A lo fácil

          Esta semana leía que la universidad de Northwestern en Illinois, publicaba un estudio cuyo resultado más señalado es que las personas somos cada vez más tontas. Personas en general (género humano). Desconozco el mérito académico que tiene observar un hecho tan evidente y nítido para hacerlo pasar por un estudio científico. Pero en fin, al menos, se le ha dado difusión a algo que poca gente ignora y puede comprobar sin ningún esfuerzo así que vaya, por ejemplo, a comprar el pan o el periódico.

          Una de las evidencias del estudio se basa en los libros más vendidos. Yo ahí lo dejo, pero algo se tendrán que hacer mirar quienes los escriben,  quienes los publican y, sobre todo, los lectores que los compran para leerlos, regalarlos o, en muchos casos, ocupar espacio en esas estanterías huérfanas de contenido. Ya lo dijo el periodista Carlos Herrera referido a nuestro país: «En España hay más tontos que botellines, no caben más. Llega uno por La Coruña y se caen dos al mar por Algeciras».

          Yo confieso que me siento tonto entre los tontos, lo que supongo que algún mérito tiene. Es posible que con los años haya ido perfeccionando mi inutilidad para realizar tareas cotidianas. Por ejemplo, no me siento capaz de abrir con facilidad un envase de plástico de esos que llevan dentro un cable o conector, y que también se venden con algunos elementos de escritura: lápices o rotuladores. Con las manos me resulta imposible, son indeformables. Pero tampoco crean que a cuchillo o con tijeras la cosa mejora mucho. Hay que montar en casa, encima de la encimera, un auténtico disparate de navajazos y cortes para hacerse con el puñetero trozo de madera para escribir, o con el puto cable para el móvil.

          Pensaba esto, porque esta semana me llamó alguien del banco para decirme que a partir de ahora solo podría firmar las operaciones usando otra app de ese mismo banco. Es decir, ya tengo banca online en el ordenador, pero ahora necesito una app más para las firmas y que, además, solo se usa con el smartphone. Aquí, reconozco que me pilló un poco ocioso y le dije a la señorita que llamaba desde el Caribe —(lo sé por el acento y la hora de la llamada—durante la siesta—, que yo no tenía smartphone. De repente, se le desmontó el argumentario: sin el aparato, nada que hacer, pero tiró de ingenio. Me sugirió que llevara conmigo, como si fuéramos siameses, a un hermano mío con smartphone, a un sobrino, o a alguien dispuesto a hacer de Lazarillo bancario en caso de necesidad. Le hice notar, la dificultad de convencer a alguien de semejante tarea. Antes de que el diálogo de besugos terminara, después de muchos tiras y aflojas, me ofreció apuntarme gratis a un curso de aprendizaje de la app cuando me comprara un smartphone. He cambiado de banco.

          Con todo, lo que más me irrita son las tareas simples que alguien se encarga de complicar por pura sevicia. Se han puesto de moda las botellas de agua de cristal en los restaurantes (bien por eso). Pero en venganza, traen un tapón de aluminio que para abrirlo hay que hacer el mismo esfuerzo que para cambiar la rueda del coche. Además, desprende una tira cortante como una navaja, capaz de seccionar un dedo sin el menor inconveniente. Observe, y descubrirá de lo que hablo, una pista: el camarero siempre se la dejará cerrada para que la abra usted, que se supone que es el tonto.

          Nos hemos empeñado en hacer la vida antipática, nada de ir a lo fácil: eso de que las roscas de los envases abran y cierren con normalidad olvídelo, que los cajeros automáticos funcionen en verano es un mito, y aun menos pagar el parquin sin echar un rato en descubrir dónde está el lector de huellas, la ranura de la tarjeta o cómo se cambia el idioma que alguien de Castellón ha dejado en swahilli, solo por joder. Las cosas hay que hacerlas complicadas, antipáticas, difíciles de manejar, para que así pueda venir algún salvador de la gente de la calle a decirnos cuáles son nuestros derechos como honrados gilipollas con cara de paganinis.  

Sueldo para los ciegos

          Hasta hace poco vivía en una localidad de Madrid en la que trabajan, como en toda España, varios empleados de la ONCE. A uno de ellos lo trataba con cierta asiduidad como cliente. Diré que se llama Pedro, y que es un tipo simpático y dicharachero. Sabe vender su producto cada vez más diversificado: cupones, rascas, sorteos europeos y alguna cosa más. Coincidía con él en un conocido restaurante, y siempre le compraba algún boleto porque creo en la labor de esa institución. 

          Un día, y no me pregunten ustedes la razón, en una de esas conversaciones aleatorias sobre la situación del país salió el tema de los salarios. Al parecer, estos trabajadores cobran, como en la mayoría de los oficios de ventas, a sueldo y comisión. Una labor digna a la que dedican un horario regular y por lo que vienen a sacar de 1800 a 2000 euros al mes. Supongo que es una media que me facilitó, pero que hay quien lo supera y quien o no llega o se queda en ese entorno. Me parece bien. Son muchas horas por las calles, hablando con todo tipo de personas, con un poco de riesgo y andando de un lado para otro con el consiguiente desgaste físico. 

          Pedro tiene una discapacidad, pero no es ciego como solían ser hace años los vendedores de la empresa. Entonces, comprar un cupón de la ONCE era, según el dicho popular, jugar a los ciegos. Hoy es un trabajo mucho más inclusivo y uno encuentra todo tipo de personas con capacidades diferentes y un salario en consonancia. Paga impuestos como todo el mundo, pero cree, como muchos españoles, que son excesivos para lo que luego hay que ver… Ustedes ya me entienden.

          Pensaba esto porque, por circunstancias de la vida, conocí hace un par de años a otra persona con la que he tratado y de la que, motivo que no viene al caso, conozco su salario y su situación patrimonial. Les daré una pista: nómina de 7.000 euros netos, más dietas y gastos de todo tipo. Labor que la ocupa: uno de los miles de puestos de funcionario público de la UE. Función principal: hacer estudios para un mundo mejor (o esa es la intención aseguran un ejército de ellos).  Todos esos emolumentos son propios de quien ha triunfado en el mundo empresarial, donde se pagan impuestos cada vez más asfixiantes. No nos dejemos engañar, en España el esfuerzo fiscal es de más del 52%. En un país hecho unos zorros, sin justicia y donde la delincuencia campa a sus anchas. En este país, tenemos que soportar la confiscación impositiva y coactiva del Estado, para que los vividores vivan como si fueran genios.

          A mí no me extraña ese trabajo de ciegos del discurso ideológico que hacen quienes viven de la mamela pública. Quienes no han fabricado nunca nada, ni han producido un solo producto que se pueda utilizar. Quienes viven de darle a la lengua untada con veneno, de apuntar con el dedo, de señalar, de malmeter y de envenenar sociedades. No me extraña. Tener sueldos de genios siendo mercenarios se debe sentir como que Pedro el guapo te toque con su varita mágica y te solucione la vida. Por la cara, por ser aquello que se decía en la famosa película de Martin Scorsese de 1990: «Uno de los nuestros».

La goma rota

          La goma rota suele ser el resultado que se obtiene cuando se la estira más allá de lo prudente. Es una mera cuestión física, la consecuencia de una presión ejercida en direcciones opuestas sobre un material más allá de su capacidad de resistencia. ¿Quién no ha experimentado la experiencia y se ha llevado un latigazo en la mano? ¿Quién no se ha dejado llevar por el impulso al inflar un globo y lo ha estallado?

          Pensaba esto porque me vino la idea de que las sociedades en general, y la española en particular, son como una goma. De hecho, una que ya se ha roto en múltiples ocasiones y ha sido sustituida por otra que los españoles nos volvemos a encargar de romper cada cierto tiempo. La última vez que se nos partió por la mitad, una parte de nosotros la estiraba por un extremo y la otra mitad por el opuesto. El resultado fue tan funesto como todos conocemos, al menos, quienes hemos leído un mínimo de Historia no tuneada.

          Lo curioso del tema es que siempre hubo quien sacó beneficio del roto, y que por lo general suele ser quien lo provoca. Hoy a ese juego lo llamamos polarizar. No es un fenómeno exclusivo de nuestra tierra, pero si muy de nuestro gusto y, en particular, del gusto de cierta clase política. Una en concreto que carece de memoria objetiva, que practica la verdad selectiva, que incita los más bajos instintos removiendo rencores y que, en definitiva, solo entiende el concepto de libertad desde la perspectiva de que gobiernen ellos. Ellos o nadie. Es un argumento simple: o gobernamos nosotros o el infierno.

          Este es un método que no ha funcionado nunca a medio largo plazo. A veces cae como fruta madura, otras desgraciadamente por una reacción violenta contra el sistema, y en no pocas ocasiones con la huída por la puerta de atrás. El polarizador lo usa todo: el dinero, la mentira, la traición, la indignidad, la manipulación, la amenaza, la coacción y, en fin, un largo etcétera. Una caja de herramientas difícil de combatir, y que con frecuencia se vende como la solución contra los que tiran del otro extremo de la cuerda.

          La España de hoy, probablemente nunca había estado tan dividida y enfrentada desde la década de los años 30 del siglo pasado con el Frente Popular, un antecedente de lo que hoy llamamos gobierno Frankenstein. Por un lado, un saco de retales defendiendo cada uno su puchero, su chiringo y sus mamelas a cambio de humillar el voto. Por otro lado, media España asistiendo atónita a una reedición de saqueo, perversión de leyes e instituciones, indultos a delincuentes y orgía sin cuento a cambio de seguir en la pomada. Un cuadro, pero roto por la mitad, de arriba a abajo. 

Hay que botarlo

          Decía Manuela Carmena hace unos días que había creído en el espíritu del 15M hasta que llegó el gran desengaño: sus líderes e impulsores habían venido para hacerse millonarios. Menudo descubrimiento hizo la exalcaldesa de Madrid. O sea, les vio la pinta a aquellos bolivarianos que se metían el oro de Venezuela en los bolsillos a manos llenas y pensó: eso va a ser para mejorar la vida de la gente de Vallecas. En fin, cada cual se deja engañar como mejor le parece o conviene en cada momento.

          Desde entonces hasta el día de hoy, 23 de julio de 2023, el engaño se ha convertido en una peligrosa divisa nacional. Más de lo que ya lo era. Engañar, lo que se dice ahora cambiar de opinión, también lo hicieron los anteriores. Montoro, que el diablo se lo haga pagar a él, nos empitonó literalmente con aquella sonrisita de Gollum. Babeaba cuando nos decía que la culpa del desastre económico de Zapatero (y era cierto), lo íbamos a pagar con un sanguinolento destilado de impuestos.

          A estas alturas de la película patria mi reflexión de ayer no fue, aunque pueda parecer otra cosa, que todos son iguales. Ni de lejos. Ladrones y arribistas hay en todos los partidos, y eso no va a cambiar. Recuerdo que me decían algunos colegas a su paso por Ciudadanos, que en el momento de su apogeo llegaban riadas de nuevas incorporaciones. Casi todas tenían un denominador común: una delicada situación profesional o una posición oportuna para aprovechar el calorcito que pudieran ofrecer los presupuestos públicos y el poder. No les dio tiempo.

          Con todo, quizá hay que hacerse la pregunta de si esta clase política existe porque los ciudadanos somos muy parecidos a los políticos, en términos generales. Quizá también nos gusta y aceptamos lo mismo que ellos: el aprovechategui fácil, la mamela si nos cae y el oportuno empujoncito para arriba del amiguito bien posicionado. Expertos en estas formas de llenar el plato son los periodistas. En esta campaña les hemos visto entregados como nunca. Sosteniendo mentiras con balcones a la calle a capa y espada, sin pulcritud, sin dignidad, sin la menor vergüenza. A las ordenes de sus amos como harían con cualquier autócrata en cualquier dictadura bananera. Y a una pléyade de altos cargos y cargas aplaudir como focas cualquier gilipollez del gran líder. A lo norcoreano, para entendernos. 

          La reflexión a la que uno puede llegar es que a muchos de los españoles España les importa una mierda. Por España me refiero a todo el territorio nacional. Es decir, que a los líderes vascos las vascongadas les importa la misma mierda que a los nacionalistas catalanes Cataluña y los catalanes. Esto, hasta cierto punto, era conocido. Lo inédito, y a lo que hay que dar respuesta hoy es al insólito hecho de haber puesto al mando del ejecutivo a un tipo al que, además de hacer del engaño su modus operandi, lo único que le importa es lo que ve en el espejito mágico con el que, no me cabe duda, ha mantenido largas conversaciones. Un Nerón con corbata y un pin en la solapa. 

Doblando el lomo

          ¡Venga, no seas flojo y dobla el lomo! Recuerdo esa frase desde que tengo uso de razón y edad para realizar alguna tarea de provecho, por mínimo que fuera. Doblar el lomo no tenía nada que ver con el oficio de la charcutería o la carnicería, no se trataba de dar forma a piezas comestibles de animales para exponerlas cara al público o almacenarlas. En mi familia nunca hubo, que yo recuerde, una abacería o establecimiento de ultramarinos, ni yo serví en la de nadie.

          Pensaba en ello esta semana, ahora que se habla tanto de empleo y productividad, y de fijos y discontinuos como si el trabajo fuera una de esas líneas de carreteras nacionales en las que se puede o no adelantar a otro vehículo. Yo, personalmente, la palabra discontinua solo la he tenido en mente conduciendo por carretera. A modo de señal indicativa de que podía librarme del camión chimenea que estaba a punto de asfixiarme.  

          Esta semana el concepto de trabajo fijo discontinuo ha adquirido una nueva dimensión para mí, en una oficina de servicios municipales. No mencionaré cuál porque solo hago de testigo de la nueva realidad, sin señalamientos. El lector avispado sabrá qué hay en la rotonda de Tomares, y qué servicio presta a todo el Aljarafe para que fluya el agua. Yo tenía cita allí. Un logro que había conseguido desde Madrid tras varios intentos telemáticos, y cuyo resguardo indicaba que sería atendido en la mesa Nº 1 entre las 09:00 y las 09:20 de la mañana tal.

          Allí me presenté, ascendiendo por una zona accesible solo para montañistas. Unas escaleras con unos 10-12 tramos, que necesariamente te hacen pedir agua cuando llegas arriba aunque solo subas para ver el pueblo desde la cumbre. Me saludó con un gesto un segurata en la puerta, sin pedirme identificación alguna, y luego otra persona en una ventanilla que si se interesó por mi visita. «Su número y nombre saldrá en pantalla y entonces le atienden, mesa 1. Puede esperar ahí». En la zona de espera no había nadie, y nadie en ninguna de las 12 mesas numeradas previstas para los funcionarios.

          Al filo de las 09:20 apareció mi nombre en pantalla y, dos individuos, uno en la mesa 4 y otro en la 11, tomaron asiento frente a sus pantallas de ordenador. Mi gestión no tuvo mayor inconveniente, pero lo que me resultó sobrecogedor fue la actividad del tipo de la mesa 11. Durante los 20 minutos que duró mi visita, no separó la mirada de la pantalla. En ella se podía ver una fotografía de él y de una mujer joven —su mujer o hija, seguramente— en algún evento. La típica imagen de caras sonrientes. La mano izquierda abandonada sobre la mesa, inerte, y la derecha sobre el ratón, también inmóvil. Así, sin pestañear. Un funcionario de yeso.

          La compañera me atendió con diligencia, y el motivo de mi visita quedó resuelto. Durante largos minutos no pude evitar mirar de soslayo a la efigie sentada de la que comencé a dudar si se trataba de humano o ciber, uno de esos robots modernos que había entrado en modo standby. Al marcharme, no pude evitar ser un punto indiscreto y preguntarle a la persona que me había atendido: ¿Le ocurre algo a tu compañero? Y gracias a su respuesta hice mi descubrimiento: «No, nada. Es que es fijo discontinuo» —Me dijo.   

La sala de espera

          La sala de espera es el lugar idóneo para los experimentos de observación de los individuos. Son habitáculos a los que cada cual llega por un motivo, muchas veces compartido. Sin embargo, no es lo mismo la sala de espera de un hospital que la de un aeropuerto o una comisaria, y no digamos la de Hacienda. Son, eso sí, espacios adonde se llega por necesidad, lo cual ya dice algo importante a tener en cuenta: nadie va a una sala de espera por gusto o a pasar el rato. Y este, quizá sea el motivo por el que las personas se comportan de manera tan singular.

          Pensaba en esto en una de ellas esta semana. Un sala pequeña, de unos pocos metros cuadrados y diseñada para unas 8 o 10 personas a lo sumo, pero en la que no esperábamos más de 3 o 4 individuos. Yo tuve, como me suele pasar en la caja del supermercado, la mala suerte de estar en la cola de los torpes, por lo que durante mi media hora de confinamiento entraron y salieron varias personas más.

         Los que allí estábamos permanecíamos en silencio, todos pegados a la pantalla de sus móviles salvo un servidor-obervador, que se dedicaba a imaginar los motivos por los que aquellos esperaban turno. No nos habíamos dirigido la palabra en ningún momento. Cuando llegué había algo de concurrencia y saludé alto y claro: «buenos días». Recibí como respuesta varias miradas mudas e incrédulas, y la ignorancia absoluta del resto.

          El correturnos fue pasando, entraban y salían nuevos personajes que en el juego del Monopoly que es la vida, les había salido la casilla de la sala de espera. Entraban cabizbajos algunos, nerviosos otros, sin decir palabra. Nada. Miraban a un lado y a otro. Yo les sostenía la mirada como un perrillo a la espera del hueso en forma de saludo o, al menos, de la caricia de una sonrisa cómplice, pero nada. Nuestra nueva forma de relación social consiste en ignorarnos incluso en los espacios más reducidos.

          Hoy si das una opinión política te quedas sin la mitad de los contactos y acabas enfadado con media familia. Hay que militar en un bando o ignorarlo todo y mirar para otro lado, esa es la nueva realidad. El objetivo es la censura autoimpuesta, que todos seamos censores: Fulanito de Menganita, y Sutanita de  Catalino. Y como alternativa hacer de planta, como esos Potos lacios y alicaídos que cuelgan silenciosos y pacíficos en cualquier parte. Quizá por eso, en las salas de espera ya nadie saluda. Nadie dice: buenos días, temerosos que somos de que nos contesten: buenos serán para usted.   

Amistades líquidas

          Decía el desaparecido sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que la sociedad líquida devoraba los vínculos humanos debido a la incertidumbre creada por la vertiginosa rapidez de los cambios sociales. Idea que me hizo pensar en el concepto de amistades líquidas como una derivada del amplio pensamiento del eminente profesor. La mayoría de las características que aplican a la sociedad líquida: pérdida y rotura de la identidad colectiva, el desempleo, las verdades maleables, cuando no prescindibles, etcétera, aplican a las relaciones de amistad.

          Quizá sea necesario haber llegado a una cierta edad, digamos que por encima de los 40, para disponer de experiencia y perspectiva suficientes para echar la mirada atrás. Hacia aquellas personas que un día formaron parte de nuestro día a día, que participaron de nuestros anhelos y deseos, de nuestras ilusiones, así como nosotros correspondimos de igual manera. Hasta que en algún momento, aquellas relaciones se diluyeron como un azucarillo en el café.

          ¿Quién no ha tenido amigos de la niñez que un día dejó de ver y nunca más volvió a saber de ellos? ¿Qué fue de aquellos chavales del instituto con los que pasábamos los días entre risas, pateando balones, contándonos las primeras conquistas, o pasándonos los apuntes de alguna asignatura? ¿Cómo les fue en la vida? De algunos se tiene, muy de tarde en tarde, alguna noticia de segunda mano. A veces, malas noticias, peores mientras más años van pasando. De otros muchos, ni siquiera eso. Y quizá sean ellos los destinatarios de nuestra mala nueva en algún momento. ¿Te acuerdas de fulano…, pues…?

          Pensaba en ello porque ahora vuelvo a cambiar de ciudad, después de 14 años. Vuelvo a Sevilla por razones profesionales. La primera vez que abandoné mi barrio y entorno para ir a trabajar y vivir en Madrid fue allá por 1991, después regresé unos años más tarde, pero volví a salir en 2009. Me he mudado de vivienda, exactamente, en 15 ocasiones. Y he vivido en varias ciudades desde entonces, en todas ellas he dejado amigos y enemigos. Qué se le va a hacer, uno es como es. El balance creo, no obstante, queda más o menos equilibrado.

          Como yo, muchas personas de mi generación han llevado una vida líquida (cervezas incluidas), y nos hemos dejado casi todo el pelo en la gatera. Ahora tenemos otras amistades, nuevas relaciones profesionales con las que vivimos el día a día unidos por intereses que, a veces, se parecen a una amistad. El roce hace el cariño dice el viejo refrán. Puede ser. Sin embargo, aquella rapidez de los cambios sociales y la incertidumbre en la que vivimos y que identificó Bauman continuará creciendo. A nosotros nos queda la tarea de conservar las relaciones y amistades capaces de honrar las que ya perdimos.   

          

            

              

De la IA a la tiranía

          De la IA a la tiranía puede que exista un camino mucho más fácil del que podamos imaginar. No soy contrario a los avances, si es lo que usted ha pensado al leer  la primera frase o el titular de este artículo. Al contrario, creo que es a través de la tecnología, la ciencia y el ingenio humano para superarse como hemos conseguido los niveles actuales de bienestar, al menos, en los países desarrollados. 

          No dudo que la IA pueda aportar innumerables beneficios a unos cuantos. Es lo que suele ocurrir. Pero a mí, personalmente, me parece que existen una cantidad de riesgos que no podemos ni debemos obviar. Hace unos días, por poner un ejemplo, el coordinador de una universidad en la que imparto clases de posgrado me dijo: no hace falta que pongas exámenes, ahora usamos unas cuantas palabras clave y ya nos sale un cuestionario. Tampoco le vamos a pedir trabajos a los alumnos porque no seremos capaces de saber si los han hecho ellos o no, y la mayoría serán muy buenos. O sea, que tanto profesores como alumnado estamos condicionados por este nuevo invento.

          Esta semana en las noticias hemos visto como ya hay programas de IA que pueden no imitar, sino suplantar, la identidad de una persona. Es decir, que usted puede estar haciendo una videollamada con su jefe, con un amigo, o con un vendedor de coches, sin saber que le están engañando. Imagine las posibilidades que le ofrece esto a los delincuentes, por ejemplo para llevar a cabo el fraude del CEO que hasta ahora se hace por teléfono. Para el criminal no solo va a ser más fácil, sino también más divertido.

          Si usted no es experto en el análisis de metadatos, lo más probable es que no pueda identificar un deepfake y caiga como un corderillo en las garras de los abundantes depredadores que habitan la fauna social. Unos querrán su dinero, otros sus propiedades, otros su voto y algunos quizá solo vengarse o dañarlo por puro placer de hacer el mal. De todos ellos, el más peligroso es sin duda el aspirante a tirano o autócrata. A este último le viene de perlas que la sociedad se convierta en una locura de mentiras, falsedades y verdades a medias. Es su ecosistema ideal.

          Un mundo en el que, no solo el discurso sino también quién lo dice, sea objeto de duda cuando es verdad, y también cuando es mentira, elimina cualquier posibilidad de razonamiento y valoración ética de la población. El autócrata, al margen de lo que haga o diga, tendrá en su mano el argumento fácil: todo lo bueno será obra suya y todo lo malo obra de los demás que se dedican a suplantarlo y crear ficciones sobre su figura. Mucho me temo que la IA nos lleve de la posverdad a la posrealidad.    

         

Mundo bulo

          Los bulos no son nada nuevo, también conocidos de manera más finolis como fakes por mucha gente que no sabe inglés. Vivimos en un mundo bulo producto de la posverdad. Esa nueva realidad en la que la verdad no importa porque ha sido desterrada del espacio público de manera interesada. Es un paso adelante que se viene dando en los últimos años, y que deliberadamente persigue la fractura de la sociedad. 

          Los bulos son responsabilidad de quien publica la noticia, ya sea France Soir, El País o alguno de los portalitos de Belén (en palabras de Carlos Herrera), cuya línea editorial reciben de sus amos cada mañana a primera hora. Imagino algunas caras en esas oficinas diminutas donde media docena de becarios teclean al dictado auténticas barbaridades. Obvio decir que lo noticiable es lo de menos, y que la medio verdad manipulada, cuando no directamente la falsedad es la norma.

          Probablemente a usted, como a mí, en alguna ocasión le han colado un bulo vía wasap, o se lo ha tragado pasando por el estercolero de Twitter. Y lo ha pasado a sus colegas porque le pareció de interés. Normal, no es el ciudadano de a pie o virtual quien tiene que contrastar las noticias. Eso es cosa de los periodistas, y no lo hacen la mayoría de las veces por la simple razón de que lo que emiten no es una noticia sino otro cuento de quien llena el plato de los garbanzos.

         En esta España de hoy hay auténticos malabaristas de la mentira en posiciones muy poderosas. Conozco a un tipo que lleva mintiendo un lustro, mintiéndole a todo el mundo, y además todo el tiempo. Es como si le hubiera dado la vuelta al calcetín de la verdad y siempre se lo pusiera por el lado de las costuras. Sale por la pantalla sonríe y ya te ha mentido antes de abrir la boca. Su cerebro procesa el cuento antes de que articule palabra y lo delata.

         El objetivo de usar el bulo y la posverdad como sistema es romper la sociedad en dos mitades irreconciliables: ricos y pobres, progres y fachas, propietarios y okupas, trabajadores y hombres del puro y así hasta el infinito y más allá. Una sociedad cohesionada, sin fracturas graves, capaz de avanzar junta y progresar no le interesa a quien nada tiene que ofrecer de valor. A quien vive del postureo, la caga cuando gestiona o se esconde en los momentos difíciles detrás de las cortinas.     

La mudanza

          La mudanza es una de las situaciones más estresantes por las que pasa un individuo en la vida. Sé bien de lo que hablo, igual llevo 15 o 20 en mi historial, y en la última década he contado media docena. Las he tenido de todos los tipos: hecha por profesionales, con desperfectos de los que nadie se hace cargo, con desapariciones de pequeños enseres y hasta traumáticas y peligrosas. No recuerdo ninguna exenta de alguna anécdota o imprevisto.

          Cuando haces una mudanza te das cuenta de esa tendencia del espacio vacío a ser ocupado por «cosas» de toda índole y condición. La mayoría inútiles, que llegaron un día a un rincón y allí han permanecido en el olvido hasta el momento de su traslado al vertedero. Cantidad de trastos que ni querías cuando llegaron a la casa fruto de un impulso por acaparar, ni los quieres cuando te mudas. He oído de casos de cajas cerradas que han viajado de la vivienda A a la vivienda B después de 5 años sin ser abiertas. 

          Otro efecto típico es que aparecen algunos objetos que habías buscado en diferentes ocasiones. Habías usado el detector de metales, perros adiestrados y realizado batidas con los niños y la señora de la limpieza sin el menor resultado. Incluso habías colgado un cartel de se busca en la cocina, por aquello de que siempre hay un cuñado que tropieza con todo y no es cuestión de que lo pase por alto. Aparece cuando menos lo necesitas, o incluso después de que haya sido reemplazado por algo más moderno y molón.   

          Lo que dejas atrás una vez han pasado los de la mudanza se parece mucho a un campo de batalla, y lo que te encuentras en destino tiene el aspecto de un desembarco. Atrás cuando echas un vistazo ves las cicatrices de los años vividos: los arañazos en el suelo de madera y las manchas de humedad, los desconchones que ibas a reparar, las telarañas escondidas detrás del mueble grande y la fauna que habitaba debajo del frigorífico o el lavavajillas. Seres diminutos que vagan por el suelo deslumbrados por la claridad en busca de un sitio en el camión de la mudanza. 

          La parte positiva es que si se sobrevive a la mudanza, uno aprende que ni los objetos ni los metros cuadrados son flexibles. Lo que antes cabía ahora no cabe, o al revés, lo que antes ajustaba perfectamente ahora parece minúsculo y ridículo en su nueva ubicación. Una mudanza es peor que un dolor de muelas. Algo así como una visita al dentista para que te hagan una endodoncia con el agravante de tener que limpiar la consulta una vez terminada la intervención. Y encima pagando.