechos.

          Al grano: la vivienda NO es un derecho fundamental. Es un derecho constitucional que no es lo mismo ni se le parece, y que obliga a los poderes públicos, no a los ciudadanos privados, a hacer lo posible con su gestión para que se haga efectivo. ¿Y qué hacen los gobiernos como el actual en España? A lo fácil: mentir, engañar, no construir vivienda pública, hacer leyes de enfrentamiento entre ciudadanos y alentar el caos y el conflicto a través de la ocupación de la propiedad privada. O sea, socialismo. Véanse los planes de vivienda en Venezuela, Cuba y similares.

          Esta semana se difundía un vídeo en el que un pequeño ejército de vecinos desalojaban a las bravas a una panda de okupas. Quizá incluido algún propietario. Uno de los okupas les acusa de entrar en una propiedad privada. Sí, como lo oye: lo ocupado convertido en propiedad privada según el descerebrado. Y llamó a la policía porque quizá, el propietario legal, le había ocupado la casa y lo había echado. 

          Yo imagino, que las mentes enfermas social comunistas que ven ese vídeo, se descojonan de la risa desde sus sillones de piel noble, en sus chaletazos protegidos con los impuestos de todos. Que se echan un güisqui de 30 años y tras removerse un poco en el sillón se tiran un cuesco a la salud de los ciudadanos. No podemos permitir una degeneración social al nivel que, como en otras ocasiones de la Historia, consiga que una banda de sociopátas y psicópatas pisando moqueta destruyan la sociedad. O perderemos, más temprano que tarde, la posibilidad de quitarlos de los espacios públicos y las instituciones.  

 

    

La gasolinera trampa

          La gasolinera trampa es una en la que yo he caído en varias ocasiones. Se sabe cuándo se entra pero no cuándo se podrá salir ni en qué condiciones psicológicas. Todo depende de una combinación de azares y personajes que, en algunos casos, me temo que viven en ellas enredados entre las estanterías, atrapados por los donuts y las latas de aceite para los coches. Se trata de individuos que un fatídico día entraron a por algo y desde entonces no encuentran la salida ni un motivo para volver a sus quehaceres. 

          De vez en cuando, y aquí está la trampa, uno de esos zombies andantes se acerca a la caja porque recuerda que ha repostado en algún momento. Además, ha decidido que quiere varias zarandajas adicionales: un paquete de chicle, una barra de pan, un rasca de la ONCE y que le pongan un cortado con la leche templada y sacarina en vaso de cristal pero tipo caña. Cosas todas ellas, que la única persona que atiende la caja debe hacer mientras una fila de incrédulos clientes va creciendo.

          Lo primero que hace quien atiende el negocio es poner a calentar la leche en la máquina, convirtiendo la tienda en una pista de pruebas de motores a reacción. Luego, sale corriendo hacia la caja, porque una serie de nuevos conductores aprietan todos los botones de todos los surtidores haciendo sonar varias alarmas a la vez. Consigue aplacar el pio pio y se dispone a cobrar el combustible de nuestro amigo que, ahora, no recuerda muy bien el número de surtidor y tiene que salir a comprobarlo entre miradas poco amistosas. Mientras tanto, la leche ha hervido hasta la evaporación y la cajera ha marcado el resto de productos del colega. Varios de ellos a mano, porque el lector no pilla el código de barras.

          El número 6 le anuncia en voz alta, pero el 6 no puede ser porque alguien está repostando ahora en el 6. Así que mirando por la ventana, a duras penas entre ambos, identifican la columna correcta que es la 7. La cola de gente ya da la vuelta a la manzana. ¿Cómo va a pagar? Con Waylet contesta tranquilamente. Una vez hecho el cargo, recuerda que con Waylet sólo quiere pagar el combustible y el resto en metálico. Nuevo abono, nuevo cargo y 27 euros de chucherías, pero he ahí que recuerda disponer de unos tickets descuento en la app de la marca. La abre pero no sabe buscarlos. La compungida cajera suda la gota gorda, ayuda pasando pantalla tras pantalla, mientras los murmullos de protesta comienzan a ser evidentes. Resulta que los tickets descuento los había gastado la vez anterior. En metálico no tiene 27 euros, así que debe soltar algo que le cuadre para usar los 23,50 disponibles.

          A estas alturas, quien padece de la tensión y no ha tomado el Enalapril de esa mañana está a punto de fibrilar o de cometer un homicidio en un arranque de ira. Comienzan a escucharse desde atrás incluso algún insulto en plan este tío es gilipollas, y cosas por el estilo. La guinda la pone cuando ya todo el mundo pensaba que se iba por dónde había llegado y entonces dice: necesito factura, te doy los datos mientras me tomo el café, y se tienen que sujetar unos clientes a otros para no ajusticiarlo allí mismo. 

          

El eco

          ¿Quién de niño no ha jugado con su propia voz? El eco nos ha fascinado a casi todos los que hemos encontrado un espacio propicio para provocar el rebote de las ondas del sonido y disfrutar del efecto producido. El eco tiene una sutil diferencia con la reverberación, pero no es cuestión de meternos en mareos con los tiempos de reflexión. Precisamente, reflexión es lo que no se toman quienes practican la ecolalia, ya sea por costumbre o como uno de esos tics incontrolables del hablante.

          El ser vivo que practica con maestría la ecolalia es el loro. De ahí el dicho habitual fulano «repite todo lo que digo como un loro». Yo no he tenido loros, a pesar de mi natural alma de pirata, pero quizá la ausencia de pata de palo y, por fortuna, el no haber perdido un ojo salvo el que Hacienda me saca de forma recurrente, me ha librado de ese defecto del habla y de la necesidad de adoptar al pájaro.

         Los individuos con ecolalia son de dos tipos fundamentalmente. Los que repiten sin otro ánimo que reforzar lo que oyen, como si de ese modo asegurasen que el mensaje les queda impreso en la memoria, y los que cumplen órdenes de convertirse en meros reverberantes. Los primeros tienen su punto gracioso. Pasan cosas como que les dices: «trabajo como una mula» y ellos te miran y repiten «como una mula», obviando lo más importante de la frase: el sujeto omitido y el verbo. Y dejando en el aire la idea de acémila que se ha formado de mi persona. Pero lo hacen sin mala intención.  

          Resulta un tanto más incómoda la versión eco de quien repite una orden, como si la vida fuera una singladura en submarino y el Segundo al mando, por aquello del protocolo, no tuviera otra función que repetir como un loro lo ordenado por el Capitán del navío que dice: «suban el periscopio», y el Segundo lo copia pero en voz más alta para que se entere hasta el grumete con el oído más teniente.

          Actualmente la ecolalia se ha convertido en una pandemia en la clase política. El líder, cada mañana después de pegarse un buen desayuno, o quizá en la ducha mientras se enjabona, piensa la frase del día. Qué sé yo: «Estamos con la gente». Luego la suelta en el Consejo de Ministros, se da traslado a los Segundos al mando de cada medio de comunicación afecto, y a partir de ese momento la ciudadanía recibe un interminable eco: «Estamos con la gente». Una frase huera, huérfana de sustancia, vacía como vacío es el espacio necesario para el eco.   

Sabes lo del latiguillo

     Aunque se suele utilizar en tono de pregunta, he prescindido de los signos de interrogación, sabes, porque doy por hecho que el uso de este latiguillo no es una pregunta sino una tocada continua de narices, hasta el limite de la paciencia del que escucha, sabes.

          Me han agredido tantas veces con el latiguillo que tengo dificultad para situar sintácticamente la pedrada. A veces pienso que se quiere decir sebo, en alusión a lo gordo, sabes, o que me han tomado por catalán y me quieren vender la tortilla de papas con seba (cebolla). Yo he sido siempre muy de seba en la tortilla de papas, sabes. Es un latiguillo cansino hasta lo exasperante, si bien, hay como en casi todo diferencias de gradación en el uso. Desde el casual y comedido, pasando por el pesado hasta llegar al obsesivo y agotador.

         Debe de ser contagioso como un virus, sabes. Conozco gente que nunca lo había usado, y tras un tiempo sin coincidir con esas personas, compruebo que lo utilizan como una metralleta contra toda oreja que se ponga a tiro. Ignoro el fallo en el mecanismo mental del lóbulo temporal que lo produce, o si es un cortocircuito en el Área de Wernicke producto del coronavirus. El caso, sabes, es que resulta muy contagioso.

          No es el único latiguillo molesto que usa la gente al hablar. A mí me resulta de lo más desconcertante ese otro de «me entiendes» (también en tono de pregunta). Yo siempre supongo que detrás de este el que habla también piensa sin decirlo «o eres tonto». Y su variante más agresiva «te enteras», y la sospecha de que se calla el «o eres sordo». Algunas personas conscientes de lo inconveniente del significado lo cambian por el «me explico», pasando la carga de la prueba al sujeto activo. Pero el efecto aunque atenuado es similar a los anteriores, sabes.

          A mí me da que se trata de falta de seguridad del hablante, o por no haber estudiado música y no saber para qué sirven los silencios. Yo compadezco a quiénes tienen algún familiar cercano cada día a su lado soltándole latiguillos sin descanso. Haciéndole mil veces la misma pregunta que no pretende ser pregunta, pero que lleva al que escucha hasta el agotamiento mental.