El inseguro

          El inseguro es ese documento que, en ocasiones obligados por la ley o los bancos, usted firma y contrata con una compañía de «seguros». Le parecerá un oxímoron, pero créame que nada hay más inseguro que una póliza de seguros. Esas 50 páginas en las que le prometen la salvación en caso de accidente o desgracia en los primeros párrafos, y las miles de razones por las que no lo harán en las siguientes 49 hojas. Uno de esos contratos que se denominan de adhesión en los que el cliente, como parte contratante, no tiene nada que negociar ni que decir. Lo tomas o lo dejas: punto. 

          Pensaba esto porque cada vez que ocurre una tragedia como la de esta semana, o el reciente incendio del edificio que ardió como una tea, no puedo evitar una sensación de desasosiego cuando pienso en los afectados, y en cuando intenten cobrar la indemnización que les haga sacar el cuello de la ruina y rehacer sus vidas. Ya se lo pueden tomar con una gigantesca dosis de paciencia para no provocarse una úlcera o una patología cardíaca. Una cosa debe tener en cuenta cada afectado: el seguro hará todo lo humanamente posible por no pagar ni un euro.

          Pronto descubrirán lo fácil que es perder la calma, apenas marquen el teléfono de la compañía y descubran que allí no suele haber nadie que responda. Lo más habitual es que le atienda una maquinita que lo mareará con una locución de media hora en dos idiomas informándole de sus derechos sobre protección de datos. Si tiene suerte y luego de comerse la chapa no se corta la llamada, que se prepare para el mareo de preguntas y que si marque tal o marque cual. Tras lo cual le pondrán una musiquita de la usada como tortura en los campos de concentración. Todo por ver si se aburre el cliente y cuelga o estrella el teléfono contra la pared.

          Si tras algunas mañanas dedicado en exclusiva a tratar de contactar lo consigue le darán una primera respuesta: su póliza no cubre lo que ha pasado. Es una respuesta estándar. Y quizá el desdichado, si le quedan ganas buscará un abogado para que le represente y al que le dirán lo mismo. Si aún así decide pleitear, y soltar dinero en vez de recibirlo, lo mas probable es que vea como se acorta su esperanza de vida sin que pase nada: sus hijos se hacen mayores y se casan; nacen nietos y se celebran muchas Navidades, pero todo ello sin saber nada del juzgado. Cosa que los del seguro saben más que de sobra que es así como funcionan las cosas en este país. Y aunque un día soleado gane el pleito, mejor que no lo dé por cobrado. Esa es otra pelea de recursos, apelaciones, más recursos, más nietos…

         Le puedo parecer exagerado, pero créame que lo sé por experiencia en propia carne. En 2020 tuve un siniestro cubierto por un seguro. Han pasado 4 años, tengo sentencia a mi favor y adivinen que: a fecha de hoy no he cobrado ni un euro. Solo deseo que esta vez haya con la tragedia de Valencia, al menos, un poco de tres ingredientes fundamentales: compasión, empatía y humanidad con tantos miles de familias afectadas que lo han perdido todo.     

 

Malotes sin disfraz

          Muchos de los personajes de mis novelas son malotes sin disfraz. Lo son de una manera visible. Son individuos de escasa moral, interesados en el dinero y el sexo, o sin escrúpulos para cometer actos delictivos con el fin de conseguir un beneficio personal. Y conviven con otros personajes mejor adaptados a la vida en sociedad. En definitiva, trato de que los habitantes de mis páginas sean, en la medida de lo posible, un reflejo de lo que vemos por la calle cada día.

          Pensaba esto, precisamente, porque la realidad suele tener esa manía incómoda de superar a la ficción. Estos días, en un alarde más de imaginación, nos ha presentado al malote disfrazado de superioridad moral. Una clase de individuo que bajo el disfraz de cordero y el discurso hueco y falsario esconde una personalidad abyecta hasta lo patológico. Una habilidad que le permite surfear entre bambalinas, rozando culos al descuido, acosando con frases a medio terminar, o pasando directamente a la violencia envuelta en el miedo de la víctima a las represalias.

          En la literatura estas escenas tampoco son nuevas, incluso yo describo algunas parecidas en mis novelas. Pero ninguno de mis personajes va de vendedor de biblias, ni de adalid de la superioridad moral que se enfrenta a los malos de siempre. Unos supuestos malos que, además de escuchar sin reaccionar, no se atreven a descabalgar de la burra a los pregoneros con carita de buenos. Mis personajes malotes se ven venir a lo lejos, presumen de serlo, actúan en consecuencia y, cuando los pillan, pagan las consecuencias.

          Vivimos en tiempos de cuentos y timadores, días de regeneradores que bien podrían refundar el cártel de Medellín con el dinero de los impuestos que nos sacan hasta la asfixia. De defensores de la igualdad y los derechos de la clase obrera y trabajadora que se hacen ricos en un par de años, y que pasan del pisito modesto a la mansión, del barrio obrero a las zonas más caras y exclusivas de Bruselas o París. Y todo ello, desde la superioridad moral.

          Sin embargo, pocas cosas hay más detestables en estos propietarios de la superioridad moral que escuchar su defensa del feminismo, su esfuerzo por la igualdad, sus caritas de monjes acartonados, su aliento podrido. Y ahora tener que imaginarlos tras la puerta de un baño, o en un dormitorio improvisado: golpeando en vez de amando, y humillando a una mujer. Maltratando en vez de acariciando, usándola como objeto, y no respetando el cuerpo ajeno. Es bueno tomar ejemplos de la realidad, no para escribir historias, sino para recordar que según detrás de qué superioridad moral suele habitar una gran montaña de basura.   

El picoteo adelgaza

          El picoteo adelgaza, aunque usted pensará con razón que me he vuelto turulato o que, simplemente, como vicioso del tapeo que soy intento justificarme y de paso contarle una milonga. Pero no, nada de eso, me refiero a que el picoteo adelgaza, pero no la grasa corporal sino la cuenta corriente, y sin necesidad de ingerir esa tapa de calamares con su caña fresquita de acompañamiento, o ese poquito de jamón o queso con su vinito Manzanilla.

          El picoteo al que me refiero es el de esos gastos menudos y casi invisibles que se le han ido colando en la economía, casi siempre con su consentimiento, por supuesto. Minucias según su criterio cuando picó o no leyó la letra pequeña, pero que acumuladas le acaban haciendo una persona más flaca en términos económicos. Hoy seguir esta dieta de adelgazamiento financiero es mucho más fácil que hace unos años, porque se hace a leves golpecitos de clic en momentos tontunos que todos tenemos.

          Pensaba esto porque tengo una pareja de amigos que, recientemente, se dieron cuenta de que pagaban Netflix para 12 personas: tenían una suscripción para 4 perfiles cada uno, más una agregada en Movistar para otros 4. Otras 12 de Amazon Prime por parecidas coincidencias y rebotes, y múltiples cargos recurrentes de entre 10 y 12 euros al mes de aplicaciones chorras que nunca usaban y ni siquiera recordaban haber contratado.

          Visto el desmadre hicieron un poco de investigación de sus finanzas, vamos lo que viene siendo revisar la cuenta corriente y tarjetas en plan histórico de un año. Y volvieron a saltar todas las luces rojas de las alarmas: comisiones de mantenimiento de cuentas y tarjetas que prometieron no cobrarles, seguros metidos de matute por el banco a razón de 7-8 euritos cada uno para que no se note, suscripciones a revistas que habían dejado de recibir en la última mudanza unos cuantos años atrás… Y un suma y sigue…

          Según mis colegas, en un año podían tener fácilmente una grieta con un desagüe de unos cuantos miles de euros en picoteo chungo. Obviamente, reconocen que la responsabilidad del adelgazamiento es de ellos, cosa que no les negué por razones obvias. Sin embargo, tengo la sensación de que es algo más común de lo que parece. Por ese motivo, lo primero que hice fue mirarme el ombligo para descubrir que, después de todo, creo que cada vez me veo más delgado sin estar a dieta.

         

Perro

         Yo he tenido varios perros en mi vida. Al primero lo llamé Goso (pastor alemán), en un guiño lingüístico valenciano, y tuvo una pequeña hermana que se llamó Lasky (chuchita gamberra). Luego tuve otra perra a la que llamamos Amita, no me pregunten por qué, y que la tuvimos que sacrificar con 16 años por cuestiones de salud no remediables.

          Y ahora tengo un perro que se llama Warren, pero que todavía no ha nacido. Warren es un nombre en homenaje a Warren Sánchez del inigualable grupo Le Luthiers. Warren es un labrador retriever de color chocolate y ojos azules. Todavía no nos hemos conocido y ya nos queremos, no conozco a una raza tan noble y tan estrecha en su relación con el ser humano.

          Pensaba esto acordándome de una tarde en la estación de Atocha hace unos meses. Una labradora retriever, quizá la mamá o la abuela de Warren, atosigaba a un niño de unos 10 años. No le daba descanso, pero el chaval no dejaba de jugar con ella. Era una cosa muy especial. El crío estaba con su madre y su padre, esperando como yo, a poder embarcar en el AVE. 

          No pude evitar, metiche como soy, en acercarme y preguntar por el perro (enseguida me dijeron que era chica y tenía 10 meses). Y enseguida me di cuenta de que el niño tenía una discapacidad cognitiva. Era un matrimonio italiano, de paso por Madrid. La mamá del chico chapurreaba el españolo como dicen ellos, y me explicó la relación entre su hijo y la perra.

        Supe que el niño había superado enormes barreras de socialización desde que la perra llegó a su vida, y el animal lo adoraba como si fueran hermanos. Enseguida se sentó mirándome, pero protegiendo al chaval, situándose entre los dos. Mirándome con inteligencia canina: noble y de una entereza que ya quisiera yo ver en la mayoría de mis congéneres. Allí deseé que una perra así sea la que un día me dé a Warren.

         Soy un amante de los perros, me gustan mucho. Y no entiendo como tantas personas no los tratan como lo que son: auténticos amigos, con una enorme capacidad de amar y de protegernos, pero sí, necesitan ser cuidados y amados en consecuencia. 

La agenda de Noel

          A papá Noel la agenda se le está complicando tela marinera. Me refiero a una moda que viene de lejos y que, sobre todo, hemos inventado en nuestra querida España. ¿Qué moda? Pues la de cambiarle la agenda con el trabajo que tiene preparar los renos. Pero sí, a veces los cambios vienen, como en Bérchules (Granada), provocados por la anécdota de un apagón en 1994. Desde entonces, estas tradicionales fiestas que incluyen el movilizar a gente como Noel, se celebran en agosto en esa localidad.

          Otras veces, sin embargo, la cosa no va de recoger la anécdota para convertirla en algo digno de admiración y mención, sino en una astracanada fruto de vaya usted a saber qué, pero todo apunta a aquello de Panem et circenses. En Venezuela, donde recientemente y a pesar del mudo verificador internacional español, el dictador Maduro les ha robado las elecciones a los venezolanos, ahora dice que adelanta la Navidad a primeros de octubre. Anuncio que un público seleccionado aplaudía en televisión con sincronización coreana.

          No aclara el dictador si este adelanto es para siempre desde este año, o solo por una vez para entretener el hambre, la miseria y la represión política violenta. La UE no reconoce la legitimidad democrática en el país, ni los Estados Unidos tampoco, pero mientras tanto el dictador amenaza con asaltar la embajada de Argentina donde se refugian los vencedores de las elecciones. Por desgracia, los venezolanos tienen pocas esperanzas de que la comunidad internacional intervenga por la fuerza como se hizo con Noriega en Panamá.

          Noel no les traerá la libertad a los venezolanos por mucho que se dé prisa en llegar con sus sacas de regalos. El mundo se está partiendo en dos bloques, y las socialdemocracias de las que tanta prosperidad hemos conseguido en Occidente se agotan. Tiranías como las de Maduro cuentan con la protección de países no democráticos como Rusia, China o Irán. Es esa parte del mundo donde los derechos humanos no importan y la libertad se le arrebata por la fuerza a los ciudadanos.

          Pensaba esto, más que nada, por las próximas generaciones. Europa no está libre de culpa ni del riesgo de partirse en dos, y no en buenos y malos como nos quieren hacer tragar. No así, sino en dos mitades fallidas que es una solución mucho peor, porque ninguna de las dos propuestas a las que tienden los países, incluido el nuestro, tendrá diferencias con la dictadura de Maduro, por mucho que adelantemos la Navidad, si es que la Navidad no es derogada antes por decreto Ley y Noel se queda con contrato fijo discontinuo. 

Vamos a contar mentiras

          Los niños de mi infancia teníamos una cantinela que decía algo así como: «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras tralará (bis), por el mar corren las liebres, (bis), por el monte las sardinas, tralará, (bis)». Y esa debió ser, aunque entonces no lo sabíamos, la forma precursora de la creación de la posverdad o el relato, que se dice ahora, sobre todo, periodístico o como se llame lo que hacen los medios que dicen informar.

          Pensaba esto porque he leído este mes dos libros que considero esenciales para cualquier cabeza pensante, casi como terapia detox de la razón y por higiene mental. El primero se llama «La muerte del periodismo» y lo escribe el periodista Teodoro León Gross. Es difícil que alguien clarifique el punto en el que se encuentra la propia profesión, sobre todo, cuando es en el estercolero intelectual y económico que obliga a prostituirse (léase en modo metáfora), con cada trabajo, noticia, o actividad diaria.

          El autor describe como el periodismo, torpe y lento en su adaptación a los nuevos medios: plataformas, desaparición del formato papel, Youtube, redes sociales que transmiten en directo etc…, perdió ingentes cantidades de dinero en publicidad y pasó a depender de las subvenciones a cambio de venderse al mejor postor. Publicidad institucional que pagamos todos, al margen de que sean de un signo político u otro. El resultado, contenidos panfletarios que, según el autor, nunca gozaron de tan baja credibilidad en la población. Y caen en picado.

          Lo cierto es que el nivel es paupérrimo en las universidades igualitarias, donde todo el mundo tiene que aprobar por ley, o se puede ser catedrática sin estudios universitarios. El resultado es que una reportera diga por televisión que: «Acaba de llegar el rey Felipe ví (del verbo ver donde dice VI en números romanos en el titular), y ese es el rasero quizá más ridículo de la profesión. 

         El segundo libro es de Jano García, titulado El rebaño e introduce un concepto curioso llamado «Alogocracia», en el que narra sin pelos en la lengua como avanza la sociedad plutocrática que el rebaño hace posible casi sin darse cuenta. Como la masa sometida a base de pienso ideológico, paguitas igualitarias, ataques a la meritocracia, wokismo desquiciado y otras argucias de la ingeniería social hacen posible el derribo en el que van quedando los Estados fallidos como el francés, el húngaro o el español, por no saltar el charco hasta Venezuela y la mafia del grupo de Puebla dirigido por un desaparecido ZP.

Aquí les dejo el nuevo himno por si gustan echar un baile: 

¿Y si fue la vacuna…?

           Todos hemos oído, leído e incluso reído con las teorías de la conspiración durante la última pandemia global que nos sacudió de lo lindo. Un repaso en toda regla a la prepotencia humana y la falta de previsión que costó 15 millones de vidas solo durante los primeros dos años, según Naciones Unidas.  España estuvo, como otras veces lo está en fútbol, a la cabeza del desastre, la manipulación informativa y el número total de muertos que, según el gobierno y sus palmeros, fueron sobre todo asesinados por la presidenta de Madrid: la señora Ayuso, que cada vez que hay elecciones les pasa la mano por la cara. 

          Nos comimos como campeones dos encierros inconstitucionales durante meses (por eso cambiar el TC), nos jamamos igualmente más años de mascarillas que de antigua mili, para ver si Koldo y su mafia ministerial liquidaban el stock chino, nos dejamos comer la oreja por el tonto Simón de un caso o dos como mucho y, además, aplaudimos como focas en los balcones según el tum tum de los tambores de un tipo que salía a darnos charlas paternales de una hora sin haber ganado nunca unas elecciones. Ni para presidente de su comunidad de vecinos.

          Pensaba esto después del bochornoso espectáculo de esta semana. Un prófugo de la justicia perseguido por delitos de extrema gravedad. Un delincuente internacional con orden de detención, que se mea en la cara de un país como España y lo hace en directo. Anuncia su agenda: cuándo viene, dónde da la charla pública televisada y, con las mismas, se va y se ríe de todos nosotros a la mansión que pagamos con nuestros impuestos. Allí supongo se saca la chorra de nuevo la moja en cava catalán y se la limpia en las cortinas decoradas con la bandera española. 

         Yo no creo que así por las buenas la humillación pública sea algo soportable de forma natural. Hoy, y con razón, le dices a un tipo amanerado maricón en un bar, o guarra a una que parezca una guarra de pago y acabas con grilletes en el calabozo. Después acusado de un delito de odio (nadie sabe cuál es el baremo ni el tipo objetivo), y lo mismo arruinado y maltratado. Eso si no te han metido antes una paliza el dueño del bar y sus amigos, dependiendo de si estás en La Moraleja o en Rivas Vaciamadrid. 

          Yo creo que nos metieron el chip, ya me jode darle la razón a Miguel Bosé, pero no hay otra explicación. Los humanos siempre tuvimos dos cosas que nos caracterizaban: la capacidad de vivir en sociedad, y el acecho preventivo para que no nos convirtieran en rebaños ciegos y rendidos. Nunca imaginamos que una masa amorfa de carne a 36 grados  sería capaz de tragar con todo sin rebelarse, sin hacer como en otras épocas hizo: darle caza al traidor y sus valedores y colgarlos por los pies en plaza pública. 

Marimacho

          Cuando yo iba al cole siendo adolescente el wokismo no existía. De USA lo que se importaba era el Winston y las películas de indios y vaqueros. De hecho, los niños solíamos pedir en Reyes, entonces Noel no había nacido, el equipo de shérif con su cinto repleto de balas y el revolver, además del sombrero y la estrella de seis puntas para prenderla de la pechera con un alfiler. Las niñas eran más de muñecas y cocinillas. Ninguna pedía unos guantes de boxeo. 

          Cierto es que, como en todas las épocas, había niños que se pirraban por echar mano a las cocinillas y las muñecas, y niñas que pasaban de esos juguetes y eran más de jugar al fútbol. El balón de reglamento, que así lo llamábamos, era otro de los regalos estrella de los niños junto con la camiseta del equipo preferido y las botas de tacos. Se hacía raro ver niñas jugando al fútbol, ¿quién nos iba a decir que las hijas de aquellas niñas acabarían siendo campeonas del mundo?

          Pensaba esto porque por aquel entonces a las niñas que se salían del carril los niños nos referíamos a ellas como marimachos, término hoy recogido por la R.A.E y que se refiere de manera despectiva a las niñas que se comportan y actúan como niños. Por suerte, con los años y la cultura de la igualdad bien entendida, las conductas y actividades de las personas no definen ni identifican el sexo de quienes las realizan. Tenemos hombres que son los mejores cocineros del mundo, y mujeres campeonas a nivel mundial en muchas disciplinas deportivas.

          Pensaba esto porque el wokismo como disparate, que no como ideología, nos quiere hacer comulgar con ruedas de molino. Lo vimos esta semana cuando un hombre embutido en un cuerpo de mujer, con cuerpo de hombre, cara de hombre y bíceps de hombre, de un solo puñetazo en menos de 30 segundos dejó K.O a la boxeadora italiana. En este caso, pensé, no se puede hablar de un marimacho porque no es lo que hace, sino los atributos fisiológicos y hormonales los que la acercan más al sexo masculino que femenino.

          Como quiera que sea, esa deportista encuadrada en torneos femeninos no tiene permitido competir en boxeo a nivel mundial, pero se «coló» en las Olimpiadas creando una situación injusta que ninguna feminista woke ha salido a criticar. No dudo que veremos a mujeres trans con barbas y bíceps como los de Tyson masacrando a chavalas de toda la vida en el ring para regocijo del wokismo pero, que quieren que les diga, para mi la argelina no es un marimacho, es un macho con vagina.     

Adictos al brócoli

          Por estas fechas todos los años menudean las compras de alimentos como el brócoli, las lechugas de tallos verdes y amargos, y diferentes ramajes que la gente consume como si se convirtieran en seres herbívoros por devoción. La intención, al parecer, es no mostrar en la playa unas lorzas que se han estado cebando durante todo el año con mimo y paciencia. Yo hace años que me he resignado al hecho de vivir en un mundo que está hecho al revés.

          Estoy convencido de que en otros mundos, quizá a no muchas galaxias del nuestro, el cordero y el cochinillo asado adelgazan y bajan las cifras de colesterol malo. Si además se les hace la cama previamente con un litro de cerveza fría y luego se riega con un bueno vino, entonces también se reduce el riesgo de infarto o de acumular grasa en el hígado. Y también doy por hecho que unos buñuelos con nata para terminar, o una copa de helados variados bajan los niveles de azúcar y evitan la diabetes.

          Pensaba esto porque estoy convencido de que no nos hemos podido fabricar a conciencia un mundo a la medida de lo malo, de lo que no nos gusta. Y que para mayor padecimiento todo lo bueno y rico de consumir se convierta en una espada de Damocles, o nos mancille la imagen con el estigma del sobrepeso y las miradas reprobatorias de los adictos al brócoli. Esos seres escasos que caminan por la orilla reclamando una mirada que nadie les presta, con cara de estreñidos o de amas de llaves del castillo de los horrores. 

          Estoy casi seguro de que en ese otro mundo, el sitio bueno y al que no hemos ido a parar por nuestra mala cabeza, mientras menos se trabaja más dinero se gana, porque doblar el lomo le gusta a poca gente. Los que se esfuerzan y se dejan media vida currando acaban pobres y sin amigos por no dedicarles tiempo, y terminan viviendo de la beneficencia. Si además reúnen los vicios propios de los herbívoros es probable que no lleguen a la esperanza de vida por alguna complicación sanitaria.

          En ese mundo donde el brócoli está prohibido, y sus plantaciones se han sustituido por la marihuana gratis, el jamón de bellota está más barato que la cebolla, y las fuentes de las plazas tienen dos grifos: uno de agua para los patos y otro de manzanilla fresquita para el humano. Yo estoy seguro de que alguien nos hizo el mundo un día que se sintió mala persona, y en un acto de locura nos mandó de una patada a esta huerta de padecimientos, donde si no eres adicto al brócoli lo llevas crudo. 

Somos ingleses en verano

          En verano es cuando los españoles más y mejor mostramos que, en realidad, lo que siempre hemos querido ser es ingleses. Lo compruebo cada vez que enfilo la autovía camino de la playa. No me cabe la menor duda de que la inmensa mayoría de los conductores han sacado el carné de conducir en Gibraltar, o quizá en alguna ciudad no tan española y gaditana, pero sí regentada por algún tipo borrachuzo de Banbury o Chipping Norton, dos de las ciudades más feas de U.K.

          Da igual si el coche en cuestión es eléctrico o de combustible anti Agenda 2030, si es potente y está en perfecto estado o se trata de una tartana con ruedas conducida por una persona casi invidente: todos por el puto carril de la izquierda, velocidad media de la fila de coches 60 km/hr, y nadie por la derecha salvo un camión a sus anchas cada varios kilómetros. Sí señor, como debe ser, y como enseñan en las autoescuelas inglesas entre trago de cerveza y chupito de ginebra.

          Ignoro la tozudez y sospecho que, si no es porque han aprendido a conducir al otro lado del Canal de la Mancha, debe de ser por una hemiplejía neuronal. Una patología grave y con frecuencia sin cura conocida. Uno de sus efectos y consecuencias observables más evidentes es el derrote hacia la izquierda sin razón aparente, incluso contra toda lógica y sentido común. Una querencia, por decirlo en términos taurinos, a vencer de lado hacia la barrera del tendido cinco donde más da el sol.

          A veces, cuando de alguna de estas filas se desprende hacia la derecha uno de esos vehículos ovejeros se lleva un susto. Resulta que las vías tienen un límite de velocidad de 120 km/hr y a su derecha, en ocasiones, otro coche que quizá circula solo a 60 km/hr les está rebasando. La única manera de no hacerlo, sería que por la derecha solo circularan cochecitos a pedales. Es entonces, cuando el empecinado zurdo saca su manual inglés y se enrojece, ebrio probablemente de vino peleón o de cazalla mañanero. Le recuerda entonces al otro conductor que se espere a que él pille sitio en la orilla de la playa y luego, ya si eso, avance por la derecha.

          Pensaba esto, porque aparte de que Gibraltar sea español, es importante no confiar en aquellos que muestran un irracional impulso hacia la izquierda pase lo que pase, bloqueen lo que bloqueen, provoquen accidentes, retenciones, retrasos de décadas y el mosqueo generalizado de la peña incluso para ir a la playa un fin de semana. Es una patología y eso conviene tenerlo en consideración, no todos los pacientes tienen arreglo o cura, hay un punto de no retorno, por desgracia, en el que mucho me temo que nos estamos metiendo hasta el cuello.