A destajo

En Occidente no somos tan productivos como en Oriente. Allí curran a destajo, en esa tierra lejana que cuando pequeños nos señalaban en el mapa de colores como Sol Naciente. Recuerden ese hospital para mil camas que lograron construir y poner en marcha en diez días en la ciudad de Wuhan en marzo de 2020. Se dijo entonces, que en España habríamos empleado de dos a tres años. Me río yo de los profesionales de los pronósticos patrios.

Aquel domingo 1 de marzo los chinos pusieron la primera piedra para la que se venía encima. Y el miércoles de la semana siguiente allí estaba: magia. La mole con su equipamiento y sus 1400 médicos en orden de batalla. Aquí, mientras tanto, la Yoli y sus alegres comunistas planchaban el fular para la manifa del «hermana yo si te creo», mientras el corona se nos metía en las residencias de ancianos hasta los tuétanos. Sabían lo que iba a ocurrir, pero hicieron oídos sordos, quizá contando con que el macho alfa del gobierno lo solucionaría. Un poco caro, unas 625 vidas por cada hora perdida de esos diez días sin que nadie les haya puesto el lazo al cuello a los responsables. Al contrario.

Pensaba esto no porque a mí me guste el modo productivo de los chinos, que es el de semi esclavitud. Sino por la diferencia entre lo que pueden hacer en caso de necesidad, y nuestra forma de entender la vida. Tiene lógica, estamos en las antípodas, o como decía con acierto Luis Tosar en Los lunes al sol: «las anti-podas, lo contrario. Allí hay curro, aquí no». Aquí el tonto Simón dijo que tendríamos tres o cuatro casos y se nos diezmó la población; allí que tenían el foco de la infección solo palmaron tres o cuatro despistados: anti-podas, lo contrario. 

Entre mi pueblo y el de al lado hay una distancia de alrededor de doscientos metros en linea recta. La buena noticia es que desde la pandemia están construyendo un carril bici. Obviamente, se trata de algo mucho más complejo que un hospital de mil camas, de los que además, nosotros ya tenemos muchos. Cada mañana desde lo de Wuhan, una cuadrilla de unos veinte trabajadores se aplica en remover la arena de un lado para otro —aún no hemos llegado a la fase de alquitranado bermejo—, usando incluso maquinaria pesada, mientras un capataz con un gorro de paja y gafas de sol dirige las maniobras como un director de orquesta. Son, por así decirlo, parte del paisaje. Como esos portales de Belén que se conservan durante todo el año en algunas iglesias, con figuritas que se mueven, y pastorcillos que ordeñan la vaca.

Nuestra forma de entender el trabajo con dinero público es más continua y sosegada, más segura en el tiempo. Si hay que hacer un carril bici se hace bien. Se utilizan los recursos que sean necesarios en hombres (no hay ninguna mujer allí dándole al azadón), y así se crean medio centenar de puestos de trabajo con contrato fijo y, sobre todo, discontinuo. De ese modo baja el paro. Además, se planifica un carrusel de brainstorming en el bar de la esquina para analizar la evolución; un tiempo que redunda en la productividad de las fábricas de cerveza y que favorece el diálogo social con los productores de aceitunas. Nosotros, por suerte, no somos chinos. Lástima que todavía nos quede en común lo peor de su Historia.

El mes de los sustos

          Septiembre es, tradicionalmente, el mes de los sustos. También es el de la famosa cuesta; la Merced y el veranillo de San Miguel. Pero esos detalles vienen en la segunda quincena, conforme la lengua se nos va llenando de tierra de tanto arrastrarla por el suelo para llegar a fin de mes. 

          El primer susto es el más gordo, y suele llegar el día 1 por la mañana en el cuarto de baño. Allí a solas, como Dios le trajo al mundo a cada cual, pero con bastantes más arrobas de peso repartidas por el cuerpo. La primera sensación es de incredulidad, la segunda de consternación y la tercera de vergüenza ajena. ¿Cómo es posible? ¿Por qué es tan injusto? Pero si solo he bebido 50 litros de cerveza. Y no más de otros 30 o 40 de tinto de verano, pero cortitos de tinto. Además, si no he salido más de cuatro veces por semana de copas. ¿Cómo puedo haber engordado cuatro quilos solo por no ir al gimnasio? En realidad, cuatro quilos novecientos gramos. Con lo que he nadado en la playa… 

          Pensaba esto mientras me trabajaba la máquina de los abdominales, que tiene una posición privilegiada para observar al personal en su particular purgatorio: la congoja de uno al comprobar que la camiseta de mayo le deja al descubierto el ombligo, o a la otra en su pelea con la malla fucsia para que no le corte la circulación sanguínea. Se les reconoce fácilmente, llegan cabizbajos y buscan las máquinas más alejadas o arrinconadas, las que no dan a ningún espejo de esos en los que hace meses se hacían selfies para subir a IG con un leve retoque.

          Otro susto, apenas empezar el mes, es cuando llegan en cascada los recibos y cargos de las tarjetas de crédito. Lo hacen en modo Tsunami de Fukushima, arrastrando los palos de las sombrillas llenos de restos de espinas de sardinas y mariscos, de botellas vacías de Beefeater, y de recortes de chuletones sobre los que surfean restos de piña cansada de tanto baile en la coctelera o la cabeza de algún desdichado bogavante. Una corriente imparable que durante los primeros 4 o 5 días de septiembre se retira dejando la cuenta corriente como una escombrera.

          Pero septiembre es también uno de los meses más bonitos del año, quizá junto con abril, para mi gusto personal. Se van los calores africanos y vuelven las colas en las papelerías: los encargos de los libros, encuadernarlos después, los llantos infantiles, las matriculas de las actividades extras, los atascos y, con un poquito de suerte, la cara de «ya era hora» de la jefa en la oficina. A veces pienso, en lo heroico que es cargar con tanto peso después del verano.    

          

DIMITIR: el apellido ruso de moda.

          Decía Albert Rivera, en su breve paso por la política, que en España la gente cree que DIMITIR es un apellido ruso. Reconozco que la primera vez que lo escuché me hizo gracia, me pareció ingenioso. Sin embargo, era una frase cargada de un dramático realismo. Uno muy especial: hasta qué punto tenemos las instituciones infectadas de inútiles e incapaces mamándose del bote un sueldazo y una vida que no merecen. Tenemos ganapanes gestionando miles de millones de dinero público incapaces de llevar la comunidad de vecinos de su bloque, sobre todo, de hacerlo sin robar al menudeo en connivencia con el fontanero o el pintor de brocha gorda.

          No es de extrañar que tras las elecciones de mayo, anteriores a las sospechosas del 23J, miles de esos ganapanes se mostraran desolados por la pérdida de sus «trabajos». Muchos de ellos y ellas deberían haber dimitido, algunos incluso estar encarcelados. Sin embargo se fueron de rositas, y otros ahí resisten a la espera cada día 28 del dinero de todos los españoles para su provecho. Una vez que se prueba lo fácil que es vivir del cuento no hay cuentas que compensen vivir de otra manera.

          Pensaba esto después de asistir a la indignidad de esta semana de un tipo que de estar embargado pasó, en 5 años, a vivir en un millonario ático junto a la sede del partido de su amigo Pedro Sánchez. Un tipo zafio y grosero que no puede representar al fútbol español, no por el beso, que esa es la torpe jugada de la izquierda sectaria, desatada y radical. Todos hemos visto que fue espontáneo y que la propia jugadora ni le hizo la cobra ni lo rechazó, al contrario, se abrazan y se mantienen mutuamente. El video hay que verlo sin las gafas del sectarismo, si no se ve borroso.

          Esta noticia ha tapado el hecho de que uno de los criminales puestos en la calle por la Ley «Solo sí es sí» y la nefasta gestión del gobierno, ha intentado violar a una mujer en Dos Hermanas, Sevilla. De esto, las sectarias feminazis y el partido de gobierno más nefasto de la democracia no ha dicho nada. Los lacayos televisivos también callados, y la prensa que debe estar metiéndose lo más grande con esta gente a base de servir de indignos mamporreros del discurso oficial.

          Nos estamos convirtiendo en una sociedad de mierda. Hay otras en países hermanos, y casualmente son sociedades de mierda donde gobiernan los zapateristas y narcotraficantes. Aquí la lacra del comunismo chulea y se enriquece como allí, caiga quien caiga y sin asumir, bajo ningún concepto ninguna responsabilidad. Si hay que montar follón que sea por un pico para desviar la atención de que estamos descuartizando España y vendiéndola a cachitos.

          Esta semana hemos sabido que la hija del infame Hugo Chávez, que en el infierno esté, vive en USA. Tierra de Satanás y olor a azufre según su difunto padre. Y que argumenta que sus cuatro mil millones de dólares de fortuna los hizo vendiendo AVON (cremas y pintalabios), casa por casa. Lo dice por una razón muy sencilla, porque este comunismo que se extiende como una pandemia ha aprendido que, además de ser narcos, ladrones, golpistas o terroristas, también se pueden reír en la puta cara de la gente sin que nadie les ponga una soga al cuello y los cuelgue de un palo en la Plaza Mayor, de momento. Pero empeño le están poniendo todo el que pueden. 

Estas son mis tetas

          No dejes que tu teta izquierda sepa lo que hace la derecha. Ya sé que la celebre frase del Evangelio según San Mateo se refiere a las manos y no a las ubres de ningún animal mamífero, pero a lo que vengo da lo mismo. El significado bíblico es que las buenas obras hay que hacerlas sin ánimo de reclamar luego lealtad o sometimiento. O en estos tiempos que corren, sin pedir además el voto, la concesión a dedo o la subvención cuando toque.

          A mí me ha sorprendido mucho el concierto de Amaral en Teherán. Un país en el que la libertad de la mujer está cercenada, la discriminación es brutal y la vida femenina tiene como eje la anulación de su rol en la sociedad. Mucho les queda por pelear allí para alcanzar lo conseguido en España: que no haya un solo derecho que tengan los hombres que no lo tengan también las mujeres, entre otras cosas, porque aquí es ilegal e inconstitucional. Me parece bien que se apoye la causa de las mujeres que viven sin libertad y bajo la opresión de la República iraní. 

          Enseñar las tetas, y no me pregunten por qué, también ha sido habitualmente una forma de hacerse notar. No sé, me vienen a la memoria las de Marta Sánchez en el Interviú (lo menciono en la novela La novia del papa se desnuda), la de Janet Jackson en el escenario ¿A quién se le ocurre algo así? Creo que a Justin Timberlake, o más recientemente las de Rita Maestre en Nigeria en una capilla de Boko Haram. Allí las niñas son violadas y esclavizadas y esta valiente feminista, ahora más con pinta de monja católica, se lanzó a la lucha reivindicativa como debe ser. 

          En nuestro país tenemos la suerte de poder dedicar recursos públicos (impuestos) mil millonarios, para conseguir que no haya violencia machista contra la mujer (estadísticas aparte). Ha sido un gran logro del ministerio más feminista de la Historia, que además, ha conseguido que los violadores estén donde según ellas tienen que estar. Yo si te creo hermana. La lucha debe continuar, hace falta subir los impuestos aún más, y necesitamos que se monte siquiera una asociación que nos recuerde lo bien que lo hacemos. Alguna peli por lo menos que nos hable de lo machista que es Pepe o Paco, y nos recuerde la necesidad de integrar a Mohamed con sus costumbres avanzadas de libertad con las mujeres.

          Pensaba esto porque esta semana nos ha deslumbrado una artista cincuentona con su naturaleza al aire, para recordarnos la suerte que tenemos en España de tener quien nos enseñe la teta izquierda sin que la derecha lo sepa o mire para otro lado con tanto meneo. Sin esperar nada a cambio: ni publicidad, ni tendencias en redes ni que yo, por ejemplo, que nunca me han gustado sus tetas, escriba este comentario. 

 

A lo fácil

          Esta semana leía que la universidad de Northwestern en Illinois, publicaba un estudio cuyo resultado más señalado es que las personas somos cada vez más tontas. Personas en general (género humano). Desconozco el mérito académico que tiene observar un hecho tan evidente y nítido para hacerlo pasar por un estudio científico. Pero en fin, al menos, se le ha dado difusión a algo que poca gente ignora y puede comprobar sin ningún esfuerzo así que vaya, por ejemplo, a comprar el pan o el periódico.

          Una de las evidencias del estudio se basa en los libros más vendidos. Yo ahí lo dejo, pero algo se tendrán que hacer mirar quienes los escriben,  quienes los publican y, sobre todo, los lectores que los compran para leerlos, regalarlos o, en muchos casos, ocupar espacio en esas estanterías huérfanas de contenido. Ya lo dijo el periodista Carlos Herrera referido a nuestro país: «En España hay más tontos que botellines, no caben más. Llega uno por La Coruña y se caen dos al mar por Algeciras».

          Yo confieso que me siento tonto entre los tontos, lo que supongo que algún mérito tiene. Es posible que con los años haya ido perfeccionando mi inutilidad para realizar tareas cotidianas. Por ejemplo, no me siento capaz de abrir con facilidad un envase de plástico de esos que llevan dentro un cable o conector, y que también se venden con algunos elementos de escritura: lápices o rotuladores. Con las manos me resulta imposible, son indeformables. Pero tampoco crean que a cuchillo o con tijeras la cosa mejora mucho. Hay que montar en casa, encima de la encimera, un auténtico disparate de navajazos y cortes para hacerse con el puñetero trozo de madera para escribir, o con el puto cable para el móvil.

          Pensaba esto, porque esta semana me llamó alguien del banco para decirme que a partir de ahora solo podría firmar las operaciones usando otra app de ese mismo banco. Es decir, ya tengo banca online en el ordenador, pero ahora necesito una app más para las firmas y que, además, solo se usa con el smartphone. Aquí, reconozco que me pilló un poco ocioso y le dije a la señorita que llamaba desde el Caribe —(lo sé por el acento y la hora de la llamada—durante la siesta—, que yo no tenía smartphone. De repente, se le desmontó el argumentario: sin el aparato, nada que hacer, pero tiró de ingenio. Me sugirió que llevara conmigo, como si fuéramos siameses, a un hermano mío con smartphone, a un sobrino, o a alguien dispuesto a hacer de Lazarillo bancario en caso de necesidad. Le hice notar, la dificultad de convencer a alguien de semejante tarea. Antes de que el diálogo de besugos terminara, después de muchos tiras y aflojas, me ofreció apuntarme gratis a un curso de aprendizaje de la app cuando me comprara un smartphone. He cambiado de banco.

          Con todo, lo que más me irrita son las tareas simples que alguien se encarga de complicar por pura sevicia. Se han puesto de moda las botellas de agua de cristal en los restaurantes (bien por eso). Pero en venganza, traen un tapón de aluminio que para abrirlo hay que hacer el mismo esfuerzo que para cambiar la rueda del coche. Además, desprende una tira cortante como una navaja, capaz de seccionar un dedo sin el menor inconveniente. Observe, y descubrirá de lo que hablo, una pista: el camarero siempre se la dejará cerrada para que la abra usted, que se supone que es el tonto.

          Nos hemos empeñado en hacer la vida antipática, nada de ir a lo fácil: eso de que las roscas de los envases abran y cierren con normalidad olvídelo, que los cajeros automáticos funcionen en verano es un mito, y aun menos pagar el parquin sin echar un rato en descubrir dónde está el lector de huellas, la ranura de la tarjeta o cómo se cambia el idioma que alguien de Castellón ha dejado en swahilli, solo por joder. Las cosas hay que hacerlas complicadas, antipáticas, difíciles de manejar, para que así pueda venir algún salvador de la gente de la calle a decirnos cuáles son nuestros derechos como honrados gilipollas con cara de paganinis.  

Sueldo para los ciegos

          Hasta hace poco vivía en una localidad de Madrid en la que trabajan, como en toda España, varios empleados de la ONCE. A uno de ellos lo trataba con cierta asiduidad como cliente. Diré que se llama Pedro, y que es un tipo simpático y dicharachero. Sabe vender su producto cada vez más diversificado: cupones, rascas, sorteos europeos y alguna cosa más. Coincidía con él en un conocido restaurante, y siempre le compraba algún boleto porque creo en la labor de esa institución. 

          Un día, y no me pregunten ustedes la razón, en una de esas conversaciones aleatorias sobre la situación del país salió el tema de los salarios. Al parecer, estos trabajadores cobran, como en la mayoría de los oficios de ventas, a sueldo y comisión. Una labor digna a la que dedican un horario regular y por lo que vienen a sacar de 1800 a 2000 euros al mes. Supongo que es una media que me facilitó, pero que hay quien lo supera y quien o no llega o se queda en ese entorno. Me parece bien. Son muchas horas por las calles, hablando con todo tipo de personas, con un poco de riesgo y andando de un lado para otro con el consiguiente desgaste físico. 

          Pedro tiene una discapacidad, pero no es ciego como solían ser hace años los vendedores de la empresa. Entonces, comprar un cupón de la ONCE era, según el dicho popular, jugar a los ciegos. Hoy es un trabajo mucho más inclusivo y uno encuentra todo tipo de personas con capacidades diferentes y un salario en consonancia. Paga impuestos como todo el mundo, pero cree, como muchos españoles, que son excesivos para lo que luego hay que ver… Ustedes ya me entienden.

          Pensaba esto porque, por circunstancias de la vida, conocí hace un par de años a otra persona con la que he tratado y de la que, motivo que no viene al caso, conozco su salario y su situación patrimonial. Les daré una pista: nómina de 7.000 euros netos, más dietas y gastos de todo tipo. Labor que la ocupa: uno de los miles de puestos de funcionario público de la UE. Función principal: hacer estudios para un mundo mejor (o esa es la intención aseguran un ejército de ellos).  Todos esos emolumentos son propios de quien ha triunfado en el mundo empresarial, donde se pagan impuestos cada vez más asfixiantes. No nos dejemos engañar, en España el esfuerzo fiscal es de más del 52%. En un país hecho unos zorros, sin justicia y donde la delincuencia campa a sus anchas. En este país, tenemos que soportar la confiscación impositiva y coactiva del Estado, para que los vividores vivan como si fueran genios.

          A mí no me extraña ese trabajo de ciegos del discurso ideológico que hacen quienes viven de la mamela pública. Quienes no han fabricado nunca nada, ni han producido un solo producto que se pueda utilizar. Quienes viven de darle a la lengua untada con veneno, de apuntar con el dedo, de señalar, de malmeter y de envenenar sociedades. No me extraña. Tener sueldos de genios siendo mercenarios se debe sentir como que Pedro el guapo te toque con su varita mágica y te solucione la vida. Por la cara, por ser aquello que se decía en la famosa película de Martin Scorsese de 1990: «Uno de los nuestros».

La goma rota

          La goma rota suele ser el resultado que se obtiene cuando se la estira más allá de lo prudente. Es una mera cuestión física, la consecuencia de una presión ejercida en direcciones opuestas sobre un material más allá de su capacidad de resistencia. ¿Quién no ha experimentado la experiencia y se ha llevado un latigazo en la mano? ¿Quién no se ha dejado llevar por el impulso al inflar un globo y lo ha estallado?

          Pensaba esto porque me vino la idea de que las sociedades en general, y la española en particular, son como una goma. De hecho, una que ya se ha roto en múltiples ocasiones y ha sido sustituida por otra que los españoles nos volvemos a encargar de romper cada cierto tiempo. La última vez que se nos partió por la mitad, una parte de nosotros la estiraba por un extremo y la otra mitad por el opuesto. El resultado fue tan funesto como todos conocemos, al menos, quienes hemos leído un mínimo de Historia no tuneada.

          Lo curioso del tema es que siempre hubo quien sacó beneficio del roto, y que por lo general suele ser quien lo provoca. Hoy a ese juego lo llamamos polarizar. No es un fenómeno exclusivo de nuestra tierra, pero si muy de nuestro gusto y, en particular, del gusto de cierta clase política. Una en concreto que carece de memoria objetiva, que practica la verdad selectiva, que incita los más bajos instintos removiendo rencores y que, en definitiva, solo entiende el concepto de libertad desde la perspectiva de que gobiernen ellos. Ellos o nadie. Es un argumento simple: o gobernamos nosotros o el infierno.

          Este es un método que no ha funcionado nunca a medio largo plazo. A veces cae como fruta madura, otras desgraciadamente por una reacción violenta contra el sistema, y en no pocas ocasiones con la huída por la puerta de atrás. El polarizador lo usa todo: el dinero, la mentira, la traición, la indignidad, la manipulación, la amenaza, la coacción y, en fin, un largo etcétera. Una caja de herramientas difícil de combatir, y que con frecuencia se vende como la solución contra los que tiran del otro extremo de la cuerda.

          La España de hoy, probablemente nunca había estado tan dividida y enfrentada desde la década de los años 30 del siglo pasado con el Frente Popular, un antecedente de lo que hoy llamamos gobierno Frankenstein. Por un lado, un saco de retales defendiendo cada uno su puchero, su chiringo y sus mamelas a cambio de humillar el voto. Por otro lado, media España asistiendo atónita a una reedición de saqueo, perversión de leyes e instituciones, indultos a delincuentes y orgía sin cuento a cambio de seguir en la pomada. Un cuadro, pero roto por la mitad, de arriba a abajo. 

Hay que botarlo

          Decía Manuela Carmena hace unos días que había creído en el espíritu del 15M hasta que llegó el gran desengaño: sus líderes e impulsores habían venido para hacerse millonarios. Menudo descubrimiento hizo la exalcaldesa de Madrid. O sea, les vio la pinta a aquellos bolivarianos que se metían el oro de Venezuela en los bolsillos a manos llenas y pensó: eso va a ser para mejorar la vida de la gente de Vallecas. En fin, cada cual se deja engañar como mejor le parece o conviene en cada momento.

          Desde entonces hasta el día de hoy, 23 de julio de 2023, el engaño se ha convertido en una peligrosa divisa nacional. Más de lo que ya lo era. Engañar, lo que se dice ahora cambiar de opinión, también lo hicieron los anteriores. Montoro, que el diablo se lo haga pagar a él, nos empitonó literalmente con aquella sonrisita de Gollum. Babeaba cuando nos decía que la culpa del desastre económico de Zapatero (y era cierto), lo íbamos a pagar con un sanguinolento destilado de impuestos.

          A estas alturas de la película patria mi reflexión de ayer no fue, aunque pueda parecer otra cosa, que todos son iguales. Ni de lejos. Ladrones y arribistas hay en todos los partidos, y eso no va a cambiar. Recuerdo que me decían algunos colegas a su paso por Ciudadanos, que en el momento de su apogeo llegaban riadas de nuevas incorporaciones. Casi todas tenían un denominador común: una delicada situación profesional o una posición oportuna para aprovechar el calorcito que pudieran ofrecer los presupuestos públicos y el poder. No les dio tiempo.

          Con todo, quizá hay que hacerse la pregunta de si esta clase política existe porque los ciudadanos somos muy parecidos a los políticos, en términos generales. Quizá también nos gusta y aceptamos lo mismo que ellos: el aprovechategui fácil, la mamela si nos cae y el oportuno empujoncito para arriba del amiguito bien posicionado. Expertos en estas formas de llenar el plato son los periodistas. En esta campaña les hemos visto entregados como nunca. Sosteniendo mentiras con balcones a la calle a capa y espada, sin pulcritud, sin dignidad, sin la menor vergüenza. A las ordenes de sus amos como harían con cualquier autócrata en cualquier dictadura bananera. Y a una pléyade de altos cargos y cargas aplaudir como focas cualquier gilipollez del gran líder. A lo norcoreano, para entendernos. 

          La reflexión a la que uno puede llegar es que a muchos de los españoles España les importa una mierda. Por España me refiero a todo el territorio nacional. Es decir, que a los líderes vascos las vascongadas les importa la misma mierda que a los nacionalistas catalanes Cataluña y los catalanes. Esto, hasta cierto punto, era conocido. Lo inédito, y a lo que hay que dar respuesta hoy es al insólito hecho de haber puesto al mando del ejecutivo a un tipo al que, además de hacer del engaño su modus operandi, lo único que le importa es lo que ve en el espejito mágico con el que, no me cabe duda, ha mantenido largas conversaciones. Un Nerón con corbata y un pin en la solapa. 

Doblando el lomo

          ¡Venga, no seas flojo y dobla el lomo! Recuerdo esa frase desde que tengo uso de razón y edad para realizar alguna tarea de provecho, por mínimo que fuera. Doblar el lomo no tenía nada que ver con el oficio de la charcutería o la carnicería, no se trataba de dar forma a piezas comestibles de animales para exponerlas cara al público o almacenarlas. En mi familia nunca hubo, que yo recuerde, una abacería o establecimiento de ultramarinos, ni yo serví en la de nadie.

          Pensaba en ello esta semana, ahora que se habla tanto de empleo y productividad, y de fijos y discontinuos como si el trabajo fuera una de esas líneas de carreteras nacionales en las que se puede o no adelantar a otro vehículo. Yo, personalmente, la palabra discontinua solo la he tenido en mente conduciendo por carretera. A modo de señal indicativa de que podía librarme del camión chimenea que estaba a punto de asfixiarme.  

          Esta semana el concepto de trabajo fijo discontinuo ha adquirido una nueva dimensión para mí, en una oficina de servicios municipales. No mencionaré cuál porque solo hago de testigo de la nueva realidad, sin señalamientos. El lector avispado sabrá qué hay en la rotonda de Tomares, y qué servicio presta a todo el Aljarafe para que fluya el agua. Yo tenía cita allí. Un logro que había conseguido desde Madrid tras varios intentos telemáticos, y cuyo resguardo indicaba que sería atendido en la mesa Nº 1 entre las 09:00 y las 09:20 de la mañana tal.

          Allí me presenté, ascendiendo por una zona accesible solo para montañistas. Unas escaleras con unos 10-12 tramos, que necesariamente te hacen pedir agua cuando llegas arriba aunque solo subas para ver el pueblo desde la cumbre. Me saludó con un gesto un segurata en la puerta, sin pedirme identificación alguna, y luego otra persona en una ventanilla que si se interesó por mi visita. «Su número y nombre saldrá en pantalla y entonces le atienden, mesa 1. Puede esperar ahí». En la zona de espera no había nadie, y nadie en ninguna de las 12 mesas numeradas previstas para los funcionarios.

          Al filo de las 09:20 apareció mi nombre en pantalla y, dos individuos, uno en la mesa 4 y otro en la 11, tomaron asiento frente a sus pantallas de ordenador. Mi gestión no tuvo mayor inconveniente, pero lo que me resultó sobrecogedor fue la actividad del tipo de la mesa 11. Durante los 20 minutos que duró mi visita, no separó la mirada de la pantalla. En ella se podía ver una fotografía de él y de una mujer joven —su mujer o hija, seguramente— en algún evento. La típica imagen de caras sonrientes. La mano izquierda abandonada sobre la mesa, inerte, y la derecha sobre el ratón, también inmóvil. Así, sin pestañear. Un funcionario de yeso.

          La compañera me atendió con diligencia, y el motivo de mi visita quedó resuelto. Durante largos minutos no pude evitar mirar de soslayo a la efigie sentada de la que comencé a dudar si se trataba de humano o ciber, uno de esos robots modernos que había entrado en modo standby. Al marcharme, no pude evitar ser un punto indiscreto y preguntarle a la persona que me había atendido: ¿Le ocurre algo a tu compañero? Y gracias a su respuesta hice mi descubrimiento: «No, nada. Es que es fijo discontinuo» —Me dijo.   

La sala de espera

          La sala de espera es el lugar idóneo para los experimentos de observación de los individuos. Son habitáculos a los que cada cual llega por un motivo, muchas veces compartido. Sin embargo, no es lo mismo la sala de espera de un hospital que la de un aeropuerto o una comisaria, y no digamos la de Hacienda. Son, eso sí, espacios adonde se llega por necesidad, lo cual ya dice algo importante a tener en cuenta: nadie va a una sala de espera por gusto o a pasar el rato. Y este, quizá sea el motivo por el que las personas se comportan de manera tan singular.

          Pensaba en esto en una de ellas esta semana. Un sala pequeña, de unos pocos metros cuadrados y diseñada para unas 8 o 10 personas a lo sumo, pero en la que no esperábamos más de 3 o 4 individuos. Yo tuve, como me suele pasar en la caja del supermercado, la mala suerte de estar en la cola de los torpes, por lo que durante mi media hora de confinamiento entraron y salieron varias personas más.

         Los que allí estábamos permanecíamos en silencio, todos pegados a la pantalla de sus móviles salvo un servidor-obervador, que se dedicaba a imaginar los motivos por los que aquellos esperaban turno. No nos habíamos dirigido la palabra en ningún momento. Cuando llegué había algo de concurrencia y saludé alto y claro: «buenos días». Recibí como respuesta varias miradas mudas e incrédulas, y la ignorancia absoluta del resto.

          El correturnos fue pasando, entraban y salían nuevos personajes que en el juego del Monopoly que es la vida, les había salido la casilla de la sala de espera. Entraban cabizbajos algunos, nerviosos otros, sin decir palabra. Nada. Miraban a un lado y a otro. Yo les sostenía la mirada como un perrillo a la espera del hueso en forma de saludo o, al menos, de la caricia de una sonrisa cómplice, pero nada. Nuestra nueva forma de relación social consiste en ignorarnos incluso en los espacios más reducidos.

          Hoy si das una opinión política te quedas sin la mitad de los contactos y acabas enfadado con media familia. Hay que militar en un bando o ignorarlo todo y mirar para otro lado, esa es la nueva realidad. El objetivo es la censura autoimpuesta, que todos seamos censores: Fulanito de Menganita, y Sutanita de  Catalino. Y como alternativa hacer de planta, como esos Potos lacios y alicaídos que cuelgan silenciosos y pacíficos en cualquier parte. Quizá por eso, en las salas de espera ya nadie saluda. Nadie dice: buenos días, temerosos que somos de que nos contesten: buenos serán para usted.