Los gatos no tienen siete vidas

          Los gatos no tienen siete vidas por mucho que nos guste pensar en ello y que el dicho sea popular. Recuerdo un celebre tema de un conocido cantante español en los años noventa, decía algo así como: «siete vidas tiene un gato, yo ya he gastado seis y la última la quiero vivir a tu lado». Más o menos, no es textual porque la estoy tarareando de memoria. Falleció poco después de que se publicara el tema musical a una edad dramáticamente temprana. 

          Ahora que un enloquecido dictador de la vieja Rusia comunista nos amenaza con un holocausto nuclear, nos conviene reflexionar sobre el asunto. Sobre todo, porque hacer la vista gorda mientras nos van robando seis de las siete vidas no es buena cosa. Hay desdichados a los que esa media docena de comodines se los han sisado durante años su propia familia, sus amigos y la gente con la que convive. Por desidia, por silencio, por imposibilidad de evitarlo y también por cobardía y consentimiento.

         Por ese conjunto de cosas, hemos asistido durante décadas a la consolidación de una brutal dictadura en Rusia. Occidente, y sobre todo Europa, ha tragado de manera infame con un régimen comunista corrupto hasta los tuétanos. Les hemos comprado el petróleo, les hemos abierto nuestras playas, les hemos vendido palacios y patrimonios. Simplemente, hemos puesto la mano y mirado para otro lado. Y lo hemos hecho conscientes de con quién nos metíamos en la cama. 

          Debido a ese tipo de comportamiento, en Rusia la juventud huye de su país, o llora junto con sus padres o de la mano de su madre, que inútilmente trata de sujetar a un hijo al que los sátrapas quieren, ahora, pasar por la picadora de carne. A Putin no le importa nada ni nadie; no le importan los jóvenes rusos y mucho menos los europeos o americanos. Pero no nos quejemos, a nosotros Putin nos ha importado una mierda hasta hoy, salvo para hacer negocios con el diablo.

         Quizá el mundo tenga que pagar el precio impensable de cientos de millones de muertes y retroceder al s. XIX, esperemos que no. Pero si no llegamos a ese trágico desenlace, al menos, aprendamos de las estrategias gatunas: a zafarnos del mal, a saltar con agilidad, a ser cautos y desconfiados. Nadie, como un gato, es mas consciente de que solo tiene el control de su séptima vida. 

 

Grupitos de wasap

          Los grupitos de wasap se han convertido en un gallinero, leía esta semana a  alguien de un grupito de wasap al que ambos pertenecemos. Una de esas personas que apenas escriben ni responden porque su objetivo es el modelo de participación de la zorra en el gallinero. Es decir, comerse los huevos gratis y evitar ser detectada. Lo que en términos de biología se conoce desde hace mucho tiempo como parasitar.

          Cada mes de septiembre se dispara la actividad de los grupitos de wasap: asociaciones de vecinos, socios del club y, como todo el mundo sabe, los de padres y madres de alumnos en edad escolar. Yo no tengo hijos en el cole, así que por ahí libro, y la que esta semana se quejaba del gallinero wasapero, no tiene ni edad ni mérito para ejercer.  

          Es inevitable que los grupitos de wasap se conviertan en sucesiones interminables de felicitaciones y bienvenidas, de agasajos o de consuelos y de deseos de mejora. La mayoría de los participantes silenciamos la campanilla para no ser continuamente interpelados, y gestionamos la vertical lectura en el momento que nos es más apropiado. Así pasamos resignados y en silencio por el: «Hola, Pepa. Bienvenida  y me alegro de verte. Y yo, soy Juana. Y yo a ti. Yo también Pepa. Hola, Pepa soy Pepe también, y yo, Pepa, hola Pepe conozco a Pepa, hola empanadillas Pepa???, si al habla. Dos de carne, pero qué dices Pepe???» Y así hasta el mensaje 167. 

          A la zorra wasapera no le gusta que haya perros en el gallinero ni le interesa el orden. Es bien conocida la fábula aunque se pueden encontrar versiones muy diferentes en cuanto al desarrollo y su final. Con la edad se vuelven perezosas y no están para dar saltos. Lo más frecuente es la reconversión en terapeuta de caseta de tómbola de feria. Un oficio que el filósofo argentino ha hecho popular gracias a su melodía fonética para soltar tonterías sin sentido y anudarlas como ristras de chorizos los domingos que juega el Madrid.

          Los grupos de wasap son una herramienta de comunicación e interacción social. Tienen sus gateras donde a menudo la zorra, emulando a la noble gata, las deja llenas de pelos. Padezco desde joven una tremenda alergia a la falsedad y la impostura, al culebreo y a la falta de autenticidad. Y, quizá sea esa, una de las razones por las que que la zorra tiene pocas opciones de medrar, al menos, en los gallineros en los que aun sin que haya perro defensor pueda llevarse, de vez en cuando, una mordida.             

 

El verano trae cola

          Algo saben que no nos quieren decir, pero el verano trae cola. No paramos de oír por todos los canales imaginables que vamos camino de Invernalia, pero no tengo claro si es porque en la Casa Stark nos van a dar matarile de una, o es para que nos acerquemos al Desembarco del Rey. Un servidor, por si las moscas, se ha pertrechado con un forro de calorías este verano, no sea que a falta de gas necesitemos la grasa para calentarnos como en los viejos tiempos.

          En algunos países llaman cola a lo que nosotros decimos culo, y en otros se pasan la cola por el culo sin el menor reparo, sobre todo en verano. Son los usos y costumbres del lenguaje y de las maneras de comportarse. Lo he comprobado este mes de agosto en algunas inevitables situaciones en las que la gente tiene la costumbre de acumularse. Cosa que ocurre en aeropuertos, en hoteles y en lugares donde uno pretende hacerse con un ticket o incluso y, según el momento, simplemente entrar a evacuar líquidos.

          La cola tiene como fundamento de justicia primar no el tamaño del individuo o la habilidad a la hora de empujar, sino a aquel que llega primero. Es ahí donde está el premio, pero claro, no siempre es posible y, en ocasiones, toca pisar sobre mojado. Esta circunstancia, nada agradable, explica la cantidad de artimañas y el desarrollo de destrezas para adelantar a los privilegiados y colocarse en la pole position.  

          En algunos terrenos de juego; por ejemplo en algunos países asiáticos, la cosa es sencilla: simplemente la cola no existe, lo que prevalece y otorga derechos son las ganas. Uno va a comprar agua en un quiosco donde hay diez personas esperando y hace cola como parece lógico, pero eso no evita que al llegar a la tercera posición alguien con más sed que acaba de llegar te empuje y te saque del carril. También existe el síndrome de la cola invisible, que consiste en ignorar a los soplagaitas que esperan en fila india y ponerse el primero sin saludarles ni mirarlos.

          Algunas españolas (y españoles) son más sibilinas. Y de ello he tenido constancia en el aeropuerto de Barajas esta semana. De sobra conocedoras de la existencia de las colas y los culos, desarrollan técnicas aleatorias de evasión de la responsabilidad con cara de cemento armado. Una jeta enmascarada en no me he dado cuenta o ha sido un despiste que, desde mi punto de vista, las define como personas descuidadamente dadas a preferir que la cola esté, siempre y en todo caso, apuntando a su culo.     

              

Libertad sin palabras

          Es difícil asumir que una libertad sin palabras pueda considerarse realmente libertad. Uno puede elegir el voto de silencio como hacen algunos religiosos, pero esa es una decisión libre y voluntaria. Otra cosa muy diferente es callar para conservar lo que se tiene, para no sufrir represalias directas o soslayadas ni ser perjudicado por rumores e incluso injurias. En la sociedad actual, el individuo es inevitablemente encasillado, etiquetado y colocado en la estantería de sus comentarios y opiniones convenientemente cocinados y aliñados por terceros.

          Este hecho, quizá era ya conocido desde los tiempos de Confucio cinco siglos antes de Cristo. De ahí, que los tres monos sabios representaran esa negación simbólica de los males del mundo tapándose los ojos y los oídos, además de la boca para que un inapropiado comentario no les trajera la desgracia en la antigua China. Una situación que debemos suponer no debía traer nada bueno a quien la sufriera.

          Pero la libertad, incluso bajo un gobierno democrático, en vez de uno autocrático como algunos pretenden prohibiendo medios de comunicación, no es ni mucho menos algo que se pueda dar por hecho. No puede serlo en una sociedad de bandos en lucha y competencia por destruirse el uno al otro, por hacerse con el control del poder y someter al conjunto de la población bajo la falacia de la supuesta voluntad del pueblo.

          No es libre el «pueblo» que tiene la voluntad de perjudicarse así mismo según quien tenga el poder en cada momento. Que intenta destruir sus puestos de trabajo, sus carreras profesionales, boicotear sus negocios o hablar mal de ellos para evitar que les lleguen oportunidades, o les ensucia la imagen personal o académica… Solo por sus opiniones o ideas.

          Conozco a personas muy inteligentes y formadas, con merecidas posiciones sociales y económicas. Gente reconocida por sus contribuciones y logros que no se atreven a opinar de casi nada. Sobre todo, de nada que tenga que ver con lo fundamental en la sociedad en la que viven y de la que depende su felicidad o su desgracia: nada de política, de economía, de organización social, o de los impuestos, de la corrupción o de los nacionalismos. Personas que simplemente practican un confucionismo moderno al que llaman libertad, adoptando la pose de los monos chinos.

 

Vacaciones en agosto

          Los españoles tenemos la costumbre de coger las vacaciones en agosto de manera mayoritaria. Es cierto, que con el tiempo este hábito ha ido cediendo espacio a otras épocas del año, sobre todo, con la globalización y los trabajos cada vez más deslocalizados y menos dependientes de un jefe y una oficina con horario comercial. Lejos quedan aquellas imágenes del seiscientos cargado como un camello, con las jorobas atestadas de maletas y cachivaches de playa.

          Agosto sigue siendo el mes de asueto por excelencia, ese en el que llames a quién llames no está de servicio; en el que hasta las grabadoras automáticas de atención al cliente tardan en soltar el mojito para atender la llamada. Si tienes la mala suerte de que algún cacharro deje de funcionar o se tome un descanso, para tu desesperación, lo más probable es que nadie le eche un vistazo hasta septiembre. Si caminas por la mayoría de las calles comerciales de las ciudades españolas, la sensación vuelve a ser la de los recientes años de la pandemia. 

         A mí, personalmente, nunca me han gustado las vacaciones en agosto. Al menos, para viajar o dejar mi lugar de residencia habitual. Otra cosa es quedarme en Madrid, conduciendo por la Castellana como si fuera el patio de mi casa o la M30 un circuito privado para desplazarme de un lado a otro. Eso me aporta una extraña sensación de marginalidad, de excluido de la manada que, por raro que parezca, tiene su punto de rebeldía y me proporciona una sensación de libertad muy recomendable. 

          A veces, camino a solas por un centro comercial casi vacío, en el que el aire acondicionado está ajustado para un volumen de clientes cien veces mayor que los pocos zombies que deambulamos por unos pasillos brillantes e inmaculados. Nos cruzamos sin dirigirnos la mirada, avergonzados de nuestra presencia en tan inapropiado lugar, y temerosos de reconocernos. Algunas puertas automáticas se abren a nuestro paso invitándonos a un espacio igual de vacío, pero más íntimo. De reojo observamos que nadie atiende el negocio, y que las prendas y utensilios están allí colgados de perchas o posados sobre estanterías, sin esperanzas de rescate.   

Suena a verano de alquiler

          Hace un par de semanas titulé este breve comentario que publico cada domingo así: huele a verano. Hoy, me ha parecido interesante contarles mi experiencia respecto de los sonidos que, y no son pocos, llevo conmigo en la mochila de mi calendario vital durante esta época del año.

          El verano lo identifico, además de por el agobio del calor, con una etapa del año en la que hace mucho ruido. Es como si cogieras el autobús circular de Sevilla y cada tres paradas se detuviera en la calle del Infierno en plena feria de abril. Que es, dicho sea de paso, el ejemplo de calle mejor denominada que conozco. Es posible, que ese bus imaginario recale junto a los autos de choque (los coches locos le decíamos en mi tiempo), en medio de una tormenta de decibelios provocada por las trifulcas musicales de Camela, los requiebros amorosos de los Chichos o el desesperante quejido de Las Grecas.      

          Mis veranos suenan a gritos urgentes reclamando litros de cerveza fría que se vierten en cataratas inagotables por los grifos de salmuera; suenan a golpes de platos cargados de papas «aliñás» sobre los mostradores de aluminio; suenan a gargantas con las carótidas inflamadas ajustando cuentas añejas; suenan a la voz ronca de Camarón que llega a caballo de la calima; suenan a ronquidos a través de las ventanas abiertas y al zumbido amenazante de un mosquito tigre. Y, algunas noches, suenan a los indiscretos colchones de la casa vecina alquilada en la playa por unos turistas. 

          Algunas mañanas esos veranos suenan al inoportuno camión de la basura, con sus sinfonías y retahílas de vertedero a las siete de la mañana. Es el concierto de los tres despertadores: el recién nacido que ensaya a pleno pulmón como un barítono loco, el papá del verraco que le mete el puño al ciclomotor hasta lo imposible mientras huye al tajo, y el portazo de plástico de la tapa del contenedor de la basura junto a los estertores del motor diesel del camión remontando la calle en su huída cargada de residuos.

          Por las tardes suena el incesante jarreo del agua de la ducha, que por turnos va arrastrando sal y cremas aguas abajo a unos y a otros. Y suenan los ecos de esa música machacona y veraniega procedentes de alguna parte, donde al son del perreo, una fauna sedienta de juergas comienza una larga noche de tortura para los oídos.

 

 

Las agujas del reloj

          Hay veces que, por puro arte de llevar la contraria, las agujas del reloj giran en sentido inverso aspirando a borrar las huellas dejadas por el tiempo aplicando una brisa tramposa. También lo hacen muchos mecanismos y cachivaches variopintos, en cuyos manuales de uso, imposibles de leer, ya se avisa de la aviesa forma de proceder. Gire en sentido contrario a las agujas del reloj, se indica. Como si la física fuera maleable y las personas no fuéramos mareables. 

          Después de todo, el relativismo griego quedó superado de largo por la posverdad moderna y el deliberado ejercicio de ingeniería social consistente en que nada signifique nada. Nunca una sociedad fue tan moldeable a los gustos del «ingeniero o ingeniera» que aquella que no consigue tener claro, ni siquiera, el sentido en el que corren las agujas del reloj.

          Se nos augura un otoño casi apocalíptico, en función de si llega o no el apocalipsis y, por supuesto, si hay un próximo otoño y no retrocedemos a una sorprendente y anticipada primavera en septiembre. Nosotros, los ciudadanos de a pie debemos manejar esa incertidumbre, como aquellos malabaristas que con sus palos y extremedidades sostienen y hacen bailar los platos en el aire con una sonrisa resignada.

 

   

          Vivimos una guerra en Europa, soportamos una inflación nunca vista desde  hace casi medio siglo, financiamos niveles de paro estratosféricos y estamos aun atenazados por los efectos sanitarios de una pandemia sin precedentes desde 1918. Vivimos en un mundo polarizado, ideologizado, engañado, con riesgos geopolíticos, demográficos, ambientales, con autocracias en crecimiento y, seguro es, que nos caerá otro meteorito tamaño dinosaurio un día de estos.

          Quizá por eso, nos gusta pensar que las agujas del reloj pueden girar hacia atrás si así lo queremos. Y esa, puede que sea la razón por la que las calles están a rebosar de gente gastando dinero, las agencias de viajes no dan a basto, la ocupación hotelera es del 100% en muchos lugares y, todo ello, contradiciendo la física, la lógica e incluso la hermenéutica. Porque si no es eso, es que ya estamos en otra fase: la de no me creo nada. 

Trabajador esencial

          Tengo gratos recuerdos de la asignatura de filosofía que realicé allá por mediados de los años ochenta. También de la asignatura de literatura, y recuerdo perfectamente a los dos profesores que la impartían en C.O.U. en el instituto Ramón Carande de Sevilla. Hasta allí había llegado yo, rebotando como todo mal estudiante de un lado para otro. A veces pienso, dado el recorrido académico que tuve después, que el conjunto de mis profesores tuvieron mucho que ver tanto en el rebelde y repetidor que fui, como en el adulto que acabó de sociológo sacando un doctorado.

          Del profesor de filosofía recuerdo que fumaba como un carretero durante toda la clase, un Ducados detrás de otro. Y que en la cafetería era frecuente ver como se metía un lingotazo de Veterano a horas un tanto intempestivas. A pesar de ello, sus clases se pasaban volando. Tenía la habilidad de despertar en nosotros la curiosidad, y de avivar los interrogantes que todo chaval de dieciocho o diecinueve años solía tener ante la vida. Las palabras de Platón o Aristóteles, de repente, parecían las mismas que nos preguntábamos algunos en el patio. Entonces el mundo era tan nuevo que no había internet, ni teléfonos móviles y la chavalería solía hablar y pensar, de vez en cuando. 

          Al profesor de literatura lo recuerdo mejor, porque entonces ya era escritor, que es algo que yo quería ser. Se llama Antonio Rodríguez Almodovar. Hoy tiene 80 años, y casualmente nació el mismo día que yo, eso sí, 24 años antes. Un humanista de Alcalá de Guadaira, con una prolífica obra literaria de novelas y, sobre todo, de cuentos que es su gran especialidad. Don Antonio, hoy es miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Que yo recuerde ni fumaba ni bebía, y tenía la habilidad en sus clases de hacer que me entraran unas irreprimibles ganas de leer. En los dos años que estuve en aquel instituto, compré y leí las 100 obras más importantes de la literatura clásica, a una por semana. 

          Mucho ha cambiado el mundo desde 1983, cuando recalé por aquel centro de enseñanza, poco después, aprobé la selectividad e inmediatamente tuve que hacer el petate para ir a Cerro Muriano a cumplir con el servicio militar. Aquellos dos años aportaron más fundamentos a mi forma de pensar y a la construcción de mi personalidad, que todos los cursos anteriores. Y todo ello, gracias a la filosofía y la literatura.

          Por eso no puedo entender como en una sociedad tecnológica, donde el conocimiento se adquiere de forma visual sin que, en muchos casos, los alumnos alcancen una mediana comprensión lectora, y en la que las lenguas clásicas han desaparecido, alguien puede tener la idea de eliminar la filosofía como asignatura. ¿Qué será lo próximo, la literatura? Recuerdo una frase de la película La Lista de Schindler que me llamó mucho la atención. En una cola donde los nazis daban o no la tarjeta azul de trabajador esencial, un tal Moses se identificó como profesor de música y literatura y le denegaron el salvoconducto. El hombre, apesadumbrado, preguntaba a su alrededor: ¿Desde cuándo no es esencial la música y la literatura?    

Jubilarse a los 75 y más allá

          Llevo toda la semana dándole vueltas a algo que me parece una asombrosa perogrullada y que, por raro que parezca, algunos se empeñan en no ver. O si la ven, hacen como que no existe y continúan hacia delante como acémilas cargadas de sinrazones. En fin, que no hace falta ser un genio para darse cuenta de que oponerse a la subida del salario mínimo o a la revalorización de las pensiones según el IPC es mal negocio. No hay partido político que vaya a encontrar grandes mayorías a favor de esas negativas.

          Mi teoría al respecto es que las razones en contra carecen de fundamentos de peso. Algunas son inciertas y otras bastante forzadas. Entre las más oídas encontramos que habrá más paro por subir 15 míseros euros en un sueldo mileurista, o que no hay dinero para pensiones porque somos muchos y vivimos más. Sin considerar básico en el análisis que lo justo no puede ser negado porque el sistema lo haga inviable.

          Y luego las soluciones de prontuario, de esas que se sueltan a bote pronto: esta semana hemos tenido que oír el dislate de una jubilación a los 75 años. O sea, en un país donde una persona que se queda en paro a los 50 años ya es considerada por el mercado un excedente laboral, les dices que se jubilen un cuarto de siglo después. No sé, también les podemos decir que se tiren por un barranco, como Iván Redondo, por ejemplo. Actualmente, hay más de un millón de personas de esa edad en desempleo de larga duración, viviendo el drama de la pobreza y la exclusión. Condenados a una pensión de subsistencia.

          Es cierto que para pagar una pensión máxima de hoy hacen falta dos o tres sueldos de mileuristas, pero el problema no está en la pensión, está en los sueldos de miseria que se pagan. Aquí se cobra 10 euros la hora, a veces sin contrato ni permiso de trabajo, por la limpieza de la casa. Mientras se paga a un joven periodista, por ejemplo, con máster y tres idiomas 960 euros al mes, 6 euros la hora.  Ese es el problema. Y además, si no dice o escribe lo que le mandan, se la juega o lo echan.

          Es falso como un billete de madera de 15 euros decir que no hay dinero para salarios dignos y pensiones. Dinero hay mucho. La cuestión es en qué se gasta ese dinero. No es un tema de cantidad, es de prioridad. Cubiertas las espaldas de cientos de miles de vividores: pensiones garantizadas, vidorras de vino y rosas, sueldazos por darle al palique, el trinque y la mamandurria. Embajadas de la señorita pepis para enviar a los amiguetes a ensuciar el nombre de España con el dinero de todos los españoles, además de todo eso… Hay que tragar con que no hay suficiente para pagar dos prioridades sociales que son de justicia y quizás jubilarse a los 75 años.

          En fin, desde mi punto de vista, no merece gobernar quien propone la receta de la miseria sin sanear la parte podrida de la manzana. 

El cinismo y los perros

           En la antigua Grecia vivió un filósofo llamado Antístenes, allá por el siglo IV a. C.  Este y un coleguilla suyo conocido por el nombre de Diógenes de Sínope, un guarrete de tomo y lomo, como seguramente el lector entrenado sabrá por su relación con el famoso síndrome de Diógenes, crearon la escuela cínica. Una corriente filosófica que defendía la independencia de todo aquello que fuera material y, literalmente, la idea de que la persona debía vivir como un perro o una perra (aquí no hacían distingos).

           Esta gente actuaba de forma acorde con la prédica: eran sucios y de aspecto desaliñado, con moños y coletas y propensos al alboroto. Un escritor griego del siglo II los describe así: Es un espectáculo horrible y penoso de ver, cuando agitan su sucia melena y te miran insolentemente. Se presentan medio desnudos, con una capa raída, una bolsita colgante y, entre sus manos, una maza hecha de madera de peral silvestre…, no se lavan y carecen de oficio y beneficio… No tienen sentido de la vergüenza y el pudor se ha borrado de su rostro.

           El cinismo ha sido materia posterior de obras literarias desde Shakespeare a Mark Twain pasando por Oscar Wilde entre otros muchos. Se fijaron, sobre todo, en esa mutación que poco a poco fue adoptando el cinismo hacia otras formas de conducta social: la mentira y la falsedad, la sátira, la ironía como método del discurso público o político y la falta de pudor o vergüenza como divisa de lo que representan quienes forman parte del cinismo moderno.

           Para los cínicos de hoy la verdad objetiva carece de sentido y no tiene la menor utilidad. Esto representa una innovación respecto de la escuela clásica. Hoy se puede ejercer obteniendo una amplia difusión y, además, se puede hacer de forma remunerada o como profesión. Es fácil ver tras una pantalla al mismo individuo o individua defendiendo hoy lo contrario de lo que defendían ayer y también lo contrario de lo que defenderán mañana. Sin inmutarse, manteniendo la risa por dentro; urdiendo nuevas manipulaciones en el discurso; mintiendo aquí; manipulando allí; poniendo y omitiendo en boca de otros lo que no dijeron y, en un alarde de grado superior, hacerlo incluso ante las grabaciones e imágenes que los desmienten. 

           Estos cínicos evolucionados no son tontos. Defienden la vida de perros, para otros, no para ellos, que prefieren la vida del burgués y la burguesa; la seguridad; el bienestar y el confort antes que la calle, la basura, el barrio bajo del que proceden y sus gentes a las que engañaron de forma cínica e inmisericorde. Solo conservan de la escuela clásica el aspecto guarro y desaseado, la chulería altanera y la tendencia a montar pollos. Incluso los perros han evolucionado de forma más digna que los cínicos actuales.