El pero… de los cómplices

          El pero… de los cómplices, es ese que siempre aparece como contrapeso. Los ingleses saben que están diciendo que no en cuanto escuchan un «yes, but». Como nosotros cuando nos sueltan un sí, pero. No hace falta explicarlo, significa una justificación ante el resultado final de algo que no se desea obtener. Ayer, después de la agresión a un jugador del Sevilla F.C las redes se llenaron de sí peros, descargando en cierto modo de culpa la salvajada. Es decir: que si hubo palo, pero no lo suficientemente fuerte como para suspender el partido; después de todo, no hubo muertos… O algo así.

          En seguida, por triste que parezca, los comentarios giraron por parte de aficionados verdiblancos a que si uno le echaba cuento (Jordan), que si el otro era perro viejo (Lopetegui), que si el Sevilla no quería jugar, que si se aprovechaban de un incidente como otro cualquiera… Y así, hasta lo grotesco. La idea es crear esa espesa nube de humo que diluya el hecho concreto: un salvaje lanza un palo desde la grada y golpea en la cabeza a un jugador, punto. Se suspende el partido, se sanciona o cierra el campo y a otra cosa mariposa. Pero no, para eso tendríamos que ser un país civilizado, y obviamente, no lo somos. A los hechos me remito.

          El fútbol no ha llegado todavía a los niveles patológicos de putrefacción del discurso político y sus congresistas manipuladores de corte sociópata, pero vamos de camino. No me extrañaría que estuviera aún por salir un comentarista afecto al Betis y bien untado a decir que lo del palo en la cabeza es un bulo, en este caso no de los fachas, sino de los sevilistas, o incluso de ambos a la vez. Y que por este camino de mentiras de los equipos grandes y capitalistas se va a perder la democracia en el deporte, y que no hay derecho y liberad a Willy: ya saben, la sarta completa de fragmentos de neuronas caducadas. 

          Lo cierto es que, por otro lado, muchos miles de aficionados que disfrutaban de un espectáculo al que tenían derecho se quedaron sin verlo. Padres que igual hicieron un esfuerzo exagerado al pagar unas entradas para llevar a sus hijos, amantes del fútbol y de sus respectivos equipos, gente de bien que llevaba dos semanas esperando con ilusión el partido. Béticos y sevillistas de verdad, de los que no le hacen daño a su equipo ni a nadie. Van al fútbol, animan a los suyos, disfrutan y con el resultado del día vuelven a casa, sea cual sea el resultado. 

        Aún hoy, en las peñas y los bares, en las reuniones más calientes después del segundo cubata, muchos seguirán culpando al Sevilla, a Jordan y a Lopetegui a grito pelado. Quitando hierro al palo y al cafre. A ellos, les dedico el artículo de hoy: vosotros sois los cómplices de la violencia en el deporte y en especial del fútbol, los cómplices de que al Betis lo sancione en cada partido el comité antiviolencia, los cómplices de que familias y niños ayer se perdieran el espectáculo que pagaron, los cómplices de la pésima imagen internacional que se dio ayer y, sobre todo, los culpables de que nada cambie. 

            

Derechos de los antivacunas

          La semana ha estado movida en el mundo del deporte y de las vacunas, en concreto del tenis y del conocido jugador serbio,  Novak Djokovic. Show al que se ha sumado un padre que nos recuerda a aquellos serbios de los años 90, de palabras gruesas, trascendentes y, sobre todo, muy serbios. No tardaron en sumarse un batallón de expertos en agitación y dictar derechos universales a golpe de tuit. Por suerte, también hemos visto y leído manifestaciones sensatas y responsables al respecto de la polémica. 

          Pero al grano: ¿Tiene una persona, sea Djokovic o Pepe el fontanero, derecho a no vacunarse? La respuesta es obvia, claro que tiene derecho a no vacunarse. Solo faltaría que nos montáramos una sociedad donde una policía sanitaria nos detuviera y nos amarrara a un sillón para inocularnos a la fuerza. También tenemos derecho a fumar, a conducir con licencia, o a bebernos en una hora una botella de Anís del Mono. Nada de eso está prohibido y cualquier ciudadano tiene derecho a ello, pero como es lógico, asumiendo consecuencias y algunas limitaciones.

          Por ejemplo, no se pude fumar en un restaurante, no se puede conducir a 200 km por hora o bajo los efectos de las drogas y, si pretende embarcar en un avión con una curda de anís, le van a denegar el acceso y perderá el vuelo. Las autoridades australianas han sido muy claras respecto de la situación del tenista: «No está retenido en Australia, puede irse cuando quiera». Pero si no trae el certificado de vacunación aquí no entra, se sobreentiende. Y es lógico. La libertad de Djokovic no puede empezar donde termina la seguridad de los australianos.

          Novak es el claro ejemplo de niño mal criado de esta generación, en la que una parte de los jóvenes educados por unos papás acomplejados, como diría el juez Calatayud, los mal crió bajo el paradigma de que todo les estaba permitido. Un error que les ha convertido en individuos sin empatía, pagados de sí mismos y seguros de que si se les pone cualquier límite a su caprichosa voluntad es una injusticia. ¿Qué se puede esperar de un padre que vocifera que lo ocurrido es un ataque contra Serbia? Ahí queda eso. O que su hijo es el nuevo Espartaco de las libertades, y un pañuelito de simplezas y majaderías de ese tenor.

          Todo el mundo tiene derecho a no vacunarse, y todos los pueblos, sociedades, comunas o clubs privados tienen derecho a defenderse de los posibles efectos contra la salud de sus miembros. Y en Australia, en particular, no tienen complejos en recordar a quienes les visitan que allí mandan ellos. Que ellos ponen las reglas de quién entra en el país y quién no, y los requisitos que se deben cumplir para entrar en su territorio. Vamos, de pura lógica. Y si no, miren como lo explican sus gobernantes en las campañas de inmigración.           

Como el Ave Fénix.

          Cada quinientos años le llegaba la hora de morir y, consciente de ello, fabricaba un nido a modo de sepulcro. Allí incubaba un único huevo durante tres días hasta que ardía por completo. Se quemaba y quedaba reducido a las cenizas de las que resurgía un nuevo ave Fénix. Desde entonces, este símbolo de la inmortalidad ha sido ejemplo de superación y de esperanza para la humanidad. Quizá por eso, ayer el concierto de año nuevo comenzó con la marcha Fénix de Josef Strauss.  

          Cuando Daniel Barenboim hizo aparición por tercera vez en la Sala Dorada del Musikverein de Viena, para dirigir a la sinfónica el primer día de este 2022, todo hacía presagiar un gran acontecimiento. Como así fue: grandioso. Barenboim es, para mi gusto personal, uno de los mejores directores de orquesta actuales. Y no lo digo porque yo tenga la menor idea de cómo se dirige una orquesta, sino por el carisma que desprende en su interpretación y lo que a mí, como oyente y espectador, me transmite.

          Barenboim cumplirá 80 años en 2022, que la salud, la suerte y el destino lo lleven hasta noviembre sin inconvenientes. Viéndole dirigir el concierto de ayer es fácil recobrar la ilusión por el trabajo cuando los que, de momento, aún estamos lejos de ser octogenarios. No se puede estar más en forma física y mental. No sé si es la música lo que lo conserva en semejante estado de gracia, pero seguro que ha contribuido y no poco a que haya disfrutado de una ya larga existencia, y esperemos que dure mucho más.

          No fue casual la pieza elegida por el director para dar inicio al concierto de ayer. Estaba claro que el guiño, elegido con intención certera, nos lanzaba un mensaje: prevaleceremos. En tiempos de pandemia, de incertidumbre y de dolor en muchas familias en todo el mundo, la música nos recordaba que el ser humano es capaz de sobrevivir a calamidades como esta.

         No hay mejor manera de empezar el año que dedicar algo más de dos horas a este acontecimiento anual. Dejarse llevar por el sabor del café, acomodados en el sofá como el ave Fénix en su nido y conjurar los males hasta hacerlos arder. Y de allí, renacer cada año como las aves de paso que somos, acompañados de la magia de la música. 

    

Del Vaticano a las trincheras

          Yolanda Díaz desconoce que aquello de: «O gobernamos nosotros o guerra» ya se dijo antes en el Parlamento español. Lo dijeron los de su cuerda, en la España convulsa de los años 30 del siglo pasado. Lo que seguro que no ignora es que, al final, hubo una guerra que perdieron y que sumió a España en décadas de oscuridad y aislamiento. Durante los 3 años de conflicto, además, se perdieron generaciones de jóvenes españoles. Resulta indecente y, casi inconcebible, que una vicepresidenta del gobierno, casi un siglo después, amenace como lo ha hecho esta señora. Pero la palabra dimisión y dignidad hace tiempo que este gobierno la borró de su diccionario, así se hunda el país. Ellos encima. 

         Ya vimos las técnicas vintage de Pablo Iglesias y los suyos en las elecciones del pasado mes de mayo: los sobres con balas amenazantes, los cuchillos ensangrentados, el airear que vienen los fascistas y la Wehrmacht a desfilar por la Castellana y, en fin, toda esa panoplia de gilipolleces que los madrileños no se creyeron y castigaron con severidad en las urnas. Como la derrota de 1939, la de mayo de 2021 en Madrid, tampoco la han digerido todavía. Estos, por alguna razón esotérica, creen que la democracia es, simple y llanamente, que gobiernen ellos. Así se pasen por el forro al poder judicial, al Constitucional, o traten de silenciar e intimidar a la oposición y los medios no afines con técnicas alcaponescas. 

          Lo cierto es que después de las elecciones de mayo de este año, en Madrid la economía crece como una locomotora, se han bajado los impuestos y se crea empleo. Para sorpresa de muchos aún no han empezado las obras del gueto de Vallecas, y los campos de concentración que iban a ir en la zona de Coslada están sin empezar. Los bares y restaurantes a rebosar y el consumo disparado y recuperando la economía regional. Algunos miramos con estupor a otras regiones como Cataluña. No damos crédito a la destrucción sistemática del tejido industrial. Esta semana Nissan se ha ido de allí dejando paro y tristeza familiar antes de Navidad, o qué decir del acoso de tintes nazis contra niños y sus familias porque quieren que las sentencias se cumplan. Y soportar, que lo impidan los socios de Yolanda Díaz y Sánchez. Y miramos con vergüenza a todos esos varones callados del PSOE, cómplices por un plato de garbanzos.

         España ha bajado, según todos los rankings internacionales, en el índice de calidad democrática en los últimos dos años. No hace falta que lo diga The Economist o Human Right Watch, es que es algo más que evidente. El ataque sistemático de dos de los poderes del Estado al poder judicial y a la Constitución es una deriva, clara y planificada, hacia una democracia iliberal. Y eso, mucho me temo es lo que persigue este gobierno. Un país en el que bajo el señuelo de que se puede votar, se acabe por perder la libertad que representa una democracia verdadera y real.     

Yo soy la justicia

          Yo soy la justicia se estrenó en España en 1982, protagonizada por un Charles Bronson en sus mejores momentos. Recuerdo que a mis 17 años pude colarme en el cine (pagando) –ya que era para mayores de 18–, y el argumento me resultó tan impactante como sugerente. Aquel pobre arquitecto, Paul Kersey… Un tipo al que después de perder a su mujer, le secuestran y asesinan a su hija. Decide, entonces, administrar él mismo la justicia a los culpables. O, para ser más precisos, ajusticiar a los criminales.

          Con la edad uno va aprendiendo que los argumentos de película difícilmente son trasladables a la vida real. Una sociedad donde cada cual decidiera qué es lo justo para cada agravio, sería una sociedad sin ley y sin justicia, por muy justicieros que fuéramos todos. Desde entonces, comencé a creer que, pese a mi criterio y mis ganas de tomarme la justicia por mi mano, lo más civilizado era creer en el poder judicial. Como es lógico, unas veces me ha dado la razón y otras no.

          Nunca como hasta ahora, en esta España de los años 20, se ha denostado tanto y por tanta gente al sistema judicial. Y lo que es más llamativo e intolerable, se hace desde los poderes ejecutivo y parte del legislativo. Con su correspondiente reflejo en el manolito y la pepita de a pie, que han aprendido una serie de frases mantra para cuando una decisión judicial no les cuadra: «eso no es justo». O en su versión más cafetera: «En España no hay justicia, o los jueces son unos fachas».

          Para muchos es desconocido que el Estado se compone de diferentes poderes, sin preeminencia de ninguno de ellos: ejecutivo, legislativo y judicial. En realidad, se conciben como contrapoderes para evitar el abuso o la tiranía de un gobierno de turno. Y, por encima de todos ellos, hay una norma jurídica suprema: la Constitución Española. Lo que vivimos en nuestros días con el gobierno actual es un ataque cotidiano y continuado a los poderes del Estado, sobre todo, al judicial. Que hay una presa que nos interesa ideológicamente, indultamos. Una condena que afecta a uno de los nuestros, lo llamamos persecución de jueces fachas. Y, por encima de todo, si hay una sentencia que no nos gusta, la incumplimos y no la acatamos… Es decir, una posición absolutamente beligerante de una parte del Estado contra sí mismo.

          Esto, por definición, es el camino seguido por todos los totalitarismos a lo largo de la Historia. Desprestigiar las instituciones del Estado del que forman parte y tratar de ejercer el poder sin control, a modo de satrapía. Este gobierno no se ha sometido a un solo debate sobre el estado de la nación, ni uno. Lo peor de todo, probablemente, es que una parte del pueblo lo da por bueno ingenuamente, sin saber que allana el camino que lleva a la pérdida de su libertad y, quizá algún día, a la imposibilidad de que pueda contar con una justicia que le defienda.     

     

Sin Constitución

          Sin Constitución solo existen las tiranías y las sociedades cuyo poder no emana del pueblo, sino del tirano o de mafias interpuestas por otros poderes. Desde la Revolución francesa de 1789, se inició una tradición constitucionalista europea que llega hasta nuestros días, y cuya consigna es la libertad y la igualdad. Los franceses añadieron también la fraternidad para formar la tríada. En España hemos tenido, desde entonces, 6 Constituciones incluida la actual de 1978. Sin embargo, como estamos viendo en los últimos tiempos, la Constitución lejos de ser una garantía, puede ser atacada desde dentro. Desde los propios poderes del Estado.

          Las recientes sentencias del Tribunal Constitucional acerca de la inconstitucionalidad de los estados de alarma han tenido efecto político cero. El art. 116 de la CE es claro: el plazo máximo será de 15 días con aprobación del Congreso. Sin embargo, actuar contra la Constitución no ha provocado dimisiones, ni disolución de Las Cortes, ni elecciones, ni nada. Con un desprecio absoluto del ejecutivo y el Parlamento por el poder judicial y la norma suprema: La Constitución Española. Una deriva muy peligrosa que señala un camino por el que una vez se empieza a caminar no se sabe dónde puede acabar.

          El gobierno actual abre la vía a que, pongamos un ejemplo, dentro de unos años otro gobierno quiera hacer lo mismo y usando el mismo art. 116 de la Constitución, con mayoría en el Parlamento, declare el estado de sitio. Lo haga de manera indefinida, sin límites territoriales y con la garantía de las Fuerzas Armadas en las calles. Ustedes dirán que no se puede hacer. ¿Por qué no? Sería exactamente el mismo modus operandi que ha usado el gobierno actual. Lo declararían inconstitucional, y ese supuesto gobierno se echaría unas risas como ha hecho el actual, y el poder judicial callaría, como calla el actual. Y listo, un autogolpe de Estado, suavecito y con la garantía del Parlamento. Más o menos, como la situación actual.    

          Decían desde el Partido Nacional Socialista Alemán –más conocido por su acrónimo como partido NAZI–, que cuanto más poder tienes más infalible se supone que eres. Esa fue una, de entre cientos, de las quimeras y majaderías de aquellos socialistas que provocaron el Holocausto del s. XX. Acompañados, por otro lado, de todo lo sangriento y criminal llevado a cabo por sus enemigos de coyuntura: la Rusia comunista. Paradojas de la vida, hoy tenemos un gobierno compuesto por socialistas y comunistas. Además, como es obvio, de todos aquellos que se declaran enemigos de la unidad de España, y que solo tienen como objetivo deteriorar el país y sus instituciones.

          Si no defendemos la Constitución Española y las instituciones de nuestro país, la perderemos. Ya perdimos 5 anteriormente. Y lo que es peor, quizá acabemos en uno de esos modelos presidencialistas, supuestas democracias a la polaca o a lo bielorruso. Y entonces sí, entonces echaremos de menos aquellos principios de la Revolución francesa: la libertad y la igualdad. Y de la fraternidad ya para qué contar. Que mañana tengan un feliz día de la Constitución española. Por si sus hijos no pueden decir lo mismo dentro de unos años. 

Vivir con ellos

          Una cosa está clara. Habrá que vivir con ellos. Esta semana el revuelo nos ha llegado de Sudáfrica, no se sabe si en avión, en barco o en patera. Eso lo mismo da. El caso es que Ómicron, que así se ha bautizado a esta nueva variante para evitar el impronunciable B.1.1.529, anda suelto por las calles europeas. Y quién sabe si entre nosotros los españolitos de a pie. En cualquier caso, si no lo está ya, lo estará en breve porque es inevitable. Estos «bichos» son muy escurridizos y se cuelan por todas partes. Por eso, la noticia cayó como una carga de profundidad en los mercados internacionales, mermando un poco más la línea de flotación de la economía.

          Puede que sea un pánico justificado o que el dinero es, como todo el mundo sabe, bastante cobarde. Lo cierto es que estamos más preparados que hace dos años para pelear esta nueva batalla. Hay vacunas, aunque habrá que adaptarlas, y millones de europeos vacunados. Hay conciencia general de las medidas de distancia y el uso de las mascarillas y, el que más o el que menos tiene en la despensa algunos litros de gel para las manos. Y hay experiencia, es decir, no estamos en pelotas como al principio. Por eso, la reacción parece un poco exagerada, ya veremos.

          Convendría empezar a aceptar que este virus y sus variantes no van a desaparecer de la faz de la Tierra. Al menos, eso dice lo que sabemos hasta ahora acerca de cómo funcionan. Salvo la viruela, casi todos los demás miembros de la fauna vírica que nos visitaron siguen entre nosotros. El caso más conocido es el de la gripe. Pero recuerden el VIH, ahí sigue también infectando a muchas personas. Hemos aprendido a vivir con ellos, y hemos tenido que asumir que cada año se cobran su tributo de vidas. Parece que hemos olvidado que la gripe, solo en España en 2018, mató nada menos que a 15.000 personas y provocó casi 60.000 hospitalizaciones, consecuencia de haber infectado a cerca de un millón de individuos. La gripe, que ahora nos parece el inofensivo bichito de peluche comparado con el malvado corona.

          Hasta hace dos años nadie estaba libre de pillar una infección y pasar al bando de los no fumadores en unos pocos días, ahora tampoco. Sin embargo, la gente vivía y bailaba con ese riesgo danzando a su alrededor. Unos se vacunaban al llegar el invierno y otros no, unos enfermaban y se curaban y otros no y se iban para el otro barrio. Y la vida nos parecía normal. Había que seguir tirando para adelante. Eso es lo que parece que ha cambiado con esta nueva amenaza que, cada vez que estornuda nos paraliza de miedo y pone en riesgo la forma en la que vivimos y nos relacionamos.

          Vivir con ellos con normalidad será lo mejor para todos, y aceptarlo sin pánico. Claro que nos puede matar a usted o a mí el día que menos lo esperas, pero mientras lo consigue o no, habrá que disfrutar de lo que nos queda. Una cosa tengo clara: el virus podrá matarme un día, pero lo que no le voy a permitir es que me mate todos los días. 

            

             

            

Hooligans

         Seguramente habrá oído esta palabra alguna vez (suena juligans), y es un anglicismo usado para referirse a los hinchas de fútbol ingleses. Son fáciles de ver en los campos: semidesnudos, borrachos, alterando el orden y, con mucha frecuencia, provocando disturbios y peleas en las gradas. Más de una tragedia han provocado. Quizá la más conocida por sus consecuencias fue la del estadio Heysel en mayo de 1985 en la que murieron 39 aficionados. Es obvio, que nada más verlos uno comprende que no es gente que atienda a razones.

          Esta forma de comportamiento y ceguera racional también se ha instalado en muchos ámbitos fuera de los campos de fútbol. Por ejemplo, en los bares, restaurantes, incluso en las reuniones familiares y, por supuesto, en las redes sociales y los medios de comunicación. Hay días, que incluso se producen conatos de hooliganismo en los escaños del Parlamento, divididos como las canchas de fútbol en gol norte y gol sur.

          Reconocerá el alma de un hooligan cuando descubra que solo defiende una sola cosa: lo que diga el jefe de filas. Sea lo que sea y sobre el tema que sea. En el caso de la prensa lo que digan los amos del negocio, o quienes pagan el chiringuito mediático. La otra pista inconfundible es el basto –con b, claro– conocimiento que poseen de todo: desde epidemiología a vulcanología pasando por astrofísica y cabalística. Es sorprendente, dado que no debe ser fácil adquirir tantísimo conocimiento pasando el día de plató en plató, o en Twitter, dando la matraca y mal metiendo aquí y allí.

          Ya dije que la derecha de este país se equivoca de plano con el tema de las pensiones. Blindarlas es una cuestión de justicia social y, revalorizarlas según el IPC, también. Lo diga quien lo diga. Es una cuestión de prioridades. No se puede negar algo así mientras se dilapidan miles de millones de euros en cuestiones menores como la promoción exterior de algunas regiones, se pagan sueldos estratosféricos para embajadas del feminismo o de lo que sea, o se estima el coste de la corrupción en 90.000 millones de euros al año. En todo caso, y ya que  parece no haber remedio: primero las pensiones y luego las mangadas, y no al revés.

          Estos días atrás, la derecha vuelve a tropezar en el vicio del hooliganismo, entrando al trapo para quemarse en un sin sentido. Comer sano, bajo en grasas y azúcar, con poca carne roja y hacer deporte es, lo diga quien lo diga, lo más sensato y racional que se puede hacer para mantener una buena salud. El centro derecha necesita apartarse de las maneras juliganescas que hemos visto en la extrema izquierda y los comunistas desde que llegaron al gobierno, incluso en buena parte de los socialistas. Es obvio, que al votante de centro derecha no le va tanto el hooliganismo como al gol sur. Si no, y después de lo que ha llovido y la que han montado estos colegas desde hace dos años, cómo explicarse que las calles estén serenas y tranquilas en vez de incendiadas y en llamas.      

El barranco digital

          Seguro que usted ha oído hablar de la brecha digital. Una distribución desigual en el acceso a diferentes servicios públicos y privados para determinados grupos sociales: por ejemplo, las personas mayores o con menor formación. Es la consecuencia de esa decisión que nadie ha tomado, según parece, pero que se ha impuesto en todas partes: aquí todo el mundo debe tener un teléfono inteligente y manejarse con las descargas, las memorias internas de los móviles, las redes y demás trampas tecnológicas. Y el que no, pues que se atenga a las consecuencias. 

          La banca fue uno de los sectores más agresivos en este sentido. Aquel abuelete que iba con su cartilla un par de veces al mes para que se la pusieran al día, de la noche a la mañana, se encontró con el infranqueable muro tecnológico. Trató de pedir asistencia y se encontró con el careto de sorpresa de una directora de oficina recriminándole que no tuviera un smart phone, que no se manejara por el mundo de las apepés como un estudiante de Silicon Valley y que, para colmo, no tuviera un nieto a mano del que tirar. O sea, un estorbo de cliente.

          Esta semana he tenido que viajar en avión a Oporto desde Madrid y he vivido otra de esas situaciones de deshumanización tecnológica. Vaya por delante que, incluso para quienes nos manejamos con cierta soltura en el mundo tecnológico, la cosa es correosa y pesada. Para salir de España se necesita la documentación habitual y algunos extras: DNI o pasaporte, certificado COVID-19 y formulario de los portugueses donde les juras que no les vas a provocar un brote pandémico. Sacas la tarjeta de embarque la metes en el monedero electrónico y una vez tienes asiento asignado rellenas el formulario online o en papel. Para volver más de lo mismo, pero además necesitas rellenar el formulario español Stph ya sea familiar o individual y que, cosas nuestras, a cantidad de gente se le queda enganchado y no puede volver a intentarlo. Además, solo puedes rellenarlo 2-3 días antes del vuelo siempre que tengas la tarjeta de embarque.

          Como es lógico, al llegar al aeropuerto de Oporto, no todo el mundo había conseguido salvar la carrera de obstáculos. Un matrimonio mayor –entre 65 y 75 años– había encallado en el laberinto virtual. Él en estado de shock sin saber qué hacer y ella, temblando y con lágrimas en los ojos, hablando con un hijo que en destino no sabe muy bien como ayudarles. Nadie de la compañía les asiste, al contrario, les habían apartado como apestados, para que resolvieran el asunto como pudieran. Imaginen la incertidumbre y el miedo a perder el vuelo y quedarse varados en la incomprensión.

          Les ayudamos, claro. Navegando por sus cosas, sus fotos, sus emails, usando nuestros propios portátiles, y ciscándonos entredientes en la desidia y mala baba de unos despiadados empleados aeroportuarios. Pero lo realmente indignante es que esos diligentes uniformados ni siquiera conocen lo que piden. A mí, personalmente, me intentaron convencer de que el certificado COVID que les mostré, el oficial de la UE, no era válido porque no indicaba cuántas dosis de vacuna me habían puesto. Cosa que sí figura en dicho certificado digital, solo había que desplegar una pequeña pestaña en el borde superior derecho de la pantalla para verlo.    

La kafkada diaria

          No sé si a usted, querido lector o lectora, le pasa también o solo soy yo el que conjura marrones irresolubles en mi entorno. Quizá tengo una especie de imán para los y las gilipollas que se me pegan por las mañanas. Tampoco es descartable que el gilipollas sea yo y todavía no me haya dado cuenta. Admito que todo es posible. El hecho es que, más allá de tener que soportar de vez en cuando a mi cuñado Ramiro, como diría el comandante Lara, nos estamos fabricando un mundo a la altura de los informes que indican que aprobar a tarugos y tarugas con cuatro suspensos es otra gilipollez mal intencionada.

          Esta semana, cosas del destino, me he visto en la obligación de comprar un lavavajillas. La inquilina de mi casa de Sevilla me llamó preocupada porque se había estropeado el susodicho cacharro y, después de que un técnico dictaminara su defunción funcional, había que sustituirlo. Allá que va uno, como propietario capitalista malo y abusador de necesitados al MediaMarkt, a comerse la cola, a la gorda refunfuñona, al papá tarugo arrastrando el barrigón cervecero que te fuma en la cara. En fin, una tarde agradable. Apoquina unos cuantos de cientos y lo envía para abajo, al sur.

          Allí ahora se han puesto exquisitos, hasta el punto de que si uno o una sabe poner un tornillo plano, no necesariamente sabe poner uno de estrella. El caso es que la entrega se concertó para un lunes, cosa que le dije a la inquilina (una doctora técnico superior de la UE), o sea con una agenda apretada. La señora cambió sus quehaceres al lunes, pero casi como era de esperar el lunes no apareció nadie. El lunes por la noche enviaron un mensaje: lo entregamos el miércoles. Cambio de agenda, llega el miércoles y nada. Otro mensaje: el jueves, y así hasta que lo entregaron el viernes. Una entrega que incluye retirada del viejo y estropeado e instalación del nuevo: equidequá ríete tú del circo.

          Me llama la señora y me pone al fulano que ha llevado el lavavajillas que dice que no sabe quitar el viejo, si acaso que lo haga yo. Y que el nuevo no sirve para ponerlo allí, y que si quiere se lo lleva (el nuevo que he pagado por adelantado, claro). Me pasan con un encargado que me dice exactamente: hay 3 tipos de lavavajillas, el integrable, el de libre instalación y el panelable que tiene usted y que ya no se hace. Bien, dije yo, haga lo que tenga que hacer y arreglemos el asunto. Respuesta: yo no puedo, hable con atención al cliente.

          Y lo conseguí: hablé con atención al cliente. Me dieron la solución. Nosotros no podemos quitar el viejo porque es cosa de empresas de instalación de cocina, además su lavavajillas nuevo no es panelable, es integrable, encargue usted una puerta de madera como la de la cocina. O quizá, devuelva ese y compre uno libre si le devuelven el dinero o, si lo ve muy complicado, péguele fuego a la puta cocina y cómprese otra, gilipollas. 

          Y así vamos haciendo camino. De estas tengo una cada semana desde hace tiempo. Y aún estoy cuerdo, y todavía no he comprado un arma. De momento.