El cuento del tonto feliz

          Va para año y medio que el mundo cambió. En algunos países, la mutación social fue más rápida que en otros, pero la forma de vida conocida hasta las Navidades de 2019 se esfumó unas semanas después de las uvas de fin de año. De la pericia en la gestión o la imprudencia, de la empatía y el liderazgo o el sectarismo, dependía la economía y la vida de millones de personas a nivel global. Cada cual y su conciencia que aguante su palo y que, el palo de la justicia, en todo caso, caiga sobre quienes lo merecen antes de que se escurran por las rendijas de madera de las bodegas de unos barcos que dejan en dique seco.  

          Desde una perspectiva nacional, ya sea española o sudafricana, la pandemia ha alterado la vida de los ciudadanos de formas diferentes dependiendo del contexto económico, de la fortaleza de sus sistemas sanitarios y, como es lógico, de los gobernantes de turno que por dicha o por desgracia les tocó tener en ese momento. Recuérdese que nuestra mala suerte, según la exministra Calvo, devenía del hecho de estar situados, en el mapa global, un poco más al oeste que otros países. Mientras en Portugal, con una situación mucho mejor que la nuestra en aquel entonces, miraban para la Azores silbando con disimulo.  

          Sin embargo, cabe la sospecha de que, al margen de que no hay nada más preciado para los depredadores del mercado que un tonto con dinero, en este caso, los tontos seamos una inmensa mayoría de los casi siete mil millones de personas que habitamos el planeta. A excepción, eso sí, de un reducido grupo de líderes, entre los que, obviamente, no tenemos plaza ni para llevar los cafés. Lo normal en un tonto es que tropiece y tire la merienda y pringue a los invitados. Y eso lo sabe todo el mundo.

          Sospecho que media Europa está asistiendo con España a una especie de Show de Truman, en la que nuestro Jim Carrey particular, envuelto por una nube de burbujas de jabón, inhala poder de una cachimba mágica que lo convierte en una marioneta, a veces locuaz y otras veces retraído, como un peluche agazapado en su palacio de cristal. Esa zona segura, en la que un ejército de masajistas lo embadurnan a toda hora.

          Sospecho que es feliz, porque su anhelo de inmortalidad es tan patético como irreal. Y lo es, porque se fijó en el personaje equivocado. El deseo de vida de Pinocho era limpio, puro, inocente; algo de lo que un muñeco de madera creado por la mano de un genio de la literatura puede hacer y perdurar en la Historia. Por eso, sospecho que ni siquiera como imitación, su ridícula figura pasará a la Historia, salvo como la del tonto que nos tocó en el peor momento.    

A indios y vaqueros

           Los niños de mi generación no tuvimos internet –porque no existía–, como no había teléfonos móviles ni posibilidad de otro entretenimiento que la calle. Eso sí, yo creo que éramos ricos en imaginación a falta de la actual tecnología anestesiante. Inventábamos juegos cada día y uno de los más recurrentes era el de indios y vaqueros. Estimulados por las películas de John Wayne y las peripecias de Toro Sentado. Así, la pandilla se dividía en dos grupos de no más de tres o cuatro niños por bando y nombraba un jefe por cada lado.

          Si eras de los vaqueros se supone que estabas con los buenos y que, a la postre, ganarías las disputas que iban a tener lugar a lo largo del día. Sin embargo, muchos queríamos formar parte de los indios porque era condición indispensable hablar en indio. Para ello, usábamos dos recursos: o bien el uso del infinitivo como única forma verbal y decíamos «yo merendar pan con chocolate.», o usar una sola vocal en todas las palabras. Con este segundo método solíamos hacernos unos líos importantes.

          El resultado final era bastante lustroso y daba el pego. Todo el mundo sabía al escuchar hablar a los niños quién estaba haciendo el indio. Llevo un tiempo con estos déjà vú de mi infancia. Sin ir más lejos, hace unos días, nuestro gran jefe indio llamaba a las tropas desplazadas a Lituania soldados y soldadas. Cosa que, por aquello de la semántica, viene a querer decir soldados y vuestras pagas. Y una periodista en su papel de india preguntaba a una mujer oficial: ¿prefiere usted que le llame capitán o capitana? A lo que la aludida respondió: «disculpe, pero capitana no existe». 

          Lo cierto, es que hoy uno nunca está soles según la ministra india, que en el lenguaje de los indios viene a significar que hace un calor que te rilas por la pata debido a la clonación del sol. El otro día después de ver un video de Rosalía en Youtube, me gustó tanto la escenografía que dejé un comentario: «esta chica es un genio» Y no tardó en lanzarse sobre mí una miembra de una tribu cercana para corregirme con la palabra «genia» que, si bien existe, significa según la RAE origen o proceso de formación y nada tiene que ver con la genialidad de la artista. 

          Ayer, sin ir más lejos, zapeando como suelo hacer vi a Nicolás Maduro dejando de hacer el gorila para hacer el indio y decía a la audiencia: «ese es nuestro compromiso, el de todos, el de todas, el de todes». Se pueden imaginar el pasmo y las risas. En definitiva, he llegado a la conclusión de que hay un juego de indios y vaqueros muy extendido en ciertos sectores, y que entre ellos se pasan consignas para que los demás no las entendamos, usando ese lenguaje indio que ya teníamos algunos enterrado en el baúl de los recuerdos de nuestra infancia. 

El cerdo agridulce

           Hace unos días me contaba un allegado una situación distópica que le ha ocurrido. Resulta que a este amigo, al que llamaré X como era costumbre en cierta literatura, y propietario de una vivienda unifamiliar en Sevilla que, por razones de trabajo, tiene normalmente alquilada ya que él vive en Madrid, se la han liado parda: «Vaya el alquiler de lo uno para el pago de lo otro». Solía decir.

          Hace tres años una inmobiliaria de la zona le propuso alquilar la vivienda a una familia de nacionalidad china, cosa a la que accedió no sin dificultades, dado que los citados chinos precisaban de intérprete para poder comunicarse. Se revisaron los papeles por parte de mi amigo y de la inmobiliaria; la solvencia de la familia; incluso hizo una pequeña consulta sobre posibles antecedentes judiciales (no había nada), y se pasó por el seguro de impagos que dio el okey. Todo correcto. Así que, como para mi amigo lo de ser chinos no era un impedimento, alquiló.

          Me contaba con ojos de incredulidad, como una tarde dos años después, al bajar del gimnasio y ver una llamada perdida en el móvil (un número de Sevilla), la devolvió de inmediato: era la Guardia Civil. Quienes con el poco tacto que les caracteriza para dar malas noticias le dijeron: su vivienda ha sido objeto de una organización de narcotraficantes y hemos tenido que reventarla (literal) para detenerlos. El resto ya se lo pueden imaginar. 

          Lo distópico del asunto es que mi amigo se encontró con lo típico en un país como el nuestro: el seguro de entrada se desentiende (en sus pólizas hay más salidas que en el metro), como se habían enganchado a la luz ENDESA se desentiende y cortó los cables, el ayuntamiento no quiso saber nada, ni la diputación… ni nadie. Solo estaban mi amigo y su casa reventada. Eso es todo. La broma le ha salido por unos cuarenta mil euros más abogados.

          Pero lo realmente alucinante me relataba, es que cada vez que vengo a la casa y miro en el buzón de Correos hay una notificación oficial dirigida al chino narcotraficante ofreciéndole ayuda legal, asistencia psicológica; que si la oficina del inmigrante; que si no se deje acusar de nada, en fin, ayudándole a que se declare vulnerable o insolvente etcétera con recursos que pagamos entre todos. ¿Y a ti que te han dicho? le pregunté. A mi no me han llamado ni siquiera por teléfono para ver cómo estoy o si necesito un vaso de agua. Y yo, no pude contestarle otra cosa que: «pues no digas que no te gusta el cerdo agridulce porque encima te acusarán por racista».    

Biología negra

          Una de las teorías que ha circulado sobre el origen del SARS-CoV-2, y que de hecho continúa circulando, es que se trata de un virus modificado o tratado en laboratorio con diferentes fines poco deseables. Entre ellos, cabe destacar la elaboración de armas biológicas o incluso el bioterrorismo. Algo que al parecer, y en opinión de la ciencia y quienes la practican, es relativamente sencillo de conseguir con medios y conocimientos al alcance de muchos países.

          La historia de las armas biológicas es muy antigua y hay innumerables casos en la literatura y los documentos que narran la evolución de las civilizaciones y sus relaciones con la virosfera y con las bacterias. Y los testimonios de cómo la biología fue usada como arma arrojadiza contra los enemigos durante la guerra. Desde diseminar sustancias tóxicas en el agua destinada al consumo humano, a lanzar cadáveres putrefactos en catapultas contra las murallas enemigas.

          ¿Quién no ha oído hablar del ántrax (carbunco en español). Una enfermedad causada por la bacteria Bacillus anthracis, famosa desde que en 2001 alguien tuviera la ocurrencia de diseminar con ella lo mismo vagones del metro de Nueva York, que un indeterminado número de cartas del servicio postal. Más de veinte personas perdieron la vida de manera aleatoria y muchas más resultaron infectadas y enfermaron.

           La guerra química y biológica ha sido y es una realidad de nuestro tiempo. Desde la I Guerra Mundial hasta nuestros días ha estado presente en casi todas las formas imaginables. Se han quemado bosques y poblaciones con Napalm, se ha gaseado a millones de personas con Zyklon B, se han enviado globos plagados de pulgas infectadas con la peste bubónica contra el enemigo, y se ha quemado, literalmente, a poblaciones enteras con sustancias corrosivas. 

          Hoy, como nunca antes, manipular material genético y producir armas a partir de un virus es algo tan fácil que nadie pone en duda que pueda hacerse. Hace apenas cuatro años, los canadienses lograron sintetizar en laboratorio nada menos que la viruela. Una amenaza con una tasa de mortalidad treinta veces mayor que la del coronavirus actual. Y lo hicieron con un presupuesto de algo más de 80.000 euros. 

          Desde mi punto de vista, el simple hecho de que fabricar armas biológicas capaces de aniquilar a millones de personas a nivel global sea tan fácil y barato; que exista de manera accesible la tecnología y el conocimiento necesarios para hacerlo y atendiendo a nuestro histórico como especie… Me parece suficiente como para considerar que, lejos de ser una conspiranoia, la teoría tiene aspecto de ser algo perfectamente factible. Si no en el caso del SARS-CoV-2, quizá y ojalá me equivoque, en el futuro que nos espera.  

Lo inevitable y lo evitable

          Recuerdo una asignatura de sociología, creo recordar que de tercer curso, que se llamaba «conflicto social y conducta desviada» que me llamó la atención por algunos de los conceptos y paradigmas que se manejaban. Entre ellos, uno relacionado con la criminología que defendía que, en cada sociedad y en cada momento de la historia hay, de forma inevitable, un número determinado de crímenes. Aquello me sonó como una condena, pero también como una toma de conciencia acerca de qué somos y qué podemos esperar de nosotros –los humanos– como organismo social o tribu organizada. 

          Recuerdo que se debatía sobre la historia del crimen conocido, algo tan tempranero como el leñazo que según las Santas Escrituras le metió Caín a su hermano Abel por pura envidia. Un sentimiento, por cierto, que hoy en el año 2021 d.C sigue siendo el más común entre los mortales. Después, si uno lee no solo la Biblia, sino que repasa el elenco de manifestaciones artísticas e históricas, encontrará una gigantesca derrama de sangre, odios, venganzas, crímenes abyectos y todo tipo de violencia que ninguna otra especie es capaz de superar. Por un simple motivo: porque solo los humanos sentimos envidia, odio y sentimientos similares, y solo nuestra especie mata sin necesidad de hacerlo para subsistir, sino por pura maldad.

          Esta última semana hemos asistido a varios acontecimientos de sevicia extrema, de crueldad y horrores inimaginables para una mente socializada y humanizada; para ningún ser humano que haya sentido una mínima llama de amor alguna vez. Sin embargo, y por mucho que haya que seguir esforzándose en la prevención y la mitigación de las consecuencias, debemos ser conscientes de que seguiremos asistiendo a los tremendos horrores de nuestra naturaleza humana.

          Es inevitable que, desde la perspectiva y el dogma sociológico, se produzca un cierto número de crímenes en cada sociedad, como lo es que haya un cierto número de accidentes de tráfico o de víctimas de enfermedades como el cáncer u otras patologías. Lo único que podemos hacer es luchar: tratar de minimizar los casos mediante el estudio, la prevención, la investigación, la generosidad y el esfuerzo común. Aunque sea para luchar contra lo inevitable, eso nos convierte en dioses de carne y hueso.

          Eso sí, podemos evitar lo evitable que es, además, lo más sencillo. Me refiero a evitar usar la tragedia para hacer propaganda, el dolor para generar más odio y confrontación. Evitar inventar conceptos vicarios y maniqueos para tapar una tragedia mayor no porque sea parte del remedio, sino porque es parte de la sucia solución de quienes pretenden sacar provecho del dolor ajeno. Evitar, en definitiva, que ese instinto de hiena carroñera salga a relucir de forma tan repugnante.        

El temazo

           El tema de la semana es que nada es caro, y mucho menos el recibo de la luz aunque a veces lo parezca y que, llenar la factura de tasas y recargos e incluso meterle el IVA a esos impuestos es, por así decirlo, algo normal. El temazo, por otro lado, no es el precio de la energía sino quién pone la lavadora en horario de imaginaria. A esta nueva filfa que con mano metódica nos van administrando; se han sumado los recordatorios a modo de descarga eléctrica, en las redes sociales, a quienes hacían bandera de la bajada del puntual puyazo. Sin el menor efecto en la dignidad, la vergüenza y, mucho menos, en los cargos de los interpelados.

          Desde la ventana de mi cocina se ven los lavaderos de los pisos del edificio de enfrente y, cada dia, a horas variables, veo a alguna persona sacando la ropa de la lavadora o tendiendo con alfileres la colada chorreante; a la antigua usanza. Es una visión inevitable, pues si quiero saborear un café tomando un poco de aire es como si me sentara en el cine en la tercera fila dispuesto a ver reiteradamente la misma película. La fauna vecinal que se dedica a estas labores es variopinta y variable: dependiendo de la hora a veces son unas personas y otras veces son otras. Y en las familias más extensas incluso se hace el trabajo en equipo.

           En mi casa, que no expone el lavadero públicamente, todos los que la habitamos metemos nuestras prendas necesitadas de lavado en una cesta de mimbre que, una vez llena, introducimos en la lavadora segregadas por colores para no enturbiar lo blanco. Yo soy el encargado de esperar hasta las diez de la noche para dar comienzo al festival de consumo eléctrico: a diario el lavavajillas y casi a diario, la lavadora. También me encargo habitualmente de retirar el material limpio y colocarlo en su sitio. Y una persona profesional, que viene una vez a la semana, hace la plancha.

          Me quedé sorprendido con las risitas tontunas de la ministra cuando sacó lo del temazo, para desviar la atención de aquello por lo que se le estaba preguntando –cosa que hace siempre–. Sorprendido por la chulería y la displicencia con la que tiraba de comodín para no responder al asunto del precio de la luz y de la salvajada de impuestos que incluye cada factura que nos vemos obligados a pagar. Sorprendido de que esta gente que son, en teoría, los progres del pueblo, casi lo único que han venido a hacer es enriquecerse y reírse de todos nosotros. 

          Me costó entender lo del temazo, y a pesar de que me produce bastante desazón escuchar a esta señora, acabé por entender lo que quería usar para evadirse. Por eso, esa misma tarde cuando me crucé en la escalera con la pareja del 6H, no pude resistir  la tentación de preguntarles por el temazo y para mi sorpresa se echaron a reír. Resulta que según me dijeron, tanto Teresa como Elena, ponen la una o la otra la lavadora cuando les da la gana.              

Qué ganen los buenos, que pierdan los malos

          Vaya por delante que he tomado prestado para el título de este post, el estribillo de una estupenda canción de El Arrebato, un tío simpático y flamencón que canta de maravilla. Desde que escuché por primera vez este tema le he dado muchas vueltas, a pesar de que la letra es directa y fácil de entender, al asunto de los buenos y los malos y a la cuestión de la perspectiva ética según a quién se mire o se juzgue en un momento determinado.

          Esto nos lleva de cabeza a la construcción del relato. Hasta no hace mucho los buenos eran los que ganaban una guerra. Cosa obvia, porque el relato lo construían los vencedores y, conforme se iba transmitiendo de boca en boca y de oreja en oreja, la idea quedaba fijada en el subconsciente colectivo. Por ejemplo, después de la II Guerra Mundial los aliados fueron indiscutiblemente los buenos y los nazis los malos –esto era muy obvio, además de cierto–. Lo que quizá necesitó un poco más de elaboración es que los comunistas también fueran los buenos, pero se hizo, y aún hoy en España sigue siendo incomprensiblemente legal el partido comunista. Al margen de que la UE los condenara junto con los nazis por crímenes de lesa humanidad en el S. XX hace apenas año y medio.

           Esto las izquierdas lo han manejado siempre con maestría, desde luego a un nivel muy superior a las derechas, que en este sentido parecen siempre más acomplejadas o reticentes a construir una versión de parte. Viene este asunto a colación de lo fácil que les resulta a algunos hacer un relato bipolar, cosa que consiste en arrojar a la cara del contrario la merecida basura cuando le toca, al tiempo que se consigue ocultar y soslayar la misma basura en la casa propia.

          En España uno de los partidos mayoritarios es el que acumula más casos de corrupción y de condenados de toda la historia, sin embargo si usted pregunta a cualquiera por la calle por ese partido le dirá, casi con toda seguridad, que es el otro partido el más corrupto. Sin saberlo, sin datos, a bote pronto. No crea que haber robado 800 millones de euros de los parados para drogas o prostitución afecta mucho al relato popular. Los malos son los otros.

           Este modus operandi de la construcción de la idea del bien y del mal y la ocultación llega a extremos inverosímiles en Valencia en estos días. Donde una de esas buenas buenísimas personas de la izquierda ética, moral, y poco menos que celestial, ocultó los abusos sexuales de su marido a una menor. Y lo hace además, sin haber defendido la justicia y la dignidad de todas esas niñas abusadas durante la gestión del buenismo en Baleares. En fin, uno ya no sabe si entre los malos hay alguno bueno, pero entre los buenos hay mucho malo y mucha mala y mucho hijo de puta y mucha hija de puta.    

El odio, el negro y el abrazo de la Cruz Roja

          Personalmente no me cabe duda de que los niveles de desquicie del personal ibérico están alcanzando cotas antes nunca vistas y, tocando de largo, lo que ya se encuentra a caballo entre la neurosis y la paranoia desde una perspectiva de diagnóstico sanitario. No han hecho falta chips en las vacunas ni otras artimañas de brujería, para que una gran cantidad de peña haya sucumbido a los eslóganes de la charlatanería de la peor calaña política que hemos padecido desde Fernando VII. Y que, ya puestos, hayan dado rienda suelta a esa parte majara que por genética todos y todas llevamos dentro; unos y unas mejor pastoreada que otros y otras. 

          El odio fue el instrumento reciente, y antes recurrente, de los psicópatas y las psicópatas que vaya usted a saber porqué suelen llegar al poder. Así ha sido desde donde la memoria alcanza. Un odio que a veces funciona en su finalidad aniquiladora y otras no. Como demuestra la actualidad hispana. Nos hemos sacudido una parte de los creadores y creadoras de ese odio en las urnas madrileñas hace bien poco, pero no por ello, dejamos de oír cada día la palabrita odio de forma maniquea a quienes desde posiciones democráticas no aceptan, en modo alguno, que no sean ellos y ellas los y las elegidos y elegidas. Si no son ellos o ellas, es por culpa del odio: esa es su versión de la democracia, que en ocasiones incluye a elles también. 

          Cuando yo era pequeño, a long time ago, nunca se me pasó por la cabeza que podía ser tachado de racista por llamar negro a un negro, entre otras cosas, porque haberle llamado coloreado, a todas luces, me habría situado en el lado de la estupidez. Defender que se es racista por decir negro a un negro, amarillo a un chino, o pardo a un asiático es, simplemente, una expresión típica de la gilipollez menos ilustrada. Un atributo de ceporros y ceporras incapaces de hacer, siquiera, una mínima consulta en internet sobre el signifcado de raza, cuáles son, cuántas existen y qué significan. 

          En la otra parte contratante tenemos lo más casposo y baboso de la piel de toro, algo que además de vomitivo, es la expresión de una España caduca, rancia y llena de verrugas inflamadas, de pelos de guarro en las fosas nasales y de cuernos mal llevados. Adornos regalados por algunas santas en casa, más prestas que las gallinas en cuanto salen a sacudirse los complejos para adornar las cabezas de sus ilustres maridos puteros: esos de mesa camilla, misa y crucifijos, de lavativas previas al abuso de las puteadas y de olor a naftalina.

          Solo desde una España tan extrema y fuera de sí y, sobre todo, gracias a la maldad y la sevicia de una clase política tan enferma, cara e inútil, se pueden hacer críticas febriles y filo patológicas de un gesto humanitario como el de la voluntaria de la Cruz Roja. ¡Criticar!, en vez de agradecer ese soplo de aire que nos recuerda que todos somos personas, sea cual sea el color de la piel, la raza, o el dolor y el miedo que nos atrapa en una playa a la que la corriente de la vida nos ha arrastrado en las peores condiciones imaginables. Criticar un simple gesto humanitario: dar un abrazo a un ser humano que se encuentra en una situación desesperada. Hasta ahí hemos llegado mudando nuestras pieles de serpientes.  

Conspiranoicos

          La conspiración ha formado parte de la historia de la humanidad desde que se tienen registros, ya sean históricos, levíticos o fantasiosos; formatos que a veces coinciden y otras veces no. Por ello, parece que al margen de lo muy solidarios y empáticos que las personas seamos y que, de hecho a menudo demostramos ser como conjunto o manada, también tenemos ese viejo regusto por la traición, la paranoia y las salidas de pata de banco. 

          Los nombres particulares, incluso los que son de «demonio» público no son lo más importante en este momento. Hemos asistido a dislates de todo tipo con el tema de las vacunas: desde chips insertados para dominar el mundo, a combinaciones de sustancias acarajotantes –como si hiciera falta–, pasando por presidentas de comunidades autónomas que según sus desafectos eran la encarnación de todo mal, habido y por haber. Un relato pastoreado con estrepitoso fracaso por los titiriteros de unos muñecos rotos, enfermos o socialmente liquidados. Que ahora son legión y se debaten entre la ocultación o la fuga.

          Hemos asistido a enervadas soflamas contra conspiradores de todo pelaje: de repente, una mañana nos levantamos inundados de balas amenazantes enviadas por Correos pero indetectables, de cuchillos ensangrentados y, en fin, de una sensación envuelta en la aureola Goebbeliana de las noches de los cuchillos largos. El fascismo, gritaba un lastre de un partido, nos invadía y la amenaza inminente de una vuelta a los tiempos de «arbeit macht frei», parecía inevitable.

           Pero como en otras ocasiones, la democracia se impuso de nuevo como el mejor antídoto contra los conspiranoicos y las conspiraciones de manual de hace un par de siglos. De un plumazo, y de la noche a la mañana, desaparecieron las amenazas al gobierno, las balas, los cuchillos e incluso desaparecieron los fascistas. Se fueron todos. Y el primero en hacerlo, con la cartera llena, la sonrisita en la boca y la chulería intacta, fue el que montó el teatrillo: «ahí sus quedáis.»     

          286 huérfanos deja con firma ante notario como hijos legítimos de la mamandurria ochentera a quienes la teta ya vacía no les da lo suficiente para mantener sus chalés de lujo, su vida de super talentos y sus cositas para sostener el puño en alto lleno de golosinas pagadas por todos. Quizá, ya veremos, hayamos llegado a un primer puerto en el que a los conspiranoicos ya, como siempre fue, no se les deba nada, ni siquiera la atención de escuchar o leer lo que dicen o escriben.   

Sacar la patita

          Las elecciones madrileñas ya se han celebrado, menos mal, y además la amenaza de que un cohete chino descontrolado caiga sobre la sede de Podemos en Madrid impulsado por los fascistas, por suerte, ha llegado tarde. Y el ridículo inédito de los argumentos esgrimidos por quien luego se ha visto obligado a dimitir ha quedado claro. Hasta aquí todo, más o menos, correcto y cada uno de vuelta a lo suyo. Eso pensábamos el común de los humildes votantes de esta comunidad autónoma. ¡Pero qué va!

          La izquierda de este país, tocada por esa creencia casi divina de que ellos son los buenos, hagan lo que hagan, no tiene buen perder. Nunca lo ha tenido. Y no hace falta remontarse al siglo pasado ni a las artimañas frente populistas. Basta con recordar un par de detalles. Por ejemplo, dar una rueda de prensa con tono afectado y lleno de greñas para decir una gilipollez: «alerta antifascista.» Y quedarse tan ancho. O perder el gobierno de Andalucía después de décadas de putiferios y satrapías y llamar a rodear el Congreso durante la investidura del nuevo presidente. 

          Son esos tics, esos movimientos de vientre incontrolados por los reflujos de la bilis los que delatan al rojeras de pura cepa cuando la ciudadanía, en un país libre y democrático ejerciendo su derecho al voto, le da la espalda. Es entonces cuando sacan la patita y asoman la pezuñita por debajo de la puerta. Esa garra de pollo sectaria y totalitaria que, con escaso éxito, tratan de ocultar antes de las elecciones con el calcetín de las mentiras. 

          En estos comicios lo han intentado todo: la fusilería mediática sin descanso, el acoso a las candidatas de derechas, el insulto, la falacia, las mentiras, los bulos, las balas, Correos, el mamporrero de Tezanos haciendo el ridículo más espantoso que se ha visto en el ámbito de la demoscopia. Todo. Pero Madrid les ha dado una bofetada electoral cuya onda expansiva ha llegado a Japón. Y mira que está lejos Japón, como decían los inolvidables «No me pises que llevo chanclas».

          Algo así es inaudito para un socialista o un comunista de pata negra. Y no encuentran otra explicación posible que las lindezas que nos han dedicado. Al margen de que todos somos fascistas, cosa que ya habíamos asumido, ahora sabemos más sobre nosotros mismos. A saber: que si eres mileurista y no les votas a ellos eres gilipollas dice Monedero Einstein, que además poco se puede esperar de los tabernarios come berberechos, y que según la lumbreras Calvo hemos entonado la palabra libertad por una simple razón: estamos preparando los hornos crematorios modelo nazi a las afueras de Coslada. 

          Sería para echarse unas carcajadas con los desvaríos y desvarías de ese lenguaje inclusivo que los franceses acaban de prohibir en los colegios si, claro está, no fuera por el hecho de que estos desatinos propiciados por los bocadillos de Diazepam, la mala baba y el escaso espíritu deportivo ante las derrotas, no viniera de quienes nos gobiernan y manejan nuestros recursos decidiendo, de momento y por poco tiempo, nuestro futuro.