El bricolaje de Macgyver

          Cuando yo era un chaval se puso de moda el bricolaje de MacGyver, un personaje protagonizado por Richard Dean Anderson. Un agente de inteligencia de la fundación Phoenix en una de las series más famosas de los años ochenta. MacGyver se dedicaba a ayudar a los buenos y acabar con los malos, por lo que el argumento no era muy disruptivo ni siquiera para la época. Lo que sí llamó la atención fue el método para conseguirlo.

          MacGyver lo mismo arreglaba un agujero en el ala de un avión con un chicle masticado, que fabricaba un artefacto explosivo para volar una cerradura con una caja de cerillas y un trozo de plastilina. Lo sorprendente de cada capitulo eran dos cosas: la primera, que siempre tenía una ocurrencia disparatada a mano y, la segunda, que con un par de miradas alrededor encontraba los elementos necesarios para llevarlo a cabo. Y funcionaba, para hacer las delicias de sus millones de espectadores por todo el mundo.

          Recordaba esto porque ando metido en materia de pequeñas reformas y acondicionamientos. Lo típico después de una mudanza. Soy consciente de que las minucias (colgar cuadros, cortinas, ajustar alguna madera rebelde etc) es un servicio «manitas» que se ofrece por Internet. Sin embargo, me parecía un oficio tan anodino, que incluso yo podía arriesgarme imitando a MacGyver con algunas de esas tareas domésticas. Craso error.

          A mi alrededor hay cosas, quizá demasiadas, pero no es fácil encontrar un simple taco para la pared que coincida en grosor con algún tornillo y ambos con la broca de la taladradora. Es una fórmula matemática imposible. Y no digamos ya que el destornillador (ahora siempre son de estrella) no sea demasiado grande o pequeño. Lo habitual es lo contrario. Para mí colgar un cuadro es sinónimo de frustración, martillazo en un dedo de la mano y, posiblemente, un pie jodido al golpearme descalzo con la escalera plegable de metal.

          Mundo aparte es lo de colgar cortinas. Si mis aspiraciones de parecerme a MacGyver acaban con un simple taladro en la pared, lo de las cortinas me recuerda al Apolo XIII: «Houston, tenemos un problema». No sé que habría sido de mí de haberme visto en aquella mítica nave camino de la luna. Chorreando oxígeno a todo meter, con menos luz que en el callejón del gato negro y tirando de envoltorios de chocolatinas para arreglar el quilombo. No sé cuantos grandes pasos habría dado después la Humanidad, pero yo no creo que hubiera dado ninguno más. 

Samarcanda y la fatalidad

          Leía esta semana en las clases de literatura que impartió Julio Cortazar en Berkeley, un relato de origen persa que, según parece, inspiró al novelista norteamericano John O`Hara para su obra «Cita en Samarra». Una historia muy conocida sobre la fatalidad que ha sobrevivido hasta nuestros días. La muerte, en definitiva, tiene una cita con cada uno de nosotros, y no importa donde nos escondamos o lo lejos que huyamos. Acabará encontrándonos según está en la agenda del destino.   

          Pensaba en ello cuando, de forma inevitable como para la mayoría de personas con acceso a una televisión o a Internet, me llegó la trágica e insólita noticia del Titán. Primero, lo descabellado de la misión: cinco personas empeñadas en descender, en una especie de cachalote hueco de metal y fibras, al abismo donde duermen desde hace más de cien años los restos del Titanic. Un coloso de la ingeniería de primeros del siglo XX, con lo más representativo de nuestra especie: la riqueza, la pobreza, las ambiciones y las esperanzas, el amor, la traición y, como viene siendo habitual, la desgracia y la muerte.

          Cinco peculiares individuos, que uno no sabe bien si eran exploradores o turistas, o habían sido avisados, como en la historia de Samarcanda, de que la muerte les andaba buscando y trataron de huir a lo más profundo del planeta. Pagaron por ello una cifra millonaria, por un pequeño espacio cerrado con el oxígeno suficiente para despistar a la parca y volver a subir a la superficie sanos y salvos. Una vía de escape que no está al alcance de casi nadie.

          No sabremos nunca si alcanzaron su destino ni si lograron ver los restos del pecio en descomposición. Si pensaron, que allí camuflados entre los restos de más de mil vidas, a la muerte no se le ocurriría volver a mirar donde ya estuvo con tantos para encontrar a tan pocos. Nunca sabremos, en fin, si el dinero entregado para el billete de ida no era, después de todo, sino las monedas exigidas por Caronte para cruzar a salvo al otro lado.

          La muerte, además de igualarnos a todos, juega con ventaja. Sabe más que nadie de matemáticas, y eso es algo con lo que hay que contar. No solo puede desplazarse a gran velocidad de un lado a otro por el mundo, surcar valles, escalar al Everest o sumergirse en lo más profundo del océano. También es paciente. Quizá por ese motivo, el 12 de abril de 1912 después de contar con los dedos de un mano se dijo: «voy a descansar un rato, que aún me faltan cinco que llegan con retraso».   

La gasolinera trampa

          La gasolinera trampa es una en la que yo he caído en varias ocasiones. Se sabe cuándo se entra pero no cuándo se podrá salir ni en qué condiciones psicológicas. Todo depende de una combinación de azares y personajes que, en algunos casos, me temo que viven en ellas enredados entre las estanterías, atrapados por los donuts y las latas de aceite para los coches. Se trata de individuos que un fatídico día entraron a por algo y desde entonces no encuentran la salida ni un motivo para volver a sus quehaceres. 

          De vez en cuando, y aquí está la trampa, uno de esos zombies andantes se acerca a la caja porque recuerda que ha repostado en algún momento. Además, ha decidido que quiere varias zarandajas adicionales: un paquete de chicle, una barra de pan, un rasca de la ONCE y que le pongan un cortado con la leche templada y sacarina en vaso de cristal pero tipo caña. Cosas todas ellas, que la única persona que atiende la caja debe hacer mientras una fila de incrédulos clientes va creciendo.

          Lo primero que hace quien atiende el negocio es poner a calentar la leche en la máquina, convirtiendo la tienda en una pista de pruebas de motores a reacción. Luego, sale corriendo hacia la caja, porque una serie de nuevos conductores aprietan todos los botones de todos los surtidores haciendo sonar varias alarmas a la vez. Consigue aplacar el pio pio y se dispone a cobrar el combustible de nuestro amigo que, ahora, no recuerda muy bien el número de surtidor y tiene que salir a comprobarlo entre miradas poco amistosas. Mientras tanto, la leche ha hervido hasta la evaporación y la cajera ha marcado el resto de productos del colega. Varios de ellos a mano, porque el lector no pilla el código de barras.

          El número 6 le anuncia en voz alta, pero el 6 no puede ser porque alguien está repostando ahora en el 6. Así que mirando por la ventana, a duras penas entre ambos, identifican la columna correcta que es la 7. La cola de gente ya da la vuelta a la manzana. ¿Cómo va a pagar? Con Waylet contesta tranquilamente. Una vez hecho el cargo, recuerda que con Waylet sólo quiere pagar el combustible y el resto en metálico. Nuevo abono, nuevo cargo y 27 euros de chucherías, pero he ahí que recuerda disponer de unos tickets descuento en la app de la marca. La abre pero no sabe buscarlos. La compungida cajera suda la gota gorda, ayuda pasando pantalla tras pantalla, mientras los murmullos de protesta comienzan a ser evidentes. Resulta que los tickets descuento los había gastado la vez anterior. En metálico no tiene 27 euros, así que debe soltar algo que le cuadre para usar los 23,50 disponibles.

          A estas alturas, quien padece de la tensión y no ha tomado el Enalapril de esa mañana está a punto de fibrilar o de cometer un homicidio en un arranque de ira. Comienzan a escucharse desde atrás incluso algún insulto en plan este tío es gilipollas, y cosas por el estilo. La guinda la pone cuando ya todo el mundo pensaba que se iba por dónde había llegado y entonces dice: necesito factura, te doy los datos mientras me tomo el café, y se tienen que sujetar unos clientes a otros para no ajusticiarlo allí mismo. 

          

Las hermanas Mirabal

          El pasado viernes 25 de noviembre se celebró el día internacional de la violencia contra la mujer. Algo que, en sí mismo, es un noble fin y una vergüenza que todavía exista la necesidad de reivindicar algo así. La violencia contra las mujeres, simplemente, no debe existir. Ni contra el resto de seres humanos que no son mujeres, tampoco. Sin embargo, y puesto que es un día internacional, quise echar un vistazo a la situación en todo el mundo para ver que esperanzas nos cabe tener al respecto y consultar algunos datos. 

          Lógicamente, y dadas las fechas y los acontecimientos deportivos, lo primero que hice fue darme un paseo virtual por Qatar. Un país en el que la represión y la violencia contra las mujeres sí, allí sí, se ejerce por el simple hecho de ser mujer. Pero esa, a pesar de lo que nos quieren hacer ver, no es la situación en todos los lugares donde existe violencia contra una mujer. Donde un salvaje, borracho, machista, despechado o de mente criminal acaba matando a su mujer, su cuñada o a la vecina del quinto o a una joven a la que no conoce. En 2020 en España 119 mujeres fueron asesinadas, no siempre en el entorno familiar ni entre ciudadanos españoles, y 179 hombres también fueron asesinados por diferentes causas. El problema es evidente: cada muerte es una tragedia que impacta a otras muchas personas.

          También quise saber el por qué de la elección del día 25 de noviembre de entre los 365 que hay cada año. Y aquí aparecen las hermanas Mirabal, naturales de uno de los países más bonitos del mundo: República Dominicana. Las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron brutalmente asesinadas por orden del dictador Leonidas Trujillo —que en el infierno esté— por razones políticas, no por ser mujeres que también lo eran. Los hechos ocurrieron el 25 de noviembre de 1960. Y por los mismos motivos que ellas fueron asesinados algunos familiares y maridos, que eran hombres. 

          La novela «La fiesta del chivo» de Vargas Llosa, una obra maestra, narra los acontecimientos en aquel país hasta que la disidencia acabó asesinando también al infame dictador Trujillo. Una época en la que el machismo era la norma, como en España y en muchos países, y unas mujeres y sus maridos se rebelaron y pagaron con sus vidas. Esa es la verdadera historia referente al 25 de noviembre, que dicho sea de paso, poco tiene que ver con lo que en algunos sitios se celebra o se quiere celebrar desde la manipulación ideológica.

          Pensaba esto, porque esta semana nos hemos gastado todos los españoles un millón de euros de los impuestos en un burdo intento de atacar a un periodista usando el feminismo como escusa. Un acto de violencia institucional, mentecato, mal montado y desmontado a la media hora por el atacado con pruebas irrefutables. Y, seguramente, cobrado por alguna amiga con una reciente agencia de publicidad abierta al abrigo del sectarismo más rancio y fatuo. No tiene desperdicio: 

 

Liderazgo frente a soberbia

         Navegaba ayer sábado por la televisión, a una de esas horas en las que ya cansado de leer y bajo el letargo previo a las horas de sueño nocturno me encontré con un regalo en el canal 20: nada menos que el concierto de Hans Zimmer en Praga. El espectáculo estaba ya muy avanzado pero, como quiera que la tecnología nos brinda cosas muy útiles, simplemente apreté el botón de ver desde el principio y me arrellané en el sillón, en una improvisada platea casera.

          Mucho antes de que me diera por estudiar música, Zimmer ya era para mí uno de los grandes de la música. Es difícil encontrar a una persona que no haya escuchado las exitosas bandas sonoras de películas como Gladiator, Piratas del Caribe, El código Da Vinci o Interestelar. Zimmer, el creador del muro de sonido, con la cantidad de recursos e instrumentos que utiliza, encandiló durante más de dos horas a un público entregado.

          Me llamó la atención como se las apañó durante todo el concierto para dar un reconocimiento individual a cada uno de sus grandes músicos en el escenario: fácil entre 15 y 20 artistas. Mujeres y hombres jóvenes, algunas de ellas auténticas virtuosas al violín, guitarra o percusión que, además, bien podrían ganar un certamen de Miss Universo sin ningún problema: un derroche de talento y estética difícil, si no imposible, de superar. Todo ello acompañado por un extraordinario coro de Praga que hizo las delicias del público con sus interpretaciones.   

          Zimmer derrochó liderazgo brindando a cada uno su minuto de gloria frente al público. Liderazgo frente a soberbia, de quien pudiera esperarse que reclamara para sí los aplausos y vítores de las decenas de miles de personas que asistían al concierto. Pero el talento y la sabiduría son lo contrario, precisamente, de la soberbia.

         Recordé entonces los sinsabores de esta semana en las noticias. Y me entristeció por un momento el ser consciente de lo fácil que es sumir a una sociedad en la desesperanza, lo rencores, el odio ideológico y la incertidumbre constante. Una sociedad dirigida, que no liderada, por la soberbia que no es otra cosa que la hija mayor de la ignorancia es una sociedad pobre. Una sociedad de la que el talento huye, y la magia de Zimmer se convierte en un espejismo. 

El éxito misterioso

          En el mundo artístico y literario el éxito misterioso es una constante difícil de explicar. Al menos, en la música, el cine y la literatura se produce con una frecuencia que casi es una regla no escrita. Incluso para autores o escritores de fama mundial es un fenómeno que viven en algún momento. Hay carreras que comienzan de forma anodina y sin que el público se fije en la obra y, un día, sin explicación aparente, se produce lo que en mi tierra se conoce como un pelotazo. También es cierto, que para la mayoría ese día no llega nunca o les llega después de muertos.

          Me fijaba en la pasada feria del libro de Sevilla en las obras que compartían mesa y expositor con mi novela durante la firma de ejemplares. La mayoría eran novedades de autores muy conocidos, muchos de ellos bestsellers de los que llenan las librerías de El Corte Inglés o FNAC por no citar a nadie en concreto. Escritores, en todo caso, de los que juegan en las ligas mayores con editoriales de primer nivel y amplia distribución y promoción.

          De algunos de ellos he leído sus obras más conocidas o, por así decirlo, la obra por la que el público en general los conoce. Recuerdo un par de casos allí presentes, junto a mi desconocida novela, que presentaban su lanzamiento o lo acababan de publicar en el último mes. Autores que vendieron cientos de miles de ejemplares de obras anteriores y se tradujeron a un buen puñado de idiomas. Aciertos de los que se escribieron ríos de tinta en medios especializados. 

          No pude menos que interesarme por la suerte de sus novedades, allí presentes al alcance de mi mano y de la de los lectores que visitaban la caseta de la librería Entrelíneas. Sus propietarios y mis anfitriones en ese evento, me contaban que no se vendían apenas aquellos libros, que prácticamente nadie, en definitiva, preguntaba por esos nuevos títulos a pesar del peso del nombre del autor en letra grande en la portada de diseño. Un misterio. Imagino lo que debe significar para alguien que toca una vez la gloria, verse de repente en el rincón de los no vendidos.

          Nadie sabe a ciencia cierta por qué se produce el éxito misterioso, qué concatenación de hechos, casualidades, rebotes o manos de duendes se confabulan para que se produzca. Nada es para siempre; dice el conocido refrán que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante. Pero también es cierto, que lo normal es que el éxito y la fama en las artes se evapore con rapidez y, además, se vuelva reticente a llamar a la misma puerta por segunda vez. 

 

Soñar despacio

          Cumplir con los deseos, a veces, requiere tener paciencia y soñar despacio. El corto plazo como criterio suele traer días con altos contenidos de decepción y dudas al no ver cumplidas las expectativas, en muchas ocasiones, no por desajustes con lo posible sino con los tiempos necesarios para darles cumplimiento. 

          Esta idea me pasaba por la cabeza durante los días de la feria del libro de Sevilla, en los que he tenido la suerte de volver a mi tierra y, además, hacerlo para conocer a otros escritores y lectores durante una sesión de firmas de mi primera novela. Ha sido una experiencia de esas con las que uno sueña cuando inicia un proyecto y que, como es lógico, no sabe si algún día se hará realidad.

          Recuerdo el mes de julio de 2020, fecha en la que salió al mercado La novia del papa se desnuda, como un tiempo muy complicado para todo el mundo. Días tristes que cuesta recordar sin sentir aquel vacío en el estómago; aquella incertidumbre acerca de si volveríamos a la normalidad o, en todo caso, qué aspecto tendría lo que empezó a llamarse «la nueva normalidad». La novela salió a la luz de forma modesta, sin promoción ni publicidad salvo la que yo mismo realizaba en redes sociales. No había presentaciones en librerías para nadie, como era lógico, ni tampoco se celebraron ferias del libro. Esto, unido a la dificultad de hacerse un hueco en las estanterías, me desanimó. 

         No podía imaginar que dos años más tarde, en junio de 2022 firmaría en la feria del libro de Madrid y en octubre en la de Sevilla. Si me hubieran enseñado las fotografías, los videos o la entrevista del Chester rojo de Publisher Weekly no lo habría creído. Habría pensado que eran mis sueños convertidos en un pasatiempo para hacerme sufrir.

          La determinación de no tirar nunca la toalla y aprender a soñar despacio me ha ayudado mucho a lo largo de mi vida. Que yo recuerde, no he abandonado nunca un proyecto que haya decidido poner en marcha. Algunos me han traído más sombras que luces, y otros al contrario, pero los he sostenido con mano firme. Pienso en todo lo que se pierde cuando uno abandona algo que le gustaría ver hecho realidad, ya sea porque deja de creer en ello o porque elige un camino diferente. Prefiero que mis sueños me acompañen aunque, con el tiempo, tanto ellos como yo caminemos a solas siguiendo un rumbo incierto. 

          

Olivia y Sandy

          

          Esta semana nos han dejado dos seres inolvidables: Olivia y Sandy. Cada una con sus características y su historia de vida y, sin embargo, dos bellezas idénticas como mujeres. Una nos sirvió como ejemplo profesional y la otra nos enseñó cómo vivir con ilusión. La vida de la primera ha sido una batalla contra la adversidad librada con valentía durante treinta años, con sentido de la responsabilidad e incluso con una rara dosis de entusiasmo. La vida de la segunda ya está en el Olimpo de las creaciones cinematográficas.

          Olivia nació en Inglaterra en 1948 y Sandy en USA en 1978, y estaban predestinadas la una a la otra como dos gotas de agua en un mismo vaso.  La primera nació para ser una gran artista, y gozó de un amplio abanico de reconocimientos musicales y personales tanto en el Reino Unido como en Australia: sus dos nacionalidades. Sin embargo, como si el destino tendiera al equilibrio entre lo bueno y lo malo, se vio obligada desde muy joven a luchar contra la enfermedad. Treinta años de batalla para caer con honor.

          Sandy nació para enamorar y enamorarse y, sobre todo, para hacer creer en el amor. Olivia, una mujer de hierro con un corazón de líder, le prestó lo mejor de ella. La ayudó a navegar por las inevitables inquinas, envidias y desvíos de la edad adolescente en una historia que muchos de mi generación recordamos con una enorme nostalgia. Esa que nace de reconocer cada momento de la historia en su contexto, y que no mira con ojos de cancelación lo que, en muchos casos, ni siquiera se vivió de primera mano.

         Olivia se ha ido esta semana, más o menos del mismo modo que nos iremos todos. Como dice uno de mi pueblo: aquí no va a quedar ni el tato. Y tiene razón, lo importante no es permanecer tal como somos, porque además es imposible dada nuestra esencia biológica. Tenemos un tiempo prestado para conquistar territorios perdurables, espacios de la memoria colectiva hasta que el olvido nos  haga prescindibles.

          Olivia puede ir tranquila. Sandy se queda con nosotros para siempre porque como el amor, ella tampoco es mortal, y porque ya pertenece al tejido de las emociones colectivas en millones de corazones. Millones que, como Olivia, no vemos otra cosa en Sandy que una mujer joven, enamorada y que lo explica de modo que bien hubiera merecido el Oscar por lo universal de su mensaje: siempre en el recuerdo… Hopelessly devoted to you.  

 

 

Viajar es para siempre

          Este verano de 2022 se ha convertido en un éxodo global de personas de todo el mundo. Conocemos la causa de semejantes movimientos de población de un lado para otro: las vacaciones de verano. Sin embargo, desconozco las motivaciones que derivan en un desenfreno tan insólito por abandonar el lugar de residencia habitual. No lo entiendo, a menos, que cada uno de nosotros haya recibido el anuncio secreto de una próxima calamidad cercana a nuestras casas.

         Han terminado, o eso parece, los dos años de pandemia, y ha sido como levantar la piedra que cubre el hormiguero o cimbrar la rama sobre la que reposa el avispero. Un despertar de locos, típico de los toques de alarma de incendio en plena hora punta, o de las sirenas de bombardeos aéreos en tiempos de guerra. Un rebote continuo de nuestra mente en la esfera de esa brújula interna que siempre anda buscando nuestro destino.  

          Yo creo que, además de los virus, los seres humanos estamos viviendo continuas mutaciones internas, quizá como efecto secundario de los incesantes requiebros víricos, más propios de transformistas de escenarios que de material genético. Y es como si por efecto imitación hubiéramos decidido volver a la trashumancia y, quién sabe, si nos veremos abocados a una nueva vida nómada.

          El ser humano prevalece gracias a la imaginación y la innovación desde el principio de los tiempos. Cuando han faltado las embarcaciones para navegar hemos tenido a Moisés para abrir las aguas del Mar Rojo, cuando los controladores aéreos se pusieron en huelga lo arreglaron los militares y, ahora que la inflación y la guerra amenaza nuestros recursos, hemos decidido tirarlos por la ventana antes de que se los coma otra enfermedad social o planetaria.

          Movernos de un lado para otro es lo único que hemos hecho siempre, se mire como se mire. Desde que nacemos y, quién sabe, quizá incluso después de muertos, lo único que hagamos sea viajar de un estado a otro. Transformarnos. Nuestra verdadera esencia y razón de ser es la de no permanecer demasiado tiempo en un mismo sitio, ni atados a ninguna forma de vida que no signifique lo que nos aporta el sentirnos libres.      

Un mundo pequeñito

          Que existe un mundo pequeñito no es solo cuestión de tiempo y de que nuestra memoria lo vaya encogiendo. A veces, ocurre que el cerebro humano realiza algunos apaños que ni siquiera imaginamos, entre ellos: hacer que ciertos lugares en los que vivimos en el pasado parezcan mucho más grandes de lo que son, idealizar vivencias, eliminarlas, o servirnos determinadas experiencias en el menú diario.

           Quién no ha regresado alguna vez al colegio en el que hizo los estudios de primaria, a la casa del pueblo en la que pasó su infancia, o a la plaza del barrio en la que tantas horas jugó con la pandilla para descubrir, que, esos espacios han encogido y se han hecho pequeñitos. Que el callejón oscuro que tanto miedo daba, en realidad es un estrecho pasillo donde hoy solo hay unos contenedores de reciclaje. Que aquella mansión abandonada y medio devorada por la vegetación, en realidad, no debía ser tan grande porque ahora apenas hay un par de adosados sin jardín.

          El mundo pequeñito en el que vivimos en el pasado, a veces, crece con nosotros. Se resiste a quedar en el lugar que le corresponde mientras nosotros aumentamos el tamaño de las vivencias conforme el tiempo las diluye, como si los relojes del genial Salvador Dalí estiraran con sus manecillas nuestras imágenes para hacerlas, como su pintura, persistentes e inmunes al paso del tiempo.

          Alguna vez he regresado a lugares de mi infancia y juventud y he sentido una inquietante sensación de estar siendo timado por mi propia memoria. Casi todo es más rancio y fuera de lugar de lo que recordaba, casi nada cuadra en tamaño o posición con mis sueños idealizados. Y es entonces cuando comprendo lo que ocurre: necesitamos hacer de nuestra historia de vida un lugar bonito en el que vivir.