Ensayo sobre la ceguera

           José Saramago publicó en 1995 la novela «Ensayo sobre la ceguera»; para mí una de sus mejores obras. No les daré detalles de la trama, por si piensan leerla, más allá de que transcurre durante una supuesta pandemia. Pero sí diré que muchos de los efectos colaterales, tanto en lo personal como en lo social, que se describen en la obra son observables también en nuestros días.

           Con cierta frecuencia, como supongo les ocurre a ustedes, hablo con personas que piensan distinto a mí en relación con la situación de la pandemia, la gestión que se está realizando y, como algo inevitable, se habla también de la situación política que atraviesa el país. De la crispación, la polarización o el desvío no sé si irrecuperable de la manipulación en los medios de comunicación y, en particular, de la televisión.   

          Y la conclusión a la que llego a menudo es que tenemos razones para ser pesimistas. Es complicado mantener una conversación cuando la otra persona tiene fijadas apriorísticamente todas las defensas posibles, los contraargumentos y contraataques y, por alguna razón que no termino de entender, presenta una ceguera casi absoluta frente a los desmanes de quienes militan en el partido por el que se declaran seguidores o votantes.

          Los más cafeteros me dirán que la ideología es lo primero. Y que da lo mismo si el tipo que gobierna tiene tendencia al pucherazo, a montar urnas detrás de las cortinas y cosas por el estilo. A enchufar a ejércitos de amiguetes, a meterle la mano en el bolsillo para pagarles. O si lo sostiene quien asegura querer pegar a una periodista hasta sangrar, roba tarjetas de móviles de las queridas o envía a sus escoltas como matones infiltrados a reventar manifestaciones de los opositores. Nada de eso se ve, o si se ve, es mentira o hay una explicación que casi siempre es la misma: es un bulo. 

          No es fácil comprender la mecánica por la que una mente, en principio, racional y sin trastorno aparente, puede obcecarse hasta el suicidio como si una enfermedad autoinmune le afectara solo a la capacidad de discernimiento. Supongo, que debe tratarse de la sobreexposición a una realidad que a uno no le gusta y lo fácil que es aferrarse a los argumentos populistas, sean del signo que sean.

La no feria

          El año pasado, poco antes del verano y después de que terminaran los primeros estados de alarma que limitaban todo movimiento, tuve la oportunidad de ir a Sevilla. La ciudad había visto pasar una primavera sin fiestas mayores: la Semana Santa y la Feria de abril, y se preparaba para un verano de sequía en todos los sentidos. El económico, en lo laboral y en el emocional. Y por si fuera poco, asistía cada día a un nuevo recuento de víctimas de la pandemia, de la inoperancia y de la pésima gestión del gobierno. 

          Ya por entonces, había muchas persianas bajadas de tiendas y pequeños comercios de todo tipo y condición, hostelería cerrada, calles medio vacías y taxistas vagando por las esquinas en busca, al menos, de un par de carreras para llenar el depósito de gasoil y no volver a casa sin unos euros para poder hacer la cola en el Mercadona. Todos no lo consiguieron, y fueron otras las filas que se vieron obligados a soportar para poder comer. 

          La gente se daba ánimos con ese mantra de la factoría del engaño: cuando llegue «la nueva normalidad», se escuchaba decir a muchos que lo usaban sin saber muy bien qué significado podía tener ese eslogan huérfano de contenido. Incluidos unos cientos de miles en ERTE que el SEPE no era capaz de atender y que aún siguen sin cobrar, ciudadanos que veían como los responsables políticos se la pegaban gorda en verano y se sacudían las responsabilidades por las muertes. Gente absolutamente indignada que tenía que escuchar en las noticias que el gobierno todo lo hacía bien y que nunca se equivocaba. Y que lo importante era mudar a Franco de sepultura, acabar con el fascismo en España –estamos en el S. XXI, así que es como de coña–, expropiar la riqueza nacional y ponerla al servicio de los sátrapas, ocupar las viviendas de tu vecino y otras lindezas. Desatinos vertidos por un tipo que dejaba morir a miles de ancianos en las residencias de toda España; sin empatía, sin importarle nada, sin piedad.

           Esta semana he vuelto por Sevilla y la situación es muy parecida un año después. Este año también ha llegado la primavera sin fiestas mayores, y ese quizá sea un síntoma de que el mantra de la «nueva normalidad», en realidad, se refería a una vida diferente a la que habíamos conocido hasta ahora. Es cierto que en algunos países parecen haber logrado retroceder dos años y vivir sin mascarillas, sin distancias y disfrutando de actos masivos en deportes o actividades culturales. Algo han hecho bien, eso parece claro.

           No dudo que seamos capaces de hacer lo mismo, pero no con esta gente: los creadores de odio, de la mentira, de la manipulación, de la construcción del relato guerracivilista apestoso y antiguo. Con estos revolucionarios de pacotilla de patio de colegio, de alborotadores de calles que luego corren como ratas a esconderse, a afeitarse la cabeza o a parapetarse detrás de los guardias civiles. No con esta gente. El 4 de mayo hay que dar el primer paso para hacerlos desaparecer de nuestra política e instituciones. En las urnas, y olvidarnos de esta pandemia política también, por mucha correspondencia que se envíen a sí mismos para seguir provocado odio entre los españoles.      

Independencia

          El término independencia ha sido históricamente entendido como positivo ya que, como no todo el mundo sabe, se usa para hacer referencia a la libertad y no al sometimiento cerril y sectario de una parte. Como palabra es, para mi gusto, un poco larga aunque elegante y de buen porte. Como proceso, suele ser traumático. E incluso resulta inconveniente cuando se usa en el relato o, no digamos ya, como título de una obra. 

          Eso es, precisamente, lo primero que me vino a la cabeza cuando escuché a Javier Cercas presentar su novela titulada «Independencia». Me dije: «vaya ocurrencia». Y más escuchando que la trama se desarrollaba en una futura Cataluña en la que el procés ha pasado a un segundo plano, después de dejar a esa tierra rota por la mitad, en decadencia social y económica y presa de radicales en las calles y las instituciones. 

          Pero el autor no se amilana con facilidad. En el ejercicio de su libertad y, probablemente de su obligación profesional, ha dado innumerables entrevistas para presentar y explicar qué va a encontrar el lector si se decide a leer el libro antes de criticar u opinar sobre su contenido. Cosa, obviamente, bienintencionada pero bastante ilusoria. 

          En una entrevista en un canal público llamado TV3 que se emite en Cataluña a mayor gloria de la causa, como ocurre ya con TVE1 en Madrid, o con Venezolana de Televisión en Caracas, se le ocurrió decir que España es una democracia consolidada según todos los estudios y observatorios internacionales. Algo que no casa por aquellos pagos con el concepto de libertad ni con el de independencia.

          Las críticas no se hicieron esperar, la jauría tuitera lo puso a caldo en cero coma hasta nombrarlo poco menos que oficial de la Falange con el mismo tino que a los almirantes Cervera, Gravina y Churruca los hiciera franquistas un alcalde de esos de nuevo cuño intelectual. Incluso, a Cercas llegan a acusarlo de alentar un golpe militar en Cataluña. 

           La palabra independencia ya no es lo que era. Ahora es solo un producto sobado continuamente por cantarines bien pagados y defensores de la posverdad, de los relatos alternativos y, de una parte sectaria y radical que entiende que el término hace referencia, simple y llanamente, a lo que ellos digan qué es libertad.    

1800 supervivientes

          Imaginen una mañana cualquiera en un pequeño pueblo de León, de Galicia o de Burgos por citar algunas localizaciones reales de esta historia. Nuestro personaje abre los ojos poco a poco, con el alba. El gallo empezó a saludar un poco antes, al clarear. Su preaviso lo acompaña cada día como una premonición de la luz que asoma por el horizonte. Poco después, son los pájaros con su alboroto de gorjeos quienes saludan y, como si la naturaleza prendiera un horno de esencias, se esparcen los aromas a tierra mojada; a pinares; a lavanda; a romero y a tomillo ayudando a devolver a la vida a nuestro amigo.

          Abre el viejo postigo de madera de la habitación y respira hondo. Mira a derecha e izquierda; conoce cada casa de la calle como la palma de su mano. Y las que hay en la calle de atrás y en la pequeña plaza del pueblo; en total unas veinte viviendas. Casi todas con muros de piedra de un metro de grosor y vigas de maderas cansadas pero resistentes, que soportan la soledad y el paso del tiempo con mucha dignidad. 

          La ducha con el agua del riachuelo que acompaña uno de los márgenes del pueblo: en verano fresquita y en invierno calentando el cubo de aluminio junto a la lumbre de leña. Aún queda algo de pan del amasado hace un par de días, y un trozo de chorizo, por suerte la provisión de aceitunas aliñadas también sigue aguantando. Mientras repone fuerzas no hay televisión que ver, nadie lo llama porque tampoco hay cobertura de redes digitales pero, eso sí, de vez en cuando aparece ese gato moteado que ha decidido merodear por el pueblo en busca de quién sabe qué.

          Allí no hay nada y hay de todo, solo es una cuestión de perspectiva, de enfoque de vida. No es fácil imaginar las dotes y habilidades de superviviente que tiene nuestro protagonista. Pero no dudo que ganaría cualquier programa enlatado de la tele donde unos famosillos salen bronceados y muy atareados con hacer fuego en la playa.

         En España hay 1800 pueblos y zonas rurales en los que solo hay un habitante, un último superviviente. En total, 1800 robinsones resistiendo para que, al menos, haya un testigo de esos maravillosos amaneceres que un día decidimos olvidar.           

Un día con Mayúsculas

          Las tradiciones son parte de nuestra identidad individual y colectiva. Actúan como mecanismo transmisor de eso que llamamos cultura y que, dicho sea de paso, no es solo saber leer y escribir o conocer por dónde pasa el río Pisuerga. En tiempos de contracultura, aprovechando el cauce de las aguas que riegan Valladolid, hay quien pretende levantar un edificio carente de cimientos. Una torre hecha a base de escombros y recortes de viejas ideologías que sirva de atalaya desde la que observar el derribo de una sociedad naif.

          Hoy, Domingo de Ramos, es un día grande y con mayúsculas que diferentes gobiernos y contracorrientes intentan mermar cada año con ataques y derrotes sin ton ni son. No importa que ni siquiera conozcan el significado de la palabra imaginería; pedirles conocimientos de historia del arte sería punto más que conseguir peras de un olmo. Y mejor así, ya que al menos evitamos que Juan de Mesa o Juan Martínez Montañés corran la suerte del almirante Cosme Damián Churruca, y acaben por ser encasillados como escultores franquistas al margen del siglo en el que vivieron.

          Este será, por segundo año consecutivo, un día condicionado por las circunstancias y distinto al que muchos mantenemos en nuestra memoria en ciudades como: Sevilla, Málaga o Valladolid entre una larga lista de lugares de nuestra geografía. Mis recuerdos son de mañanas soleadas, de olor a naranjos y azahar, de luz desparramada sobre una Giralda esbelta y orgullosa. De mantillas, de chaquetas cruzadas con botonadura dorada, y de una brisa de incienso dando un aire de misterio a unas figuras presurosas que, envueltas en capas y capirotes, se dirigen a sus parroquias. 

          Eran días en los que cada cual vivía la experiencia a su manera: algunos participando activamente en las cofradías, otros como meros espectadores de las maravillas artísticas y, por qué no decirlo, algunos como un simple anticipo de las ferias y jaranas de primavera. Sin embargo, la reverencia no era sustituida necesariamente por la gilipollez de los argumentos de aquellos que preferían otro tipo de espectáculo, sino más bien, por un calculado y acertado silencio.

          Mucho me temo, que esta Semana Santa, y dados los tiempos que corren, oiremos de nuevo las mismas diatribas cansinas, torpes y huérfanas de sentido. Y de nuevo cosecharán el mismo resultado: ninguno.

          El Domingo de Ramos seguirá escribiéndose con mayúsculas.     

                 

                

Ignorantes e inhumanos

          Casi todo el mundo ha oído mencionar en alguna ocasión la siguiente frase: «La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento». Es el conocido artículo 6, apartado 1º, capítulo III del Código Civil español. Y esto es así, no porque cada persona deba leer o conocer las más de cien mil leyes escritas en un millón de folios que poseemos para regular nuestra convivencia, sino porque no saber no nos servirá de excusa para eludir la acción de la ley llegado el caso.

          Sin embargo, hay algunos recursos que nos liberan de la necesidad de conocer tantos códigos, apartados y normas como nos imponen sin que en la gran mayoría de los casos jamás lleguemos a conocer su existencia, entre ellas: el sentido común, que como también el lector habrá oído es el menos común de todos los sentidos, la educación y la empatía. 

          Hace unos días despertamos con la desgraciada noticia de que alguien circulando en un patinete con imprudencia por una acera había atropellado a Pilar, una señora de unos 70 años. Y que lejos de ayudarla la dejó allí tirada en el suelo. La mujer falleció unos días después a causa de los traumatismos sufridos. El presunto homicida se dio a la fuga. Sin importarle de quién era madre, abuela, o esposa. Algo que tantas veces hemos visto hacer a conductores después de matar a uno o a varios ciclistas en la carretera. 

          Hace meses, antes incluso de la pandemia. En un paso de peatones me vi obligado a frenar bruscamente ante la aparición de varias bicicletas: una mujer, dos niñas y un hombre. Alerté al hombre de que debían bajarse de la bicicleta por su seguridad, y para que las menores aprendieran seguridad vial y no se pusieran en riesgo. El energúmeno simplemente me insultó: hijo de puta, me dijo. Y siguieron todos en su cómodo paseo en bici.

          Supongo que aquel tipejo, que debe seguir viviendo tranquilamente en Paracuellos de Jarama, es el mismo desalmado capaz de dejar a un ciclista moribundo en la cuneta; sus hijas mañana dejarán morir a otra Pilar en la acera si la atropellan con un patín y, además, vivirán en su confortable ignorancia creyendo que la razón está de su parte. Y que si la próxima vez, por desgracia, el coche les pasa por encima en un paso de peatones querrán tener la razón.

          Son los peligros de vivir en la ignorancia siendo un patán y un desalmado.  

Ese día: el #8M

          Vuelve a ser mañana, pero mañana no será ese día que había sido en años anteriores desde el regreso de la democracia a nuestro país. Una fecha que, hasta el fatídico 2020, venía siendo incluso con sus manipulaciones partidistas, una ocasión para reclamar los derechos y la igualdad de las mujeres -todas las mujeres, y esto ya es raro tener que resaltarlo– en la sociedad internacional y, como es lógico, también en nuestro país.

          Como el lector informado sabe, los orígenes de este día se remontan a la primera década del siglo XX en Estados Unidos. Un fatídico 8 de marzo en el que más de un centenar de mujeres perdieron la vida por el simple hecho de manifestarse para pedir igualdad y derechos laborales. Mucho ha llovido desde entonces y, sin lugar a dudas, gracias a aquellas primeras mártires del movimiento #8M generaciones posteriores de trabajadoras vieron mejoradas sus condiciones de vida y trabajo.

          En España, las primeras manifestaciones del 8 de marzo se producen en 1936, tras la victoria en las elecciones del Frente Popular. Un contexto muy diferente al actual, tanto en nuestro país como en una Europa de fascismos y comunismos; los dos bloques totalitarios condenados en 2019 por la UE por haber cometidos crímenes contra la Humanidad. En aquel intento de sovietizar el país se perdieron muchas oportunidades, faltó visión en favor de la mujer, sobró ideología radical y sectarismo y se acabó en tragedia. 

          Uno repasa las declaraciones del año pasado de algunas ministras socialistas y comunistas, vuelve a ver las imágenes en las que se insultaba, escupía y humillaba a las mujeres de algunos partidos políticos, las declaraciones de los carroñeros mediáticos animando a asistir a la manifestación a pesar de lo que ya se sabía, e inevitablemente tiene ese inconfundible pálpito de rancio sectarismo frente populista.

          El 8M está manchado por quienes más dicen defenderlo. Seguirá siendo un día dedicado a la noble causa de la libertad y los derechos de las mujeres. Pero aquí, entre nosotros y nosotras, sabemos varias cosas más: que ese día se utiliza para enfrentar incluso a unas mujeres con otras, que lo que se defiende desde la ideología es el odio y el frentismo y que en el 2020, en un acto de locura radical quizá se provocaron 23.000 muertes más -según estimaciones–, de las que habría provocado la pandemia por sí sola. De esas muertes, 11.500 debieron ser mujeres: muchas más que las mártires de 1910. 

                  

California de Europa

          Cada 28 de febrero se celebra el día de Andalucía, la tierra que Alfonso Guerra pronosticaba que se convertiría en la California de Europa allá por la década de los ochenta. Ya sabemos que la política es una amalgama de eslóganes llamativos, intereses variopintos y más un desiderátum que un conjunto de hechos y realidades. Y no es menos cierto, que gozar de la confianza absolutamente mayoritaria de la población durante década y media abría todo un abanico de posibilidades.

          Es innegable el desarrollo que se ha conseguido en los últimos cuarenta años en esta tierra, como lo es el hecho de que Andalucía gozó de inversiones faraónicas durante la etapa socialista hasta la Exposición Universal de Sevilla de 1992. También se hicieron en Barcelona con motivo de las Olimpiadas de ese mismo verano; conviene recordarlo porque en ocasiones pasa desapercibida esta coincidencia.

          La llegada del Ave en abril de aquel año ayudó a vertebrar el país y puso en contacto directo la ciudad de Sevilla con la capital. Mucho se ha debatido si empezar por aquí o por allí habría sido mejor, más lógico etc. El hecho cierto es que, desde su inauguración, El Ave es un éxito incontestable. Hoy, 29 años después, la red de alta velocidad en toda España es de las más extensas de toda Europa.

          Para mí, el sueño de una California del sur de Europa debió haberse construido a través de un proyecto internacional de la mano de nuestros vecinos portugueses e incluyendo el sur de ese país. Una franja transversal desde el Cabo de Gata hasta Cabo San Vicente. Un proyecto de esas características, en un momento en el que la alegría de los fondos FEDER daba mucho juego, quizá habría gozado de las simpatías de la Comisión Europea. Puede que a la visión de Alfonso Guerra le faltara altura de miras.

          Pandemias aparte, las necesidades y carencias de Andalucía en materia de empleo o desarrollo industrial se parecen a aquellas de hace cuarenta años, quizá con un repaso de chapa y pintura, pero a todas luces insuficiente para lo que la mayoría habríamos deseado. Hay que seguir trabajando con generosidad, desde las instituciones públicas y los ámbitos privados. Somos los andaluces quienes debemos apostar por nuestra tierra, defenderla y hacerla crecer en este tiempo tan deshermanado en el conjunto del país.

          Y, sobre todo, hoy es día de celebrarlo. Feliz día de Andalucía.  

¿Plan, qué plan?

          Hace alrededor de tres décadas un político sevillano puso de moda aquella frase que decía: ¿Juez, qué juez?, aunque sonaba más o menos como «jué qué jué? Eran los tiempos de los despachos extraoficiales donde, al más puro estilo cacique de pueblo, el hermano del señorito recibía aduladores, medradores, conseguidores, buscavidas y, hay quién asegura, que no todas las profesiones eran ejercidas por hombres. 

          Unos años después, en el fondo norte, donde el tres por ciento se convirtió en un estilo de vida, o en una divisa y seña de identidad, otro político hizo célebre la frase: ¿Qué coño es eso de la UDEF? Y, ciertamente, el individuo vivía tan ajeno a la realidad que le parecía imposible que existiera alguien o algo que desafiara el lucrativo modus operandi. Una vida regalada para que unos hijos bien adiestrados se hicieran ricos a lo Rockfeller con dinero de los impuestos de todos. 

          Cada vez que oígo la monserga esa de «somos servidores públicos», siento una irreprimible náusea. Un asco que me viene de imaginar a ese malogrado botarate yendo a las cercanas Tres Mil Viviendas a comprar papelinas de cocaína para luego consumirlas con su jefe, su cubata y su paquete de Marlboro con las señoritas del Don Angelo. Allí, como un reyezuelo analfabeto, contemplando por la ventana el Benito Villamarín, mientras los parados de Andalucía caían en la desesperanza y la pobreza. A la misma hora, un tal Bárcenas, más fino y pulcro que el andaluz, amasaba millones robados a los españoles y los escondía en Suiza. La lista es interminable.

           El plan siempre ha sido el mismo: robar y enriquecerse. Punto. De los partidos que vinieron a regenerar España, lo mejor que puede decirse es que se acercan más al estatus de banda mafiosa que de partido. Que han llegado, tras engañar a unos y otros, con verdadera voracidad por colocar a los suyos, a sus familias, mujeres o amantes, amigos, y en apresurarse en vivir con todo lujo comunista de detalles: chaletazos, criadas, seguridad pública, aviones para ir a conciertos, repartir títulos de catedrática a la parienta, y eso sí: todos ellos con sueldazos de vértigo. Mientras amenazan con que no se podrán pagar las pensiones, hunden las esperanzas de las nuevas generaciones y demuestran su inoperancia durante la pandemia. 

          Dicen que las graves revueltas que se están produciendo estos días es porque han encerrado a un tipo con claros ramalazos de psicópata en lo que dice. Pero yo creo que no se trata de eso: se trata de que la gente se ha dado cuenta de que el plan para España es que no hay plan. Que ahora tenemos el riesgo de que, simplemente, una nueva banda de bucaneros alienten la violencia para mantener entretenida la rabia y la frustración; y ante el desastre económico fomentar las revueltas para que seamos cada vez más caribeños, mientras ellos continúan con sus orgías a costa de todos nosotros.  

              

La del pulpo

          El pulpo es un molusco cefalópodo con ocho apéndices que le siguen tras su maleable cuerpo, capaz de estrecharse y alargarse como un contorsionista. Y una capacidad para desfigurarse que ya la quisieran para sí muchos de los que se dedican a la cosa pública. Sin embargo, al contrario que le ocurre al político de turno, el pulpo lejos de ser intragable es un manjar para finos paladares. Pocas cosas hay tan exquisitas como una tabla de este amigo preparado a la gallega con su pimentón, su sal gorda y sus papas.

          Una de las características de este animalito, cuando se encuentra en la libertad de sus aguas y su medio natural, es la eficacia con la que utiliza sus numerosos tentáculos. Con ellos puede agarrar una pequeña presa apenas tirando de una de sus alargadas patas, o puede ponerlas a trabajar todas a la vez para cobrarse otra de mayor tamaño por medio de la asfixia. 

          Los ciudadanos de hoy en día nos parecemos mucho más a la presa que al octópodo y, cada día más, sufrimos el abrazo asfixiante de entidades que, en un alarde de poca vergüenza e impunidad se cuelan en nuestro territorio para hacer y deshacer a su antojo. Como si no tuviéramos suficiente con aceptar que el virus tenga la llave para abrir las células del cuerpo en canal al más puro estilo okupa, también tenemos que soportar los desmanes de la Hacienda Pública o de los bancos, por citar un par de ejemplos.

          Primero no tuvimos más remedio que aceptar que el fisco, convertido en un tirano sin cara pero con una jeta que se la pisa, haga y deshaga, corrija lo que le da la gana, convenga y resuelva sobre nuestras finanzas y patrimonio como un autómata inasible, suba la cuota o la cotización y, cuando le apetece alargue su mano ladrona y pille de la cuenta corriente lo que le salga por el agujero de la tinta. Nosotros, las presas indefensas, apenas podemos ni siquiera alzar la voz contra una tiranía cada vez más alejada de las personas y más apegada a sus bienes. 

          A este festival de patrulleros de las miserias ajenas se han unido los bancos. Quizá aprovechando que cada vez hay menos oficinas y que, por lo tanto, también hay menos objetivos de carne y hueso contra los que un ciudadano indignado pueda descargar sus iras tras verse saqueado. Hoy te cambian las condiciones de la cuenta sin previo aviso, te asignan unas condiciones que se les ha ocurrido a algún pirata sediento y, de repente, te levantas una mañana y un tentáculo electrónico te ha picoteado la cuenta. Así, por la cara, y sin más. 

          La manada solía ser un sistema de protección de sus miembros que, apoyados por el grupo, gozaban de mayores oportunidades de supervivencia y reproducción. Sin embargo, las sociedades modernas se han configurado a base de individualismo dejando a cada cual al albur de un destino muchas veces hostil. Sobre todo, porque todos estos bucaneros invisibles atacan en manada, con alevosía y sabedores de que en un país donde casi nada funciona, reclamar es un desgaste inútil la mayoría de las veces. Ese es su método de caza, la asfixia de los hechos consumados.