Deshacer el entuerto

         Deshacer el entuerto será complicado. Y convencer a los engañados de que fueron víctimas de una cruel manipulación lo será aún más. En el sucio negocio de la cosa pública aparecen, en ocasiones, perfiles sociopáticos capaces de inocular toxicidad y conflicto a una velocidad asombrosa. Siempre hay quien compra confusión, quien cree que se podrá aprovechar o incluso triunfar con lo que le cuentan, quien da por hecho que es de justicia lo que oye aunque se trate de un dislate.

          Todo el mundo no puede leer de todo, y aunque leer cosas fundamentales como la Constitución Española es fácil y rápido, entenderla quizá no lo es tanto. Lo más habitual es que el ciudadano confunda derechos constitucionales con derechos fundamentales. Además, lo más probable es que tampoco conozca a quién debe reclamar, cuando proceda, que se les provea de lo necesario para disfrutar de esos derechos.

          Al grano: la vivienda NO es un derecho fundamental. Es un derecho constitucional que no es lo mismo ni se le parece, y que obliga a los poderes públicos, no a los ciudadanos privados, a hacer lo posible con su gestión para que se haga efectivo. ¿Y qué hacen los gobiernos como el actual en España? A lo fácil: mentir, engañar, no construir vivienda pública, hacer leyes de enfrentamiento entre ciudadanos y alentar el caos y el conflicto a través de la ocupación de la propiedad privada. O sea, socialismo. Véanse los planes de vivienda en Venezuela, Cuba y similares.

          Esta semana se difundía un vídeo en el que un pequeño ejército de vecinos desalojaban a las bravas a una panda de okupas. Quizá incluido algún propietario. Uno de los okupas les acusa de entrar en una propiedad privada. Sí, como lo oye: lo ocupado convertido en propiedad privada según el descerebrado. Y llamó a la policía porque quizá, el propietario legal, le había ocupado la casa y lo había echado. 

          Yo imagino, que las mentes enfermas social comunistas que ven ese vídeo, se descojonan de la risa desde sus sillones de piel noble, en sus chaletazos protegidos con los impuestos de todos. Que se echan un güisqui de 30 años y tras removerse un poco en el sillón se tiran un cuesco a la salud de los ciudadanos. No podemos permitir una degeneración social al nivel que, como en otras ocasiones de la Historia, consiga que una banda de sociopátas y psicópatas pisando moqueta destruyan la sociedad. O perderemos, más temprano que tarde, la posibilidad de quitarlos de los espacios públicos y las instituciones.  

 

    

La gasolinera trampa

          La gasolinera trampa es una en la que yo he caído en varias ocasiones. Se sabe cuándo se entra pero no cuándo se podrá salir ni en qué condiciones psicológicas. Todo depende de una combinación de azares y personajes que, en algunos casos, me temo que viven en ellas enredados entre las estanterías, atrapados por los donuts y las latas de aceite para los coches. Se trata de individuos que un fatídico día entraron a por algo y desde entonces no encuentran la salida ni un motivo para volver a sus quehaceres. 

          De vez en cuando, y aquí está la trampa, uno de esos zombies andantes se acerca a la caja porque recuerda que ha repostado en algún momento. Además, ha decidido que quiere varias zarandajas adicionales: un paquete de chicle, una barra de pan, un rasca de la ONCE y que le pongan un cortado con la leche templada y sacarina en vaso de cristal pero tipo caña. Cosas todas ellas, que la única persona que atiende la caja debe hacer mientras una fila de incrédulos clientes va creciendo.

          Lo primero que hace quien atiende el negocio es poner a calentar la leche en la máquina, convirtiendo la tienda en una pista de pruebas de motores a reacción. Luego, sale corriendo hacia la caja, porque una serie de nuevos conductores aprietan todos los botones de todos los surtidores haciendo sonar varias alarmas a la vez. Consigue aplacar el pio pio y se dispone a cobrar el combustible de nuestro amigo que, ahora, no recuerda muy bien el número de surtidor y tiene que salir a comprobarlo entre miradas poco amistosas. Mientras tanto, la leche ha hervido hasta la evaporación y la cajera ha marcado el resto de productos del colega. Varios de ellos a mano, porque el lector no pilla el código de barras.

          El número 6 le anuncia en voz alta, pero el 6 no puede ser porque alguien está repostando ahora en el 6. Así que mirando por la ventana, a duras penas entre ambos, identifican la columna correcta que es la 7. La cola de gente ya da la vuelta a la manzana. ¿Cómo va a pagar? Con Waylet contesta tranquilamente. Una vez hecho el cargo, recuerda que con Waylet sólo quiere pagar el combustible y el resto en metálico. Nuevo abono, nuevo cargo y 27 euros de chucherías, pero he ahí que recuerda disponer de unos tickets descuento en la app de la marca. La abre pero no sabe buscarlos. La compungida cajera suda la gota gorda, ayuda pasando pantalla tras pantalla, mientras los murmullos de protesta comienzan a ser evidentes. Resulta que los tickets descuento los había gastado la vez anterior. En metálico no tiene 27 euros, así que debe soltar algo que le cuadre para usar los 23,50 disponibles.

          A estas alturas, quien padece de la tensión y no ha tomado el Enalapril de esa mañana está a punto de fibrilar o de cometer un homicidio en un arranque de ira. Comienzan a escucharse desde atrás incluso algún insulto en plan este tío es gilipollas, y cosas por el estilo. La guinda la pone cuando ya todo el mundo pensaba que se iba por dónde había llegado y entonces dice: necesito factura, te doy los datos mientras me tomo el café, y se tienen que sujetar unos clientes a otros para no ajusticiarlo allí mismo. 

          

El eco

          ¿Quién de niño no ha jugado con su propia voz? El eco nos ha fascinado a casi todos los que hemos encontrado un espacio propicio para provocar el rebote de las ondas del sonido y disfrutar del efecto producido. El eco tiene una sutil diferencia con la reverberación, pero no es cuestión de meternos en mareos con los tiempos de reflexión. Precisamente, reflexión es lo que no se toman quienes practican la ecolalia, ya sea por costumbre o como uno de esos tics incontrolables del hablante.

          El ser vivo que practica con maestría la ecolalia es el loro. De ahí el dicho habitual fulano «repite todo lo que digo como un loro». Yo no he tenido loros, a pesar de mi natural alma de pirata, pero quizá la ausencia de pata de palo y, por fortuna, el no haber perdido un ojo salvo el que Hacienda me saca de forma recurrente, me ha librado de ese defecto del habla y de la necesidad de adoptar al pájaro.

         Los individuos con ecolalia son de dos tipos fundamentalmente. Los que repiten sin otro ánimo que reforzar lo que oyen, como si de ese modo asegurasen que el mensaje les queda impreso en la memoria, y los que cumplen órdenes de convertirse en meros reverberantes. Los primeros tienen su punto gracioso. Pasan cosas como que les dices: «trabajo como una mula» y ellos te miran y repiten «como una mula», obviando lo más importante de la frase: el sujeto omitido y el verbo. Y dejando en el aire la idea de acémila que se ha formado de mi persona. Pero lo hacen sin mala intención.  

          Resulta un tanto más incómoda la versión eco de quien repite una orden, como si la vida fuera una singladura en submarino y el Segundo al mando, por aquello del protocolo, no tuviera otra función que repetir como un loro lo ordenado por el Capitán del navío que dice: «suban el periscopio», y el Segundo lo copia pero en voz más alta para que se entere hasta el grumete con el oído más teniente.

          Actualmente la ecolalia se ha convertido en una pandemia en la clase política. El líder, cada mañana después de pegarse un buen desayuno, o quizá en la ducha mientras se enjabona, piensa la frase del día. Qué sé yo: «Estamos con la gente». Luego la suelta en el Consejo de Ministros, se da traslado a los Segundos al mando de cada medio de comunicación afecto, y a partir de ese momento la ciudadanía recibe un interminable eco: «Estamos con la gente». Una frase huera, huérfana de sustancia, vacía como vacío es el espacio necesario para el eco.   

Sabes lo del latiguillo

     Aunque se suele utilizar en tono de pregunta, he prescindido de los signos de interrogación, sabes, porque doy por hecho que el uso de este latiguillo no es una pregunta sino una tocada continua de narices, hasta el limite de la paciencia del que escucha, sabes.

          Me han agredido tantas veces con el latiguillo que tengo dificultad para situar sintácticamente la pedrada. A veces pienso que se quiere decir sebo, en alusión a lo gordo, sabes, o que me han tomado por catalán y me quieren vender la tortilla de papas con seba (cebolla). Yo he sido siempre muy de seba en la tortilla de papas, sabes. Es un latiguillo cansino hasta lo exasperante, si bien, hay como en casi todo diferencias de gradación en el uso. Desde el casual y comedido, pasando por el pesado hasta llegar al obsesivo y agotador.

         Debe de ser contagioso como un virus, sabes. Conozco gente que nunca lo había usado, y tras un tiempo sin coincidir con esas personas, compruebo que lo utilizan como una metralleta contra toda oreja que se ponga a tiro. Ignoro el fallo en el mecanismo mental del lóbulo temporal que lo produce, o si es un cortocircuito en el Área de Wernicke producto del coronavirus. El caso, sabes, es que resulta muy contagioso.

          No es el único latiguillo molesto que usa la gente al hablar. A mí me resulta de lo más desconcertante ese otro de «me entiendes» (también en tono de pregunta). Yo siempre supongo que detrás de este el que habla también piensa sin decirlo «o eres tonto». Y su variante más agresiva «te enteras», y la sospecha de que se calla el «o eres sordo». Algunas personas conscientes de lo inconveniente del significado lo cambian por el «me explico», pasando la carga de la prueba al sujeto activo. Pero el efecto aunque atenuado es similar a los anteriores, sabes.

          A mí me da que se trata de falta de seguridad del hablante, o por no haber estudiado música y no saber para qué sirven los silencios. Yo compadezco a quiénes tienen algún familiar cercano cada día a su lado soltándole latiguillos sin descanso. Haciéndole mil veces la misma pregunta que no pretende ser pregunta, pero que lleva al que escucha hasta el agotamiento mental.   

             

La estrategia constrictor

          La Boa constrictor es un reptil perezoso y dormilón la mayor parte del tiempo. Sin embargo, no es un animal del que conviene fiarse, ni por su tamaño ni por sus intenciones y estrategias asfixiantes. En Venezuela se la conoce como tragavenado y en Ecuador la llaman matacaballos. Su técnica predadora es sencilla: acabar con la presa asfixiándola a base de estrujarla y matarla por estrangulamiento por constricción. Este método y su resultado, un tanto cruel por lo lento en la ejecución de la presa, le permite engordar y alcanzar tamaños descomunales.

          Pensaba esto escuchando el runruneo constante desde hace tres o cuatro años en los medios de comunicación, y últimamente con una insistencia cada vez más agobiante. También en las tertulias y en los mensajes publicitarios, acerca de lo que nos conviene hacer como sociedad. Para resumirlo en un solo titular es algo así como: «vaya usted a menos, encójase». Es decir, no solo no se venga usted arriba sino que haga lo posible por venirse abajo. Involucione, porque ese es el camino del progreso que le proponemos.

          Son innumerables los impactos recibidos, pero por hacer una pequeña recopilación: no ponga la calefacción y tápese con una manta más gorda; confórmese con una subida del sueldo del 2% y pierda poder adquisitivo por un tubo; no coma carne ni «guarreridas» de esas y hágase vegano o Inca o algo por el estilo; prepárese para la sacudida cada vez más despiadada del IRPF o, no digamos ya, de la cuota de autónomos. Y si se hace mayor, lo mejor es que comparta piso como los estudiantes… Y sí, eso es, además desabróchese la corbata que contamina mucho.

          La boa constrictor engorda despacio, tiene una larga digestión porque es capaz de comerse lo más grande, pero rara vez se exhibe en público. Es un animal reservado, que no es lo mismo que hacer el animal de forma habitual en los reservados. No enseña ni le hacen fotos de sus barrigas colgantes y peludas, mientras se lo mete todo por la boca o por la nariz o por donde le quepa. Tampoco pide para su futuro, ni para sanidad ni educación. Solo come, todo lo que puede y luego se acuesta. Después de todo, lo hace para sobrevivir.

          Nuestras boas nacionales no son tan grandes pero aprietan mucho más. Asfixian a la presa hasta dejarla escuálida, a base de engaños, mentiras, corruptelas, orgías y drogas, mangadas y enchufes a saco y muchas mentiras o, mejor dicho, solo mentiras. Viven en su mundo de traiciones, asaltos a las instituciones y muchos impuestos, muchos, muchos… para engordar como boas insaciables mientras nos anuncian un futuro insostenible. Ojalá Indiana Jones no tarde mucho en llegar.  

           

¿Que diría mi mascota?

          Yo he tenido mascotas caninas durante muchos años, la última vivió más de tres lustros hasta que el veterinario nos dijo que lo mejor era ayudarla a marchar de entre nosotros. Era una perra mestiza que adoptamos apenas con unos meses, cedida por una familia que había tenido cachorros. Esta forma de adquirir un animal de compañía era y, creo yo que sigue siendo, muy habitual. La otra forma de hacerse con un perro pasaba por comprarlo en alguna tienda de animales.

         La nueva Ley de bienestar animal prohibirá esos dos caminos para hacerse con Bobby o con Tina, cuando en su familia nazca el interés, por lo general en edad infantil, de adquirir un amiguito de cuatro patas. A partir de ahora tendrá que hacer primero un curso, y luego localizar un establecimiento dedicado a la cría y venta de animales, que tendrá que ser un sitio autorizado y que cumpla una serie de condiciones. Hasta aquí no lo veo mal. Demasiados caprichos acaban en verano abandonados de forma desaprensiva en las gasolineras o descampados sin ninguna piedad.

          Más allá de la polémica acerca de si determinados animales que se usan para la caza o la guarda de ganado deben tener un tratamiento especial en la ley, lo cierto es que como suele pasar, el documento pendiente de aprobar contiene una importante cantidad de despropósitos. Por ejemplo, su tortuga Teresa y el conejito Manolito ya no son bien vistos en las casas por esta norma. Alguien ha decidido que son peligrosos para la salud, incluso sin que se haga usted una sopa con la una ni meta en la paella al otro en un arrebato carnívoro.

          Tampoco los roedores son aceptados entre los humanos. Todavía recuerdo aquellos hámster blancuchos que siempre acababan haciendo un butrón en la esquina de la caja de zapatos y dándose a la fuga. Había que buscarlos entre los forros de los sofás donde acostumbraban a refugiarse. Sin embargo, no se le ocurra liquidar a una rata invasora de esas negruzcas y transmisoras de enfermedades porque podría acabar entre rejas. Queda, por otro lado, poco claro si pisar inadvertidamente a una hormiga se considerará delito o, si por ejemplo lo que aplasto es el hormiguero mientras pedaleo con la MTB en medio del campo, se me aplicará el delito de crímenes de lesa animalidad.

          Se hace bien al regular cómo debemos llevarnos con los animales que conviven con nosotros, en eso estoy de acuerdo, y en castigar a quiénes no saben convivir con ellos dándoles un trato indigno. Para eso que no los tengan. Lo que no veo tan claro es que, como suele ocurrir, la ley no esté pasada de frenada ideológica y cargada, quitando lo esencial, de chorradas y ocurrencias baldías.    

La sima del relato

          En la sima del relato quizá es donde habitan las intenciones más espurias del cuentista. No en el sentido de quien escribe fábulas o quimeras para que sean gozadas por manos y oídos entregados al arte, sino de quien utiliza la palabra como instrumento finalista de intenciones no confesadas.

          Construir un relato ficticio se ha convertido en un recurso para explicar la realidad. Normalizamos, a pasos por encima de nuestras posibilidades, la construcción alternativa de lo que vemos como si cualquier contradicción mereciera una mínima atención. Nos hemos convertido en fabricantes del relativismo moral. O dicho en román paladino: tú créete lo que yo te diga, cuando te lo diga yo y al margen de lo que veas o te digan otros. Es decir, los clásicos: «María esto no es lo que parece» o «Pepe, este señor pasaba por aquí mientras yo dormía y se cayó encima mía, y tampoco es lo que parece».

          Hasta no hace mucho la desfachatez y el descaro eran objeto de repudio, o incluso repulsa. El falso cuentista, por así llamarle, salía como gato escaldado doblando raudo las esquinas, y dejaba en la gatera ovillos de pelos arrancados del lomo por las prisas mientras con el rabo atizaba un coletazo para cerrar la portezuela.

          Hoy no es así. Hoy se puede salir en bolas en la tele con unos colegas, con unos cubatas en la mano y unas «señoritas»—léase putas de toda la vida—  un viernes cualquiera en Madrid en plena pandemia. Se puede comprobar que el de la tele es el de la imagen y que el salario que cobra lo pagan los asfixiados ciudadanos que no llegan a fin de mes, salvo los que fallecieron a miles durante aquellas orgías. Y se puede hacer porque se pertenece al club de los buenos, esos que todo lo hacen bien y nunca se equivocan así arda Troya.

          La virtud del cuentista y su círculo es nueva. Nunca antes había visto a alguien decir mientras me mira a los ojos y ve que estoy sentado decirme que estoy de pie. Esto formaba y, de hecho, forma parte de un trastorno psiquiátrico de percepción. Pero lo que un servidor nunca antes, quizá desde los años 30 del siglo pasado, había visto, es el actual fenómeno de patología colectiva de la defensa de aquellos que construyen relatos como si creyeran que sus pinceladas de mugre pintan algo. 

Cogidas de la mano

          Quizá nacieron cogidas de la mano, o quizá se cogieron las manos durante los nueve meses que su madre las tuvo en el vientre. Dicen que los gemelos tienen, además de un genoma idéntico, un vínculo más allá de lo corporal o fisiológico. Somos idénticas, debieron pensar muchas veces las dos hermanas preadolescentes, hasta que una de ellas decidió ser diferente. Quiso ser un chico de 12 años y no una chica.

          Cuando yo tenía esa edad no existía eso que hoy llamamos bullying, quizá porque desconocemos la palabra acoso que significa lo mismo. En el colegio sevillano en el que intentaron desasnarme en los años 70 había peleas. Siempre entre chicos. Recuerdo que los chavales hacían un círculo a modo de improvisado ring y los dos contendientes quedaban en el interior, allí se daban unas tortas y algunas patadas mientras el coro gritaba ¡pelea! ¡pelea!, y el asunto quedaba zanjado. Eran duelos a primera lágrima.

          Que yo recuerde no existía el acoso de un grupo a un solo individuo. Y mucho menos a una niña. Es raro, porque aunque por fortuna en mi casa nunca se dio el caso, en aquella época la mujer vivía sometida por el marido y, desgraciadamente, sufriendo maltrato en silencio en algunos casos. Quizá por ese motivo, los niños en el colegio teníamos un código no escrito: al que se le ocurra tocar a una niña se le aplicará un severo correctivo por parte del resto de los compañeros.

          Mucho hemos cambiado, en parte debido al uso inadecuado de la tecnología. Hoy el acoso se produce, en gran medida, en las redes sociales. Algo que muchos padres no valoran bien cuando le compran un smartphone a sus hijos de apenas 10 años, y les dan carta libre para que lo usen. El equivalente a empujar a un cervatillo para que cruce un río en el Serengueti mientras se refrescan los cocodrilos.

         No es fácil imaginar qué clase de vida llevaban dos niñas de 12 años, qué sufrimientos, o qué nivel de acoso y presión en su entorno las llevó a pensar lo impensable. A hablarlo entre ellas, a convencerse la una a la otra de que la solución debía ser definitiva. A escribirlo en un papel, cada una por separado: una carta de despedida. Una porque quería acabar con el dolor, la otra que no quería irse, lo haría por acompañar a su hermana y no dejarla sola. Y así, de la mano como vinieron al mundo, saltaron al vacío las dos con la intención de abandonarlo.   

El tren de la escoba

          El tren de la escoba era una de las atracciones de feria más apreciadas por los niños de mi generación. Cada primavera, cuando las calles del sevillano barrio de los Remedios se llenaban de casetas, luces y farolillos de papel, uno de los rincones preferidos por la chiquillería era la calle del Infierno. Un laberinto de atracciones que iban desde los coches locos y sus bocinas estridentes, a los esperpentos del monstruo de Guatemala o la mujer barbuda. Un desenfreno de ruidos, gritos y olores a algodón de azúcar, a rebujito y a las plastas que soltaban los caballos para regocijo de los moscones negros. 

          En esa calle mágica el tren de la escoba hacía las delicias de pequeños y mayores. Un tren descubierto que realizaba un breve trayecto circular, entrando y saliendo de una gruta o túnel ficticio en el que un tipo mal disfrazado de bruja repartía escobazos al personal que trataba no solo de evitarlos, sino también de hacerse con la escoba y atizarle a él. Por unas cuantas pesetas de entonces, pasabas dos o tres minutos de divertido estrés evitando sustos o recibir algún palo de la escoba aunque sin ánimo de dañar, como es lógico.

          La profesión de aquellos feriantes y buhoneros se aprendía transmitiendo los conocimientos de padres a hijos. No eran gentes de estudios ni escuelas de negocios de prestigio. Con frecuencia, los carteles en los que anunciaban sus espectáculos o el precio de un tique contenían tantas faltas de ortografía que costaba descifrar lo que se decía, salvo leyendo de corrido en voz alta y deduciendo el significado por el sonido.

          De todos aquellos años en que visité la calle del Infierno, no recuerdo ninguno en que el tren no entrara por el hueco de la gruta artificial, o se quedara atorado a la salida. Cosa que de haber ocurrido, habría aprovechado la bruja para repartir escobazos a diestro y siniestro. Pero no, aquella maquina cargada de padres con sus hijos, de adolescentes gritones y algún que otro beodo, siempre pasaba por donde debía y regresaba al punto de partida.

          Hemos tenido que esperar a bien entrado este siglo de la tecnología para ver algo tan insólito. Para gastar de dinero público casi 300 millones de euros en unas locomotoras que debían llevarnos a la tierra de las anchoas, y descubrir que no entran por los túneles de la red ferroviaria que va a Cantabria. Es surrealista. Desconozco qué clase de Pepe Gotera y Otilio han sido los iluminados del encargo, pero me lo imagino y siento una profunda tristeza. Porque esto ocurre en un país que se desangra de paro, con los autónomos sometidos a puro saqueo, con los impuestos en modo esclavo, y soportando la soberbia de una zahúrda de niñatos y niñatas cobrando sueldos de seis dígitos para que hagan, tanto las leyes como los pedidos que pagamos entre todos, con el mismísimo culo.  

            

Somos jóvenes

          

          Hace unos años solíamos decir entre los colegas: «somos jóvenes», al menos cuando yo rondaba los 20 y mis amigos iban a la par en números y en eso de arrancar hojas del calendario. Fue una etapa que duró algo más de una década, lo que no quiere decir que pasados los treinta ya no nos sintiéramos jóvenes, sino que las obligaciones iban creciendo y nos íbamos pareciendo a nuestros padres y madres. Gente con hipoteca, hijos, problemas en el trabajo y ese tipo de cosas. Algunos, entre los varones, comenzamos a perder el pelo.

         Esta semana, supongo que por aquello de que en algo hay que entretenerse, ha circulado una noticia falsa sobre la edad y los grupos etareos. Según se decía en el bulo, la OMS había elevado —como si eso importara algo— la edad de la juventud hasta los 65 tacos en vez de hasta los 60 como hasta ahora la situaba. Y cosa tan tonta provocó una oleada de wasaps con una supuesta imagen que, en realidad, está manipulada.  

el bulo

          Me ha llamado la atención que la Edad Media (con mayúsculas intencionadas) esté situada entre los 66 y 79 años, porque estando yo a más de dos décadas de sobrepasar ese límite, me pregunto qué tendré que hacer para retroceder tanto en el tiempo.

          Lo primero que pensé cuando vi la imagen que me enviaban fue: esto lo ha escrito un nini, no hay otra. Alguien que se come el acento de una esdrújula durante 47 años, y que confunde la estadística con las épocas históricas tiene que ser un producto de esa generación de nuevos talentos que no admiten correcciones pero se comen las trolas mojando pan.