La sima del relato

          En la sima del relato quizá es donde habitan las intenciones más espurias del cuentista. No en el sentido de quien escribe fábulas o quimeras para que sean gozadas por manos y oídos entregados al arte, sino de quien utiliza la palabra como instrumento finalista de intenciones no confesadas.

          Construir un relato ficticio se ha convertido en un recurso para explicar la realidad. Normalizamos, a pasos por encima de nuestras posibilidades, la construcción alternativa de lo que vemos como si cualquier contradicción mereciera una mínima atención. Nos hemos convertido en fabricantes del relativismo moral. O dicho en román paladino: tú créete lo que yo te diga, cuando te lo diga yo y al margen de lo que veas o te digan otros. Es decir, los clásicos: «María esto no es lo que parece» o «Pepe, este señor pasaba por aquí mientras yo dormía y se cayó encima mía, y tampoco es lo que parece».

          Hasta no hace mucho la desfachatez y el descaro eran objeto de repudio, o incluso repulsa. El falso cuentista, por así llamarle, salía como gato escaldado doblando raudo las esquinas, y dejaba en la gatera ovillos de pelos arrancados del lomo por las prisas mientras con el rabo atizaba un coletazo para cerrar la portezuela.

          Hoy no es así. Hoy se puede salir en bolas en la tele con unos colegas, con unos cubatas en la mano y unas «señoritas»—léase putas de toda la vida—  un viernes cualquiera en Madrid en plena pandemia. Se puede comprobar que el de la tele es el de la imagen y que el salario que cobra lo pagan los asfixiados ciudadanos que no llegan a fin de mes, salvo los que fallecieron a miles durante aquellas orgías. Y se puede hacer porque se pertenece al club de los buenos, esos que todo lo hacen bien y nunca se equivocan así arda Troya.

          La virtud del cuentista y su círculo es nueva. Nunca antes había visto a alguien decir mientras me mira a los ojos y ve que estoy sentado decirme que estoy de pie. Esto formaba y, de hecho, forma parte de un trastorno psiquiátrico de percepción. Pero lo que un servidor nunca antes, quizá desde los años 30 del siglo pasado, había visto, es el actual fenómeno de patología colectiva de la defensa de aquellos que construyen relatos como si creyeran que sus pinceladas de mugre pintan algo. 

Cogidas de la mano

          Quizá nacieron cogidas de la mano, o quizá se cogieron las manos durante los nueve meses que su madre las tuvo en el vientre. Dicen que los gemelos tienen, además de un genoma idéntico, un vínculo más allá de lo corporal o fisiológico. Somos idénticas, debieron pensar muchas veces las dos hermanas preadolescentes, hasta que una de ellas decidió ser diferente. Quiso ser un chico de 12 años y no una chica.

          Cuando yo tenía esa edad no existía eso que hoy llamamos bullying, quizá porque desconocemos la palabra acoso que significa lo mismo. En el colegio sevillano en el que intentaron desasnarme en los años 70 había peleas. Siempre entre chicos. Recuerdo que los chavales hacían un círculo a modo de improvisado ring y los dos contendientes quedaban en el interior, allí se daban unas tortas y algunas patadas mientras el coro gritaba ¡pelea! ¡pelea!, y el asunto quedaba zanjado. Eran duelos a primera lágrima.

          Que yo recuerde no existía el acoso de un grupo a un solo individuo. Y mucho menos a una niña. Es raro, porque aunque por fortuna en mi casa nunca se dio el caso, en aquella época la mujer vivía sometida por el marido y, desgraciadamente, sufriendo maltrato en silencio en algunos casos. Quizá por ese motivo, los niños en el colegio teníamos un código no escrito: al que se le ocurra tocar a una niña se le aplicará un severo correctivo por parte del resto de los compañeros.

          Mucho hemos cambiado, en parte debido al uso inadecuado de la tecnología. Hoy el acoso se produce, en gran medida, en las redes sociales. Algo que muchos padres no valoran bien cuando le compran un smartphone a sus hijos de apenas 10 años, y les dan carta libre para que lo usen. El equivalente a empujar a un cervatillo para que cruce un río en el Serengueti mientras se refrescan los cocodrilos.

         No es fácil imaginar qué clase de vida llevaban dos niñas de 12 años, qué sufrimientos, o qué nivel de acoso y presión en su entorno las llevó a pensar lo impensable. A hablarlo entre ellas, a convencerse la una a la otra de que la solución debía ser definitiva. A escribirlo en un papel, cada una por separado: una carta de despedida. Una porque quería acabar con el dolor, la otra que no quería irse, lo haría por acompañar a su hermana y no dejarla sola. Y así, de la mano como vinieron al mundo, saltaron al vacío las dos con la intención de abandonarlo.   

El tren de la escoba

          El tren de la escoba era una de las atracciones de feria más apreciadas por los niños de mi generación. Cada primavera, cuando las calles del sevillano barrio de los Remedios se llenaban de casetas, luces y farolillos de papel, uno de los rincones preferidos por la chiquillería era la calle del Infierno. Un laberinto de atracciones que iban desde los coches locos y sus bocinas estridentes, a los esperpentos del monstruo de Guatemala o la mujer barbuda. Un desenfreno de ruidos, gritos y olores a algodón de azúcar, a rebujito y a las plastas que soltaban los caballos para regocijo de los moscones negros. 

          En esa calle mágica el tren de la escoba hacía las delicias de pequeños y mayores. Un tren descubierto que realizaba un breve trayecto circular, entrando y saliendo de una gruta o túnel ficticio en el que un tipo mal disfrazado de bruja repartía escobazos al personal que trataba no solo de evitarlos, sino también de hacerse con la escoba y atizarle a él. Por unas cuantas pesetas de entonces, pasabas dos o tres minutos de divertido estrés evitando sustos o recibir algún palo de la escoba aunque sin ánimo de dañar, como es lógico.

          La profesión de aquellos feriantes y buhoneros se aprendía transmitiendo los conocimientos de padres a hijos. No eran gentes de estudios ni escuelas de negocios de prestigio. Con frecuencia, los carteles en los que anunciaban sus espectáculos o el precio de un tique contenían tantas faltas de ortografía que costaba descifrar lo que se decía, salvo leyendo de corrido en voz alta y deduciendo el significado por el sonido.

          De todos aquellos años en que visité la calle del Infierno, no recuerdo ninguno en que el tren no entrara por el hueco de la gruta artificial, o se quedara atorado a la salida. Cosa que de haber ocurrido, habría aprovechado la bruja para repartir escobazos a diestro y siniestro. Pero no, aquella maquina cargada de padres con sus hijos, de adolescentes gritones y algún que otro beodo, siempre pasaba por donde debía y regresaba al punto de partida.

          Hemos tenido que esperar a bien entrado este siglo de la tecnología para ver algo tan insólito. Para gastar de dinero público casi 300 millones de euros en unas locomotoras que debían llevarnos a la tierra de las anchoas, y descubrir que no entran por los túneles de la red ferroviaria que va a Cantabria. Es surrealista. Desconozco qué clase de Pepe Gotera y Otilio han sido los iluminados del encargo, pero me lo imagino y siento una profunda tristeza. Porque esto ocurre en un país que se desangra de paro, con los autónomos sometidos a puro saqueo, con los impuestos en modo esclavo, y soportando la soberbia de una zahúrda de niñatos y niñatas cobrando sueldos de seis dígitos para que hagan, tanto las leyes como los pedidos que pagamos entre todos, con el mismísimo culo.  

            

Somos jóvenes

          

          Hace unos años solíamos decir entre los colegas: «somos jóvenes», al menos cuando yo rondaba los 20 y mis amigos iban a la par en números y en eso de arrancar hojas del calendario. Fue una etapa que duró algo más de una década, lo que no quiere decir que pasados los treinta ya no nos sintiéramos jóvenes, sino que las obligaciones iban creciendo y nos íbamos pareciendo a nuestros padres y madres. Gente con hipoteca, hijos, problemas en el trabajo y ese tipo de cosas. Algunos, entre los varones, comenzamos a perder el pelo.

         Esta semana, supongo que por aquello de que en algo hay que entretenerse, ha circulado una noticia falsa sobre la edad y los grupos etareos. Según se decía en el bulo, la OMS había elevado —como si eso importara algo— la edad de la juventud hasta los 65 tacos en vez de hasta los 60 como hasta ahora la situaba. Y cosa tan tonta provocó una oleada de wasaps con una supuesta imagen que, en realidad, está manipulada.  

el bulo

          Me ha llamado la atención que la Edad Media (con mayúsculas intencionadas) esté situada entre los 66 y 79 años, porque estando yo a más de dos décadas de sobrepasar ese límite, me pregunto qué tendré que hacer para retroceder tanto en el tiempo.

          Lo primero que pensé cuando vi la imagen que me enviaban fue: esto lo ha escrito un nini, no hay otra. Alguien que se come el acento de una esdrújula durante 47 años, y que confunde la estadística con las épocas históricas tiene que ser un producto de esa generación de nuevos talentos que no admiten correcciones pero se comen las trolas mojando pan.  

El españolito, la rana y el escorpión

          Es conocida por la mayoría la fábula de la rana y el escorpión, cuya moraleja nos revela que la verdadera naturaleza del individuo se acaba manifestando, tarde o temprano, sin importar las consecuencias. Pidió el escorpión a la rana que le cruzara el río, pero la rana quiso asegurarse de que no le picaría durante el trayecto. El escorpión, en buena lógica, contestó que no lo haría porque morirían los dos. Sin embargo, como el lector ya sabe, el escorpión clavó su aguijón en el lomo de la rana a mitad de la travesía. La rana le preguntó entonces: ¿Por que lo has hecho, moriremos los dos? Y el escorpión contestó: es mi forma de ser, mi naturaleza.

          Algo parecido ocurre con los sentimientos de los españolitos de a pie, como hemos comprobado tras la derrota de la selección de fútbol en el mundial e incluso antes. No creo que haya otro país participante donde tantos individuos deseen la derrota de su propio equipo por motivos diferentes. Unos porque les cae mal el seleccionador, otros porque no jugaba algún pelotero de su equipo preferido, muchos porque cualquier cosa chunga que le pase a España, a su nombre, su bandera o sus instituciones es cosa de alegrarse y, supongo, que hasta quien simplemente porque odia el país en el que vive, le mantiene y puede que incluso le preste asistencias sociales gratuitas. Aún así: para España lo peor.

          Es cierto que no es algo nuevo. Los españoles llevamos la penitencia dentro de nuestro propio territorio de tener que ocultar nuestro orgullo o satisfacción por haber nacido en este país. De saber que si llevas algún símbolo que nos identifique como españoles, más temprano que tarde, recibiremos la mirada reprobatoria de otros conciudadanos, españoles también pero que, o bien por moda, o bien porque hubieran preferido sin lugar a dudas haber nacido en Sierra Leona, se sienten incómodos con nuestra presencia españolista.

          Hemos tenido incluso a la alcaldesa ocurrente que, no solo deseaba la eliminación de España por Marruecos, sino que además ofrecía festejos y agasajos a los inmigrantes (con papeles y sin ellos) del país africano para que montaran un sarao (entiéndase escarnio) en la plaza del pueblo si ganaban. Y ganaron. Y supongo que la alcaldesa, de una localidad española, cenó una pástela con kéfir esa noche para celebrarlo, sentada en el suelo y mirando para Cuenca o para la Meca, que en la misma dirección están. 

         A los españoles se nos ha ido inoculando el veneno del escorpión desde las instituciones y los poderes políticos. De tal modo, que hoy tenemos en el país una mitad de escorpiones y una mitad de ranas. Y con semejante ejército, ya sea por la ingenuidad de unos o por la naturaleza de los otros, todos acabaremos en el fondo del río.

          

La cocina de los talibanes

          Si usted se dedica al mundo de la publicidad o, por ejemplo, regenta una pequeña tienda de juguetes debe sentirse concernido por las derivas de los aficionados a la ingeniería social. Recuerdo, por citar un primer antecedente que me resultó sobrecogedor porque, además, viví allí algunos años, que en el noreste de España si rotulabas un comercio en español te sancionaban, o sea, te metían un crujido en forma de multa que igual tenías que cerrar el chiringuito. Eso si los defensores de la libertad no te apedreaban la cristalera o te pintaban la fachada para marcarte como a un apestado en tu propio país. Y al final la gente tragó o se doblegó.   

          Me acordaba de ese ejemplo ya normalizado y sometidos los tenderos, entre ellos los de juguetes, porque, a partir de ahora, si usted fabrica muñecas o balones de fútbol y quiere publicitarlo, debe tener cuidado. ¿Y eso? Preguntará el lector más curioso. Pues fácil, porque no se le vaya a ocurrir el disparate de promocionar, por ejemplo, una cocinita de juguete con una niña sonriendo porque lo empuran. Puede que incluso lo emplumen y luego lo escarnien en plaza pública. Una cocinita con una niña jugando, aseguran, fomenta los roles de género. Dicen desde un ministerio que ha hecho una ley que ha puesto a un puñado de violadores en la calle en una semana, de momento: digan lo que digan desde la soberbia sus redactores e ideólogos.

          Cualquiera con un atisbo de lógica habría hecho primero un test de realidad cercana. Se preguntaría como es que Carme Ruscadella ha ganado la astronómica cifra de siete estrellas de la Guía Michelín y cocina como una diosa; doy fe. O Leonor Espinosa fue elegida como la mejor cocinera del mundo. Y también se preguntaría como es que hombres como Ferran Adriá, David Muñoz, Aguiñano, Berasategui, Roca o Subijana entre una larga y afamada lista de los mejores cocineros de Europa y del mundo, la publicidad tendenciosa de niñas en la cocina no les ha impedido ser genios entre fogones. Pero claro, esa no es la idea. Ni de lejos.

          Hoy vivimos en un proceso de ingeniería social que persigue el sometimiento de la conducta, esa es la clave, a niveles nunca vistos en Europa. Sí que los conocemos en otros países donde, por ejemplo, para que la mujer no sea reconocida se la obliga a llevar la cara tapada con un burka, o se la apedrea hasta la muerte por una infidelidad matrimonial. O se las somete a una ablación, que es la salvajada más cruel imaginable. O se cuelga del cuello hasta la muerte a los hombres homosexuales. Todo ello, fruto de la intolerancia dictada por quienes dicen a las personas lo que tienen que hacer y lo que no desde la infancia, incluso, para eludir la autoridad de sus padres. Qué comer, como jugar o masturbarse y cosas por el estilo. Una ideología enferma, como cualquier persona sana puede fácilmente colegir.

          Lo más peligroso de esta deriva es la rapidez con la que las sociedades modernas, atolondradas por miles de mensajes diarios, normalizan estas amenazas y metabolizan sus propios errores. Digieren, por así decir, lo que cuatro mequetrefes salidos de cualquier esquina con un megáfono les hacen tragar a la fuerza porque un día, una de esas carambolas electorales, los puso de mal necesario en un gobierno sin escrúpulos, y se nos concedió la gracia de ver qué sabían hacer además de pegar gritos por las calles. Pues nada, ahí lo tienen. Lo que cabía esperar.   

           

          

Las hermanas Mirabal

          El pasado viernes 25 de noviembre se celebró el día internacional de la violencia contra la mujer. Algo que, en sí mismo, es un noble fin y una vergüenza que todavía exista la necesidad de reivindicar algo así. La violencia contra las mujeres, simplemente, no debe existir. Ni contra el resto de seres humanos que no son mujeres, tampoco. Sin embargo, y puesto que es un día internacional, quise echar un vistazo a la situación en todo el mundo para ver que esperanzas nos cabe tener al respecto y consultar algunos datos. 

          Lógicamente, y dadas las fechas y los acontecimientos deportivos, lo primero que hice fue darme un paseo virtual por Qatar. Un país en el que la represión y la violencia contra las mujeres sí, allí sí, se ejerce por el simple hecho de ser mujer. Pero esa, a pesar de lo que nos quieren hacer ver, no es la situación en todos los lugares donde existe violencia contra una mujer. Donde un salvaje, borracho, machista, despechado o de mente criminal acaba matando a su mujer, su cuñada o a la vecina del quinto o a una joven a la que no conoce. En 2020 en España 119 mujeres fueron asesinadas, no siempre en el entorno familiar ni entre ciudadanos españoles, y 179 hombres también fueron asesinados por diferentes causas. El problema es evidente: cada muerte es una tragedia que impacta a otras muchas personas.

          También quise saber el por qué de la elección del día 25 de noviembre de entre los 365 que hay cada año. Y aquí aparecen las hermanas Mirabal, naturales de uno de los países más bonitos del mundo: República Dominicana. Las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron brutalmente asesinadas por orden del dictador Leonidas Trujillo —que en el infierno esté— por razones políticas, no por ser mujeres que también lo eran. Los hechos ocurrieron el 25 de noviembre de 1960. Y por los mismos motivos que ellas fueron asesinados algunos familiares y maridos, que eran hombres. 

          La novela «La fiesta del chivo» de Vargas Llosa, una obra maestra, narra los acontecimientos en aquel país hasta que la disidencia acabó asesinando también al infame dictador Trujillo. Una época en la que el machismo era la norma, como en España y en muchos países, y unas mujeres y sus maridos se rebelaron y pagaron con sus vidas. Esa es la verdadera historia referente al 25 de noviembre, que dicho sea de paso, poco tiene que ver con lo que en algunos sitios se celebra o se quiere celebrar desde la manipulación ideológica.

          Pensaba esto, porque esta semana nos hemos gastado todos los españoles un millón de euros de los impuestos en un burdo intento de atacar a un periodista usando el feminismo como escusa. Un acto de violencia institucional, mentecato, mal montado y desmontado a la media hora por el atacado con pruebas irrefutables. Y, seguramente, cobrado por alguna amiga con una reciente agencia de publicidad abierta al abrigo del sectarismo más rancio y fatuo. No tiene desperdicio: 

 

Tontería e ideología

          Llegar a la tontería por la ideología es completamente sencillo y, con frecuencia, lo que quizá comenzó como un frente legítimo para conseguir algo necesario o justo, acaba en chanza sin sentido. De entre todas las modas, ninguna ha provocado tantos memes como los deslices y patinazos que se comenten con el uso del femenino en el lenguaje. Desde el ya mítico miembras hasta hoy, se ha regado el español con la semilla de una especie de esperanto o esperanta.

          Forma parte, sin duda para mí, de esa corriente progresista que un día vio con claridad que en España todo estaba mal, incluida la propia España toda ella. Decir que eres español o llevar un símbolo de España como unos tirantes te pueden costar la vida; una pulserita te convierte en fascista; si celebras el 12 de octubre facha también y, por supuesto, si no retuerces el diccionario y lo pataleas eres, como poco, sospechoso (aquí no se desdobla por lo mismo que en las pelis se persigue al sospechoso, al asesino, al malvado, y nunca se desdobla. De hecho, sonaría extraño un poli que dijera que tiene que encontrar a la sospechosa o a la asesina). El público se preguntaría, ¿Por qué sabe que es una mujer, cosa que no se pregunta si se dice en masculino? No sé si el astuto lector lo va pillando.

          Recuerdo, cuando trabajaba en sanidad, la primera vez que vi subir a un enfermero a un escenario en un congreso y referirse al colectivo, de forma reiterada, como «nosotras las enfermeras». En un auditorio en el que había reparto de sexos al 50% más o menos. Lo cual es técnicamente incorrecto según la R.A.E (hagan ustedes la consulta en el libro de estilo). De todas formas, sugiero que no se lancen a la ligera con estos experimentos, no sea que se cuelen en una manifestación de transportistas airados y le diga a uno de ellos «¡Eh tú, camionera. Apártate de ahí!». Por lo menos, yo no lo aconsejo sin haber revisado antes las coberturas de la póliza del seguro sanitario.

          Estamos construyendo una sociedad sin normas, inducidos por la ideología del frentismo y no nos damos cuenta del embrollo al que nos lleva. Al que no le gustan las leyes no las cumple y si puede no acata las sentencias; al que le preocupa el cambio climático le tira unas latas de tomate a una obra de arte; que España descubrió América tiramos las estatuas de Colón y así, metidos en la cultura de la cancelación, seremos cada vez no más libres sino más talibanes y más ceporros y ceporras. Y, sobre todo, moldeables como plastilina caliente al son del mercachifle o la mercachifle de turno y sus timos de pandereta. 

          Esta semana un Tiktoker ha hecho, con el auditorio lleno, una meme versión del conocido tema When a Man Loves a Woman de Michael Bolton. Aquí la dejo para que vean y disfruten de lo sencillo y maravilloso que va a resultar ser ideológicamente correcto con lo que nos vayan marcando a toque de tambor. 

https://www.tiktok.com/@gymfit_tc/video/7154653472288296197?is_from_webapp=v1&item_id=7154653472288296197 

Libertad con impunidad

          En los tiempos que corren la libertad con impunidad es el combinado más apreciado para las noches de fiestas de los más cools, los guapos de la tele y la gente chic, para entendernos. Sorprendentemente, también es el combinado preferido de las bandas latinas, que campan a sus anchas con machetes para desbrozar la selva urbanita de competidores en los negocios del hampa. Es lo único que tienen en común estas dos faunas de la madrugada: libertad con impunidad.

          Los primeros suelen ser pacíficos, se desenvuelven en las zonas privadas de las salas de lujo o de moda, con baños aseados y privados en los que no ser sorprendidos por molestas interrupciones, y con porteros bien trajeados y convenientemente untados con generosas propinas. Los segundos son más de perreo y papelina sobre la barra si hace falta, mientras manosean la entrepierna de una morena que hace gestos de gatita, remoloneando al macho alfa para ganarse su atención.

          Todos ellos tienen sus hábitos y costumbres a la hora de recogerse, ya cuando el sol comienza a amarillear por el este. Unos, quizá porque sus costumbres son más expeditivas, terminan matándose por las calles a machetazo limpio o, en el peor de los casos, a puro plomo. Haciendo retroceder las calles de las grandes ciudades de este siglo XXI a aquellos puertos piratas, donde rufianes y fulanas ajustaban cuentas y se daban muerte por unas monedas o una botella.

          Otros, quizá por la calidad de los condimentos consumidos y la seguridad de ser conocidos y tener la cuenta llena, toman la calle con aire de amos. Sintiendo la falsa potestad de intervenir en aquellos asuntos que el azar les ponga por delante; salvo machetes o pistolas que eso hace pupa y no tiene ninguna gracia. Sin embargo, increpar a la policía si se tercia es una acción que reivindica la fortaleza de la libertad que la química del momento les hace sentir.

          Hemos construido una sociedad de mequetrefes y golfas y la hemos aderezado con lo peorcito de cada casa. Le hemos quitado a la policía la potestad de ejercer el control, e incluso se ha creado el relato de que la autoridad es presuntamente culpable, abusadora, y que sale por las noches a incomodar a la ciudadanía. Y lo peor es que los jueces con leyes desquiciadas, y los medios de comunicación con sus altavoces mediáticos, lo avalan. Pues nada, muy bien: ¡Que arda, Troya! Y al que le toque, que se joda. Luego, no se quejen.     

Mercachifles sin corbata

          Los mercachifles tuvieron su momento de esplendor en el comercio de buhonerías cuando yo era un chaval. Recuerdo, como contaba García Márquez, que mi barrio se convertía en una especie de Macondo sevillano. De vez en cuando, aparecían estas familias itinerantes que lo mismo vendían remedios infalibles para las manchas, que ungüentos sanadores e infusiones para estimular la reproducción humana. En ocasiones, acompañaban a sus proclamas el sonido agudo del chiflo del afilador de cuchillos.

          Aquellas caravanas de comerciantes acabaron por instalarse en las ferias locales en casetas de quita y pon. Desde allí con estrépito de altavoces reclamaban la presencia de transeúntes hasta sus mostradores repletos de turrones adoquinados. Allí se vendían caramelos arrancadientes y se llevaban a cabo rifas en las que te podía tocar un perrito piloto y, más tarde, con la democracia y antes del nuevo feminismo, también una muñeca chochona.

          Nos hemos acostumbrado a base de estas tradiciones y costumbres a bailar al son de los vendedores ambulantes modernos, ahora con chaqueta y corbata o no, según se tercie y convenga a lo que haya que meter en esos altavoces mediáticos al servicio de los nuevos mercachifles. Ya no comercian con baratijas, ni montan paradas en las esquinas para regocijo de la chiquillería. Ahora las montan para vender bulos y contradicciones.

         España pasa por un momento delicado, como toda Europa. Se requiere ayudar a muchas familias vulnerables, o incluso de clase media. Hay millones de parados, y el que trabaja según dicen las estadísticas es mileurista. La inflación disparada y, entonces aparece la magia del buhonero y su mantra: ¡los ricos, los ricos! ¡los ricos, los ricos! Y un clamor recorre el país al grito de los ricos. Un ejército de ricos aparece de la nada, y son ellos con sus fortunas los que nos van a salvar de la miseria. 

          Quienes esto proclaman a los cuatro vientos tienen sueldos de seis dígitos, no producen nada más allá de sus voceríos y, de vez en cuando, alguna trifulca. No crean nada, no fabrican nada, no hacen nada útil para evitar la situación salvo vender motos. Quizá por eso, la idea ahora es que para que ellos puedan seguir con las supercherías de las que viven, nos van a hacer creer que ricos somos todos.