La nueva Roma

          Por lo general no nos referimos como la nueva Roma a la historia de aquel imperio de hace 2000 mil años, sino todo lo contrario, como la antigua Roma. Sin embargo, 20 siglos después de la existencia de personajes como Nerón, Cómodo o Septimio Severo, tenemos tantas cosas en común con aquella civilización que cada vez nos parecemos más, al menos, hasta este 2024 que ahora toca a su fin. Pensaba esto después de haber disfrutado con la lectura de Yo, Julia, del escritor Santiago Posteguillo.

          El Imperio romano nos legó grandes patrimonios artísticos y culturales, además de una lengua que fue evolucionando hasta, entre otras variantes, esta maravillosa versión con la que nos entendemos los hispano hablantes. Un idioma tan querido y admirado universalmente, como criticado, atacado y mal tratado por envidias y complejos de inferioridad desde múltiples frentes. Es quizá, la muestra más palpable de la sevicia de aquella sociedad romana inoculada en los papiros donde se escribió su historia hasta nuestros días.

          Fueron aquellos unos tiempos violentos, de continuas guerras civiles y de matanzas sin cuento en el campo de batalla, pero no solo. Los patres conscripti —senadores o clase política de nuestros días—, se daban fundamentalmente a las conspiraciones, la corrupción, la planificación del asesinato del rival político, y toda suerte de vilezas en una sociedad sin valores éticos. La única virtud reconocible entre ellos era la capacidad de conseguir y mantener el poder, ya fuera mediante la violencia física o las traiciones de pasillos y alcobas.

          Si algo no importaba a los gobernantes de la gran Roma imperial eran los ciudadanos romanos, ni que decir tiene que los situados por debajo del derecho de ciudadania eran considerados meros accesorios susceptibles de comercio o sacrificio. La clase dirigente solo tenía un objetivo: mantenerse en el poder para ejercer la tiranía y disfrutar de los privilegios asociados. Para ello, todo era factible: mentir, violar, matar, robar y, ademas, en el orden de prelación que mejor sirviera a los interesados.

          Cuando la clase dirigente alcanza niveles como aquellos, hoy fácilmente identificables en más de medio mundo, e incluso en el suelo que pisamos, debemos echar la vista atrás. La degradación social propia de la decadencia de aquel imperio tiene reflejos evidentes proyectados en nuestras instituciones actuales. Meros cascarones en los que navegan piratas sin valores, malhechores sin escrúpulos que han perdido hasta la necesidad de taparse y que, lejos de eso, muestran sus miserables acciones a la ciudadanía con una desvergüenza propia de aquellos tiempos ya tan lejanos.  

Encuentros variopintos

          En estas fechas navideñas cada año se produce un tsunami de encuentros variopintos. En algunos casos, son reuniones de personas que se ven a diario, pero en otros casos, se trata de aquellos que solo coinciden casualmente o incluso una sola vez cada mes de diciembre. Sin embargo, la situación no varía mucho, y el nivel de riesgo tampoco es muy diferente. Las comilonas típicas de la época, por alguna razón poco estudiada, tienen como efecto muy habitual un cierto grado de orgía de las emociones y las conductas. 

          Destacan en estos aquelarres las cenas de empresa. En ellas lo habitual es la división por facciones a modo de legiones romanas en formación antes de la batalla. El jefe imperator, situado en una de las cabeceras de la mesa principal, suele estar flanqueado por un par de pelotas o lameculos habituales en disputa con la amiguita con aspiraciones. Si se trata de jefa emperatriz empoderada, lo frecuente es una guardia pretoriana de amazonas feministas en busca de gestos o miradas inapropiadas de los machirulos salidos para tomarles la matrícula.

          Estos encuentros variopintos también se dan fuera del ámbito laboral: por ejemplo entre amigos, a veces divididos por sexos y otras veces de forma mixta, celebraciones entre familiares llegados de diferentes ciudades, o compartidos de forma más intima y secreta con amantes, e incluso con la otra familia a escondidas con los hijos no reconocidos. El mapa de posibilidades es tan amplio como lo son la cantidad de mentiras y fingimientos que se dan en estas fechas tan señaladas para el amor y la concordia.

          Pensaba esto por las posibilidades de estudio que tienen los personajes de estas escenas costumbristas. La magia que se produce debido a los efectos especiales provocados por el alcohol, los villancicos, la subida de azúcar en sangre, la bilis acumulada, el deseo insatisfecho y reprimido, la envidia, la complicidad, la tentación, la frustración, la exaltación de la amistad e incluso la imprudente confesión. En definitiva, un totum revolutum de micro historias basadas en la parodia de las relaciones humanas.

          Yo creo que la culpa de todo esto la tiene el que inventó la pandereta, porque con ello, le dio motivos a Don Antonio Machado para mostrarnos como son, según su clarividente visión, estos encuentros variopintos. 

La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.

 

Los regalitos

          Hoy es 1 de diciembre, y toca pensar en los regalitos. Un año más, gracias a Dios o al destino, cada cual que mire para donde mejor le parezca. El caso es que el tema de los regalitos es recurrente por estas fechas del calendario, como lo es el quebradero de cabeza para dar con algo que no sea la corbata, el pijama, o el dispositivo electrónico. Conozco a un amigo que hace más de diez años que no usa corbata y cada Navidad le regalan un par de ellas, puede que como castigo enmascarado.

          Esto de los regalitos hay que currárselo un poco. No vale dejarlo para última hora y luego deprisa y corriendo tirar de algo improvisado. Corre uno el riesgo de que el obsequio acabe, un tiempo después, de vuelta en las propias manos fruto del karma tras haber pasado por varios propietarios que lo fueron a su vez regalando a la menor oportunidad. La teoría de los seis grados de distancia social aplica también a los regalitos, por lo que la soga que se regala imprudentemente podría acabar perfectamente en el propio armario pasadas un par de navidades.

          Pensaba esto porque yo siempre lo pongo fácil a mis allegados, les pido que me regalen libros. Pero no solo eso, sino que para evitar que se devanen la cabeza sobre mis preferencias, o acerca de si las últimas novedades ya las he leído, les hago una lista de obras candidatas. Así de simple. Tiene la ventaja de que aunque al final me acabe cayendo el pijama de turno, prenda que nunca uso, viene con el añadido de algunos de los libros que me alegran las fiestas.

          Un libro, entiendo yo, es mucho más que un regalo. Lo pienso así porque no se trata solo de un objeto. Piense en un pañuelo, un perfume, unos zapatos o una lata de sardinas, por poner unos ejemplos: no son más que objetos. Un libro, sin embargo, es el envoltorio de un mundo lleno de experiencias, de personajes que aún no conocemos, de lugares, sabores, sentimientos, conocimiento que no tenemos y que está allí dentro. Detrás de las cubiertas que hacen de papel de regalo, hay un universo a la espera de ser descubierto.

          Quien te regala un libro te quiere bien, de eso estoy seguro. No es algo que te suela regalar un cuñado, y eso ya debería ser una pista importante acerca de lo que digo. Es también un gesto elegante, el de alguien que ha pensado en ti y en lo que te puede interesar saber. Por eso, queridos lectores, plantéense regalar un libro estas navidades. Es fácil. Aquí les dejo una opción muy interesante:

El eslabón de Chihuahua

           

           

Gente peligrosa

          Que el mundo está lleno de gente peligrosa es un hecho tan obvio que, a estas alturas, al común de los mortales les es indiferente, o casi. Poco parece que se pueda hacer. Los medios de comunicacion, como géiseres de lodo y sangre, se encargan de embadurnarnos en abundancia de su presencia y consecuencias a todas horas. Esas mismas fuentes, en la actualidad, están con frecuencia trufadas de mala gente. No obstante, aunque cada vez menos, quedan algunos combatientes de la verdad que pronto perecen engullidos por la apisonadora de la maldad.

          Siempre supimos de la existencia de los depredadores humanos. Y de la fatídica mala suerte de quien, de forma aleatoria, tropieza en el tiempo y  en el espacio preciso con uno de ellos y acaba sufriendo el zarpazo del victimario. Nos siguen mostrando ejemplos a diario en una incesante secuencia de hechos luctuosos, engarzados como una ristra de chorizos para nuestro cotidiano consumo. Un alimento que nos inmunice por saturación: una vacuna social infame.

          Pensaba esto porque de ese modo, creo yo, una sociedad con los vellos del pellejo abrasados no tiene capacidad para que se le ericen los pelos. Da la mismo que le muestren en directo un asesinato o que le enseñen las pruebas de las conductas más infames de quienes lideran una organización. El triunfo de la maldad se resume en una frase: todos somos iguales. Los sociólogos a ese proceso lo llamamos normalización social de la conducta desviada. Un punto en el que se desactiva el reproche colectivo, porque se acepta que a título individual se actuaría del mismo modo.

          Ese proceso que se enmarca en estrategias de ingeniería social nos lleva a convertir, con excepciones, a grandes masas de gentes en una banda de miserables con balcones a la calle. Y a los que se resisten, cuando pasan por debajo les revientan la cabeza de un macetazo y lo suben a Instagram en busca de likes. La pérdida de valores tiene premio porque las élites construyen ejércitos de mercenarios del bien vivir a cambio del mal existir.

          Los más hábiles en substanciar este modo de pasar por el mundo alcanzan el liderazgo de grandes masas de población: gobiernan países. Son los nuevos Nerones incendiarios de la convivencia a base de mentir, traicionar, de aupar la ausencia de valores a la excelencia y de convertir la ética en un trapo de cocina manchado de inmundicias. Cuando Occidente caiga y desparezca, como ya ocurriera con otras civilizaciones, ellos tendrán el mérito: la mala gente. Gente peligrosa.  

Entre Dios y la nada

          Estar vivos es situarse entre Dios y la nada, y no cabe duda de que ese es un sitio que no puede ser sino inconveniente. Aceptar al primero conlleva no saber en qué canasta coloca uno los huevos, y la segunda opción es aceptar una canasta sin fondo donde los huevos caen sin llegar nunca a la sima. Quizá por eso, lo de estar en medio siempre se ha considerado una pérdida de tiempo; salvo cuando los huevos sirven para hacer una tortilla de papas: ahí la cosa cambia.

          A veces se me saltan las lágrimas al pensar que me sitúo entre dos mundos irreconciliables: con cebolla o sin cebolla. Mis lágrimas me delatan enseguida, no obstante, apenas corto el alma blanca en juliana que irá a dar la razón de ser a ese universo temporal de sensaciones que el milagro de la vida nos ha regalado. Y creo que es, en esos momentos, cuando me hago la pregunta más trascendental. ¿A Dios cómo coño le gusta la tortilla de papas?

          Según cuentan las lenguas antiguas, Dios se reencarnó en 1798 en una abuela que vivió en Villanueva de la Serena (Extremadura-Spain), y no en Bilbao como el demonio defiende. Estoy de acuerdo con esta teoría porque soy andaluz, pero también porque sé que si un día caigo en el vacío por glotón, a ese espacio de nadie, en mi caída me agarraré al anfiteatro de Merida aunque me tenga que colgar de las melenas de Octavio Augusto. Sé que sigue por allí, metiéndose un cubata en la calle John Lennon a cara de perro, cuando nadie lo ve. Algunas noches me visita en sueños y señalándome con el dedo me dice: «ven pacá que te voy a dar pal pelo». Sabiendo el mamón de él que no tiene de dónde agarrar.

          Yo nunca he tenido inconveniente en agarrar la vida como si fueran unos huevos, y estrujarlos hasta que la yema me salga entre los dedos. Con las manos limpias uno puede hacer una magnifica receta y zampársela sin el menor escrúpulo. Sin embargo, cuando alguna vez, no muchas la verdad, me he animado a elaborar ese milagro que es la tortilla de papas, normalmente, me he cortado un dedo con el cuchillo, o me he quemado con la sartén. Lo que unido a la cebolla me ha dado muchas razones para derramar lágrimas. 

          Las últimas las he derramado esta misma semana cuando, otra vez, tuve la triste noticia de que una amiga ha caído en ese espacio intermedio que hay entre Dios y la nada. Me queda el consuelo de que sepa en su travesía no dejarse llevar por el engaño; hacer posada y fonda en las grandes maravillas de la historia que fuimos y que seremos. Y que cuando llegue el día, allí nos veremos. Todos sentados a la mesa frente a una tortilla de papas. Lo de la cebolla lo discutiremos en ese momento.

          

El inseguro

          El inseguro es ese documento que, en ocasiones obligados por la ley o los bancos, usted firma y contrata con una compañía de «seguros». Le parecerá un oxímoron, pero créame que nada hay más inseguro que una póliza de seguros. Esas 50 páginas en las que le prometen la salvación en caso de accidente o desgracia en los primeros párrafos, y las miles de razones por las que no lo harán en las siguientes 49 hojas. Uno de esos contratos que se denominan de adhesión en los que el cliente, como parte contratante, no tiene nada que negociar ni que decir. Lo tomas o lo dejas: punto. 

          Pensaba esto porque cada vez que ocurre una tragedia como la de esta semana, o el reciente incendio del edificio que ardió como una tea, no puedo evitar una sensación de desasosiego cuando pienso en los afectados, y en cuando intenten cobrar la indemnización que les haga sacar el cuello de la ruina y rehacer sus vidas. Ya se lo pueden tomar con una gigantesca dosis de paciencia para no provocarse una úlcera o una patología cardíaca. Una cosa debe tener en cuenta cada afectado: el seguro hará todo lo humanamente posible por no pagar ni un euro.

          Pronto descubrirán lo fácil que es perder la calma, apenas marquen el teléfono de la compañía y descubran que allí no suele haber nadie que responda. Lo más habitual es que le atienda una maquinita que lo mareará con una locución de media hora en dos idiomas informándole de sus derechos sobre protección de datos. Si tiene suerte y luego de comerse la chapa no se corta la llamada, que se prepare para el mareo de preguntas y que si marque tal o marque cual. Tras lo cual le pondrán una musiquita de la usada como tortura en los campos de concentración. Todo por ver si se aburre el cliente y cuelga o estrella el teléfono contra la pared.

          Si tras algunas mañanas dedicado en exclusiva a tratar de contactar lo consigue le darán una primera respuesta: su póliza no cubre lo que ha pasado. Es una respuesta estándar. Y quizá el desdichado, si le quedan ganas buscará un abogado para que le represente y al que le dirán lo mismo. Si aún así decide pleitear, y soltar dinero en vez de recibirlo, lo mas probable es que vea como se acorta su esperanza de vida sin que pase nada: sus hijos se hacen mayores y se casan; nacen nietos y se celebran muchas Navidades, pero todo ello sin saber nada del juzgado. Cosa que los del seguro saben más que de sobra que es así como funcionan las cosas en este país. Y aunque un día soleado gane el pleito, mejor que no lo dé por cobrado. Esa es otra pelea de recursos, apelaciones, más recursos, más nietos…

         Le puedo parecer exagerado, pero créame que lo sé por experiencia en propia carne. En 2020 tuve un siniestro cubierto por un seguro. Han pasado 4 años, tengo sentencia a mi favor y adivinen que: a fecha de hoy no he cobrado ni un euro. Solo deseo que esta vez haya con la tragedia de Valencia, al menos, un poco de tres ingredientes fundamentales: compasión, empatía y humanidad con tantos miles de familias afectadas que lo han perdido todo.     

 

Malotes sin disfraz

          Muchos de los personajes de mis novelas son malotes sin disfraz. Lo son de una manera visible. Son individuos de escasa moral, interesados en el dinero y el sexo, o sin escrúpulos para cometer actos delictivos con el fin de conseguir un beneficio personal. Y conviven con otros personajes mejor adaptados a la vida en sociedad. En definitiva, trato de que los habitantes de mis páginas sean, en la medida de lo posible, un reflejo de lo que vemos por la calle cada día.

          Pensaba esto, precisamente, porque la realidad suele tener esa manía incómoda de superar a la ficción. Estos días, en un alarde más de imaginación, nos ha presentado al malote disfrazado de superioridad moral. Una clase de individuo que bajo el disfraz de cordero y el discurso hueco y falsario esconde una personalidad abyecta hasta lo patológico. Una habilidad que le permite surfear entre bambalinas, rozando culos al descuido, acosando con frases a medio terminar, o pasando directamente a la violencia envuelta en el miedo de la víctima a las represalias.

          En la literatura estas escenas tampoco son nuevas, incluso yo describo algunas parecidas en mis novelas. Pero ninguno de mis personajes va de vendedor de biblias, ni de adalid de la superioridad moral que se enfrenta a los malos de siempre. Unos supuestos malos que, además de escuchar sin reaccionar, no se atreven a descabalgar de la burra a los pregoneros con carita de buenos. Mis personajes malotes se ven venir a lo lejos, presumen de serlo, actúan en consecuencia y, cuando los pillan, pagan las consecuencias.

          Vivimos en tiempos de cuentos y timadores, días de regeneradores que bien podrían refundar el cártel de Medellín con el dinero de los impuestos que nos sacan hasta la asfixia. De defensores de la igualdad y los derechos de la clase obrera y trabajadora que se hacen ricos en un par de años, y que pasan del pisito modesto a la mansión, del barrio obrero a las zonas más caras y exclusivas de Bruselas o París. Y todo ello, desde la superioridad moral.

          Sin embargo, pocas cosas hay más detestables en estos propietarios de la superioridad moral que escuchar su defensa del feminismo, su esfuerzo por la igualdad, sus caritas de monjes acartonados, su aliento podrido. Y ahora tener que imaginarlos tras la puerta de un baño, o en un dormitorio improvisado: golpeando en vez de amando, y humillando a una mujer. Maltratando en vez de acariciando, usándola como objeto, y no respetando el cuerpo ajeno. Es bueno tomar ejemplos de la realidad, no para escribir historias, sino para recordar que según detrás de qué superioridad moral suele habitar una gran montaña de basura.   

El picoteo adelgaza

          El picoteo adelgaza, aunque usted pensará con razón que me he vuelto turulato o que, simplemente, como vicioso del tapeo que soy intento justificarme y de paso contarle una milonga. Pero no, nada de eso, me refiero a que el picoteo adelgaza, pero no la grasa corporal sino la cuenta corriente, y sin necesidad de ingerir esa tapa de calamares con su caña fresquita de acompañamiento, o ese poquito de jamón o queso con su vinito Manzanilla.

          El picoteo al que me refiero es el de esos gastos menudos y casi invisibles que se le han ido colando en la economía, casi siempre con su consentimiento, por supuesto. Minucias según su criterio cuando picó o no leyó la letra pequeña, pero que acumuladas le acaban haciendo una persona más flaca en términos económicos. Hoy seguir esta dieta de adelgazamiento financiero es mucho más fácil que hace unos años, porque se hace a leves golpecitos de clic en momentos tontunos que todos tenemos.

          Pensaba esto porque tengo una pareja de amigos que, recientemente, se dieron cuenta de que pagaban Netflix para 12 personas: tenían una suscripción para 4 perfiles cada uno, más una agregada en Movistar para otros 4. Otras 12 de Amazon Prime por parecidas coincidencias y rebotes, y múltiples cargos recurrentes de entre 10 y 12 euros al mes de aplicaciones chorras que nunca usaban y ni siquiera recordaban haber contratado.

          Visto el desmadre hicieron un poco de investigación de sus finanzas, vamos lo que viene siendo revisar la cuenta corriente y tarjetas en plan histórico de un año. Y volvieron a saltar todas las luces rojas de las alarmas: comisiones de mantenimiento de cuentas y tarjetas que prometieron no cobrarles, seguros metidos de matute por el banco a razón de 7-8 euritos cada uno para que no se note, suscripciones a revistas que habían dejado de recibir en la última mudanza unos cuantos años atrás… Y un suma y sigue…

          Según mis colegas, en un año podían tener fácilmente una grieta con un desagüe de unos cuantos miles de euros en picoteo chungo. Obviamente, reconocen que la responsabilidad del adelgazamiento es de ellos, cosa que no les negué por razones obvias. Sin embargo, tengo la sensación de que es algo más común de lo que parece. Por ese motivo, lo primero que hice fue mirarme el ombligo para descubrir que, después de todo, creo que cada vez me veo más delgado sin estar a dieta.

         

La agenda de Noel

          A papá Noel la agenda se le está complicando tela marinera. Me refiero a una moda que viene de lejos y que, sobre todo, hemos inventado en nuestra querida España. ¿Qué moda? Pues la de cambiarle la agenda con el trabajo que tiene preparar los renos. Pero sí, a veces los cambios vienen, como en Bérchules (Granada), provocados por la anécdota de un apagón en 1994. Desde entonces, estas tradicionales fiestas que incluyen el movilizar a gente como Noel, se celebran en agosto en esa localidad.

          Otras veces, sin embargo, la cosa no va de recoger la anécdota para convertirla en algo digno de admiración y mención, sino en una astracanada fruto de vaya usted a saber qué, pero todo apunta a aquello de Panem et circenses. En Venezuela, donde recientemente y a pesar del mudo verificador internacional español, el dictador Maduro les ha robado las elecciones a los venezolanos, ahora dice que adelanta la Navidad a primeros de octubre. Anuncio que un público seleccionado aplaudía en televisión con sincronización coreana.

          No aclara el dictador si este adelanto es para siempre desde este año, o solo por una vez para entretener el hambre, la miseria y la represión política violenta. La UE no reconoce la legitimidad democrática en el país, ni los Estados Unidos tampoco, pero mientras tanto el dictador amenaza con asaltar la embajada de Argentina donde se refugian los vencedores de las elecciones. Por desgracia, los venezolanos tienen pocas esperanzas de que la comunidad internacional intervenga por la fuerza como se hizo con Noriega en Panamá.

          Noel no les traerá la libertad a los venezolanos por mucho que se dé prisa en llegar con sus sacas de regalos. El mundo se está partiendo en dos bloques, y las socialdemocracias de las que tanta prosperidad hemos conseguido en Occidente se agotan. Tiranías como las de Maduro cuentan con la protección de países no democráticos como Rusia, China o Irán. Es esa parte del mundo donde los derechos humanos no importan y la libertad se le arrebata por la fuerza a los ciudadanos.

          Pensaba esto, más que nada, por las próximas generaciones. Europa no está libre de culpa ni del riesgo de partirse en dos, y no en buenos y malos como nos quieren hacer tragar. No así, sino en dos mitades fallidas que es una solución mucho peor, porque ninguna de las dos propuestas a las que tienden los países, incluido el nuestro, tendrá diferencias con la dictadura de Maduro, por mucho que adelantemos la Navidad, si es que la Navidad no es derogada antes por decreto Ley y Noel se queda con contrato fijo discontinuo. 

Vamos a contar mentiras

          Los niños de mi infancia teníamos una cantinela que decía algo así como: «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras tralará (bis), por el mar corren las liebres, (bis), por el monte las sardinas, tralará, (bis)». Y esa debió ser, aunque entonces no lo sabíamos, la forma precursora de la creación de la posverdad o el relato, que se dice ahora, sobre todo, periodístico o como se llame lo que hacen los medios que dicen informar.

          Pensaba esto porque he leído este mes dos libros que considero esenciales para cualquier cabeza pensante, casi como terapia detox de la razón y por higiene mental. El primero se llama «La muerte del periodismo» y lo escribe el periodista Teodoro León Gross. Es difícil que alguien clarifique el punto en el que se encuentra la propia profesión, sobre todo, cuando es en el estercolero intelectual y económico que obliga a prostituirse (léase en modo metáfora), con cada trabajo, noticia, o actividad diaria.

          El autor describe como el periodismo, torpe y lento en su adaptación a los nuevos medios: plataformas, desaparición del formato papel, Youtube, redes sociales que transmiten en directo etc…, perdió ingentes cantidades de dinero en publicidad y pasó a depender de las subvenciones a cambio de venderse al mejor postor. Publicidad institucional que pagamos todos, al margen de que sean de un signo político u otro. El resultado, contenidos panfletarios que, según el autor, nunca gozaron de tan baja credibilidad en la población. Y caen en picado.

          Lo cierto es que el nivel es paupérrimo en las universidades igualitarias, donde todo el mundo tiene que aprobar por ley, o se puede ser catedrática sin estudios universitarios. El resultado es que una reportera diga por televisión que: «Acaba de llegar el rey Felipe ví (del verbo ver donde dice VI en números romanos en el titular), y ese es el rasero quizá más ridículo de la profesión. 

         El segundo libro es de Jano García, titulado El rebaño e introduce un concepto curioso llamado «Alogocracia», en el que narra sin pelos en la lengua como avanza la sociedad plutocrática que el rebaño hace posible casi sin darse cuenta. Como la masa sometida a base de pienso ideológico, paguitas igualitarias, ataques a la meritocracia, wokismo desquiciado y otras argucias de la ingeniería social hacen posible el derribo en el que van quedando los Estados fallidos como el francés, el húngaro o el español, por no saltar el charco hasta Venezuela y la mafia del grupo de Puebla dirigido por un desaparecido ZP.

Aquí les dejo el nuevo himno por si gustan echar un baile: