Si usted se dedica al mundo de la publicidad o, por ejemplo, regenta una pequeña tienda de juguetes debe sentirse concernido por las derivas de los aficionados a la ingeniería social. Recuerdo, por citar un primer antecedente que me resultó sobrecogedor porque, además, viví allí algunos años, que en el noreste de España si rotulabas un comercio en español te sancionaban, o sea, te metían un crujido en forma de multa que igual tenías que cerrar el chiringuito. Eso si los defensores de la libertad no te apedreaban la cristalera o te pintaban la fachada para marcarte como a un apestado en tu propio país. Y al final la gente tragó o se doblegó.
Me acordaba de ese ejemplo ya normalizado y sometidos los tenderos, entre ellos los de juguetes, porque, a partir de ahora, si usted fabrica muñecas o balones de fútbol y quiere publicitarlo, debe tener cuidado. ¿Y eso? Preguntará el lector más curioso. Pues fácil, porque no se le vaya a ocurrir el disparate de promocionar, por ejemplo, una cocinita de juguete con una niña sonriendo porque lo empuran. Puede que incluso lo emplumen y luego lo escarnien en plaza pública. Una cocinita con una niña jugando, aseguran, fomenta los roles de género. Dicen desde un ministerio que ha hecho una ley que ha puesto a un puñado de violadores en la calle en una semana, de momento: digan lo que digan desde la soberbia sus redactores e ideólogos.
Cualquiera con un atisbo de lógica habría hecho primero un test de realidad cercana. Se preguntaría como es que Carme Ruscadella ha ganado la astronómica cifra de siete estrellas de la Guía Michelín y cocina como una diosa; doy fe. O Leonor Espinosa fue elegida como la mejor cocinera del mundo. Y también se preguntaría como es que hombres como Ferran Adriá, David Muñoz, Aguiñano, Berasategui, Roca o Subijana entre una larga y afamada lista de los mejores cocineros de Europa y del mundo, la publicidad tendenciosa de niñas en la cocina no les ha impedido ser genios entre fogones. Pero claro, esa no es la idea. Ni de lejos.
Hoy vivimos en un proceso de ingeniería social que persigue el sometimiento de la conducta, esa es la clave, a niveles nunca vistos en Europa. Sí que los conocemos en otros países donde, por ejemplo, para que la mujer no sea reconocida se la obliga a llevar la cara tapada con un burka, o se la apedrea hasta la muerte por una infidelidad matrimonial. O se las somete a una ablación, que es la salvajada más cruel imaginable. O se cuelga del cuello hasta la muerte a los hombres homosexuales. Todo ello, fruto de la intolerancia dictada por quienes dicen a las personas lo que tienen que hacer y lo que no desde la infancia, incluso, para eludir la autoridad de sus padres. Qué comer, como jugar o masturbarse y cosas por el estilo. Una ideología enferma, como cualquier persona sana puede fácilmente colegir.
Lo más peligroso de esta deriva es la rapidez con la que las sociedades modernas, atolondradas por miles de mensajes diarios, normalizan estas amenazas y metabolizan sus propios errores. Digieren, por así decir, lo que cuatro mequetrefes salidos de cualquier esquina con un megáfono les hacen tragar a la fuerza porque un día, una de esas carambolas electorales, los puso de mal necesario en un gobierno sin escrúpulos, y se nos concedió la gracia de ver qué sabían hacer además de pegar gritos por las calles. Pues nada, ahí lo tienen. Lo que cabía esperar.
